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Carmen Domingo - La fuga

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Carmen Domingo La fuga
  • Libro:
    La fuga
  • Autor:
  • Editor:
    B de Books
  • Genre:
  • Año:
    2013
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7 de la mañana del 22 de mayo de 1938 No me lo explico de verdad que no me - photo 1

7 de la mañana del 22 de mayo de 1938

—No me lo explico, de verdad que no me lo explico —insistía enfadado el director del penal, Alfonso Rojas, mientras formaba pequeños montones con monedas y algunos billetes que iba desdoblando y colocando encima de la mesa tras sacarlos de una vieja caja de madera.

—¿Da su permiso, señor? —se escuchó una tímida voz.

—Pase. Pase y siéntese Muñoz, y déjese de parafernalias, cualquiera diría que es usted un timorato —contestó con un tono de voz que no presagiaba nada bueno.

—Buenos días tenga usted.

—Pase, ¿no le he dicho que pase? ¡Siéntese!

—¿Qué es lo que pasa, señor? ¿Algún problema? —preguntó tímidamente Carlos Muñoz, el administrador del Penal de San Cristóbal, colocándose las gafas que constantemente se le resbalaban por la nariz. Tras recibir la señal que lo autorizaba a entrar en el despacho, traspasó la puerta y se giró lentamente para cerrarla. Se alegró de su prudencia, desde fuera se habían oído los gritos e hizo bien en preguntar antes de entrar al despacho en lugar de hacerlo directamente como en otras ocasiones.

—¡Tres mil pesetas! ¡Este mes sólo hemos logrado juntar tres mil míseras pesetas en la caja del economato! —le espetó enfadado mirándolo a los ojos.

—¿Y? —se extrañó de la queja Carlos, a quien la cifra le parecía más que decente en los tiempos que corrían.

Carlos era el joven responsable de llevar las cuentas del fuerte, de inspeccionar el material que llegaba, de supervisar la entrada y salida de la comida. . . y el encargado de controlar las armas y la munición que se necesitaba. Procedía de una familia acomodada de Pamplona, su padre era el director de la sucursal del Banco de España de la ciudad y él, hasta hacía poco, se limitaba a ir arriba y abajo sin oficio claro. Una mañana, en el Banco conoció a Alfonso Rojas. Él estaba por casualidad en el despacho de su padre, intentando aprender alguna de las herramientas del oficio, cuando llegó Rojas para una reunión. Carlos se quedó a un lado en el despacho, y hablando, hablando, le ofreció que trabajara para él llevando las cuentas de unos negocios que ni él mismo tenía claros.

Rojas, mucho antes de ser director de San Cristóbal, ya era conocido en Pamplona por tener unas finanzas siempre boyantes, aunque de procedencia poco clara. Su siempre buena relación con los gobiernos, fueran éstos del cariz político que fueran, así como su mano dura con los subordinados y los escasos sueldos que pagaba para aumentar su más que saneado patrimonio también eran proverbiales. Pero por lo que de verdad era conocido Alfonso Rojas era por haber sido uno de los dos protagonistas de una de las bodas más sonadas de la ciudad y que más comentarios suscitó. Acontecimiento éste que en provincias siempre daba de qué hablar.

Parecía claro, a juzgar por todos los comentarios vecinales, que, tal como transcurrió el apresurado noviazgo, don Alfonso había decidido casarse de un día para otro con una mujer más de diez años mayor que él para mejorar en prestigio y alcanzar una clase social a la que de otro modo no hubiera accedido. Doña Julia, la afortunada novia, era duquesa y su padre uno de los requetés más conocidos de la zona. Perfecto para prestigiar su más que holgada situación económica, pero de dudoso origen.

