Jacques Philippe
La oración, camino de amor
INTRODUCCIÓN
Hay muchos libros excelentes sobre la oración. ¿Es de verdad necesario otro más? Sin duda, no. Ya escribí uno sobre el tema hace algunos años, y no estaba en mis planes hacer otro . Sin embargo, a riesgo de repetirme en algunos puntos, me he sentido impulsado recientemente a redactar este librito, pensando que podría ayudar a algunos a perseverar en el camino de la oración personal, o a emprender ese camino. Tengo ocasión de viajar con cierta frecuencia por varios países para predicar retiros, y me ha impresionado comprobar la sed de oración que tienen hoy muchas personas, de todo estado y condición de vida, de toda vocación; pero he visto también la necesidad de ofrecer algunas orientaciones para asegurar la perseverancia y la fecundidad de la vida de oración.
Lo que más necesita el mundo de hoy es la oración. De ahí precisamente nacerán todas las renovaciones, las curaciones, las transformaciones profundas y fecundas que deseamos para nuestra sociedad. Nuestra tierra está muy enferma, y solo el contacto con el cielo la podrá curar. Lo más útil para la Iglesia hoy es contagiar a los hombres su sed de oración y enseñarles a orar.
Descubrir a alguien el gusto por la oración, ayudarle a perseverar en este camino no siempre fácil, es el mayor regalo que se le puede hacer. Quien tiene la oración lo tiene todo, pues a partir de ahí Dios puede entrar y actuar libremente en su vida, y operar las maravillas de su gracia. Cada vez estoy más convencido de que todo procede de la oración, y que entre todas las llamadas del Espíritu ésta es la más urgente a la que debemos responder. Renovarse en la oración es ser renovado en todos los aspectos de nuestra vida, es encontrar una nueva juventud. Más que nunca, el Padre busca adoradores en Espíritu y en verdad (Jn 4, 24).
Es evidente que no todos tenemos en este asunto la misma llamada y las mismas posibilidades. Pero si hacemos lo que podemos, Dios es fiel. Conozco a laicos, muy ocupados por sus obligaciones profesionales y familiares, que reciben en veinte minutos de oración diaria tantas gracias como algunos monjes que dedican a la oración cinco horas al día. Dios está deseoso de revelarse, de manifestar a todos los pobres y pequeños, que eso somos nosotros, su rostro de Padre; para ser nuestra luz, nuestra curación, nuestra felicidad. Tanto más porque vivimos en un mundo difícil. Siempre es útil hablar de la oración, pues es referirse a los aspectos más importantes de la vida espiritual, y también de la existencia humana.
Querría dar en este libro algunas indicaciones muy sencillas y al alcance de todos, para animar a las personas que quieran responder a esta llamada, para guiarlas en su afán, para que se cumpla en su vida de oración el encuentro íntimo y profundo con Dios que es el objetivo de esa vida. Que puedan encontrar efectivamente en su fidelidad a la oración la luz, la fuerza, la paz que necesitan para que su vida produzca fruto abundante, según el deseo del Señor.
Hablaré sobre todo de la oración personal. La oración comunitaria, en particular la participación en la liturgia de la Iglesia, es una dimensión fundamental de la vida cristiana, y no pretendo subestimarla. Sin embargo, hablaré sobre todo de la oración personal, pues es ahí donde se encuentran mayores dificultades. Además, sin oración personal, la oración en común corre el riesgo de ser superficial y no alcanzar toda su belleza y su valor. Una vida litúrgica y sacramental que no se alimente del encuentro personal con Dios puede acabar siendo aburrida y estéril.
El mundo vive, y quizá vivirá cada vez más, tiempos difíciles. Es tanto más necesario enraizarse en la oración, como nos pide Jesús en el Evangelio: «Vigilad orando en todo tiempo, a fin de que podáis evitar todos estos males que van a suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre» (Lc 21, 36).
III. LA PRESENCIA DE DIOS
¡Señor Dios mío!,
no eres tú extraño
a quien no se extraña contigo;
¿cómo dicen que te ausentas tú?
Juan de la Cruz
Orar es acoger una presencia. Es por tanto útil reflexionar sobre los diferentes modos en que Dios se nos presenta. Lo hace, en efecto, de múltiples maneras: en la creación, en su Palabra transmitida por la Escritura, en el misterio de Cristo, en la Eucaristía, inhabitando en nuestro corazón... Estas diferentes modalidades de la presencia de Dios no son de la misma naturaleza. Es preciso distinguirlas y no se pueden poner todas en el mismo plano. Todas tienen sin embargo su importancia. y pueden orientar nuestro modo de orar. Vamos a interesarnos por ellas ahora.
Aclaremos una cosa. Allí donde Dios está presente, está al mismo tiempo oculto. Ya sea en la naturaleza, en la Eucaristía o en el fondo de nuestra alma, Dios está realmente presente, pero con una presencia que no es accesible por los medios habituales de la percepción humana. Ninguna observación, ningún psicoanálisis, ningún experimento científico, ningún microscopio o scanner puede detectar en ningún sitio la presencia divina. El único «instrumento», por decirlo así, que puede dar acceso a esta presencia, revelarla, es ese del que hemos hablado largamente en el capítulo anterior: «la fe empapada de amor», por retomar una expresión de sor María de la Trinidad.
Dios está íntimamente presente a toda realidad, nada desea tanto como revelarse, pero es un Dios escondido. «Verdaderamente Tú eres el Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador» (Is 45, 15). El único modo de hacerle salir de su escondite es la búsqueda amorosa. La fe y el amor le «descubren» allí donde todos los demás medios resultan ineficaces. A Dios no se le puede encontrar y poseer más que por la fe y el amor, pues no quiere unirse a nosotros de otro modo que en un encuentro de amor. Por su misma naturaleza, el amor no es objeto de prueba material o científica, es objeto de confianza. A veces nos gustaría que la presencia de Dios fuese más visible, más convincente, que se pudiese demostrar de manera irrefutable, de modo que los no creyentes quedasen confundidos, pero eso no es posible en esta tierra. No puede ser de otra manera, si no Dios dejaría de ser un Dios mendigo de nuestro amor y respetuoso de nuestra libertad. Dios no quiere que estemos atados a Él por otros lazos que los del amor. Dios se nos revela, no a través de manifestaciones o pruebas contundentes, sino mediante signos discretos, indicios, llamadas, suscitando en nosotros una libre adhesión de fe. Nunca se nos dispensa de un acto de fe para captar la presencia divina.
Pero a partir del momento en que se abren los ojos de la fe, cuando sinceramente la ponemos en acto, toda la realidad de su presencia y la riqueza de su amor se hacen accesibles.
Sin pretender ser exhaustivo, quisiera ahora evocar algunos aspectos de la presencia de Dios, importantes para orientar nuestra vida de oración.
1. Presencia de Dios en la naturaleza
La primera palabra de Dios es su creación. Él expresa su bondad, su poder, su sabiduría a través del mundo que nos rodea. San Juan de la Cruz llevaba con frecuencia a sus novicios a hacer oración en la naturaleza. El padre Alexander Men decía (es una frase muy fuerte (en boca de un ruso ortodoxo) que una hoja de árbol vale más que mil iconos. Sale directamente de la mano del creador, por así decir. El futuro san Juan de Cronstadt cuando era niño amaba mucho la naturaleza (también pertenecía a la iglesia ortodoxa rusa), se detenía a veces ante una flor y murmuraba: «¡He aquí a Dios!» . No se trata evidentemente de caer en un panteísmo (Dios y su creación son bien distintos) ni en una sacralización de la naturaleza, sino de reconocer en ella una huella del amor divino. Es conmovedor ver lo mucho que se han maravillado los santos ante la belleza del mundo, y cómo han percibido el amor y la sabiduría de Dios en las cosas creadas. Conocemos el Cántico de las criaturas del hermano Francisco y los poemas místicos de san Juan de la Cruz, quienes, contemplando la naturaleza, ven en ella rasgos de la belleza divina.
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