Así, el hijo de un campesino de la provincia pasó de ser un nuevo rico poco de fiar a recibir el tratamiento de duque, entrar directamente en los cuadros de mando de los requetés y recibir el nombramiento de director del Penal de San Cristóbal. Su mujer, en esa misma época, decidió incorporarse a las Margaritas, aunque prefirió no mostrarse voluntaria en frentes y hospitales. Optó por dirigir, desde su casa en Pamplona, a los grupos de jóvenes que acababan de incorporarse, coordinando las acciones que se llevaban a cabo en los domicilios de los requetés y en la confección de uniformes. «Dios, Patria y Rey —dijo doña Julia—, también están en las calles de Pamplona, no hace falta ir al frente, como si fuera un hombre. »

Poco después de que lo nombraran director, don Alfonso llamó a Carlos para hacerle una oferta de trabajo y, sin muchas más obligaciones de las que tenía hasta ahora; así, sin dudarlo, se fue con él a San Cristóbal. Fue muy claro con sus obligaciones. Le encargó llevar todas las cuentas, salvo las del economato, de las que fue excluido de inmediato. Ésas las gestionaba directamente Alfonso Rojas con Riesgo, el encargado. Por eso, cuando le hizo la pregunta acerca del dinero acumulado, Carlos no sabía qué contestar.

—¿Cómo que y? ¿Cómo que y? , si pagamos a los camioneros y le damos la parte que le toca a Riesgo, en esta caja casi no se queda nada para nosotros.

—Pero. . .

—No hay peros que valgan. Esto se tiene que solucionar. El mes pasado hicimos más del doble.

—Como usted diga, señor —asintió Carlos, y sin darse cuenta hizo un movimiento con la cabeza tan brusco que las gafas se le resbalaron por el tabique nasal hasta caérsele sobre las piernas.

—Claro que se hará lo que yo diga. ¡Faltaría más! Para eso soy el director. Le he prometido a mi mujer que en cuanto acabe esta guerra buscaremos un piso en Madrid, en una buena zona, y nos trasladaremos a la capital, y eso no se puede hacer sin dinero.

—Seguro que cumple usted su promesa, señor —apuntó el joven, sin querer sacar en la conversación temas que pudieran enfurecerlo más.

—Eso puedes jurarlo, muchacho. Como que me llamo Alfonso Rojas —contestó enfadado.

Poco sabía Carlos de promesas en los matrimonios. El de sus padres acabó pronto. Su madre murió al poco de dar a luz y no había vuelto a ver a una mujer en casa, como no fuera el ama de llaves, pero a don Alfonso ya lo iba conociendo y también doña Julia, y si ésta quería un piso en Madrid, estaba seguro de que iba a tenerlo. Le pareciera bien o no al director, le fuera más o menos complicado conseguirlo. Carlos sabía, porque había escuchado muchos comentarios, que lo mejor era no llevarle la contraria a la señora.

Alfonso Rojas se giró y prefirió no seguir hablando de su mujer. En esta ocasión por una vez el problema no era Julia, sino el maldito dinero, que no llegaba.

—A ver, dime. ¿No habíamos dicho que nos quedaríamos con la comida que las visitas trajeran a los presos? —le preguntó Alfonso a Carlos, mirándolo fijamente mientras apoyaba los dos puños sobre la mesa y hacía un leve gesto de querer levantarse tan intimidatorio que parecía que quisiera impedirle abrir la boca para contestar. No aguantó mucho el director la tensión de los brazos y acabó por levantarse del sillón y moverse por la habitación.

—Sí, señor. Dio usted esa orden hace, al menos, un par o tres de semanas, si no recuerdo mal, y se avisó a los guardias de la entrada —contestó temerosamente Carlos mientras seguía con los ojos el ir y venir nervioso por el despacho del director y aprovechaba para limpiarse los lentes.

—Pues parece que si éstas son las cuentas, estos presos no pasan hambre o alguien se está saltando mi orden a la torera. ¿No acabo de decirte cómo están las cuentas de este mes? ¡Parece que estos rojos sólo gastan dinero en pan! Eso sí, todos los días se venden más de quinientas barras —contestó muy enfadado señalando de nuevo la libreta con las cuentas y los montoncitos de monedas que tenía delante, y se volvió a sentar mientras movía la cabeza de un lado al otro.

—Digo yo, señor, que será porque es lo más barato. . . —apuntó tímidamente el administrador, que ya estaba acostumbrado a que Alfonso Rojas se enfadara cuando la conversación versaba sobre dinero.

—Y estarás de acuerdo conmigo en que el pan es lo que menos margen de ganancia nos deja. . . —contestó levantando cada vez más la voz y lanzándole una mirada intimidatoria al joven que le obligó a bajar la vista.

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