Cathleen Schine
Neoyorquinos
***
Este libro está dedicado a la memoria
de Buster, que en dieciocho meses
me enseñó más sobre la ciudad de lo
que yo había descubierto en treinta
años, y a Janet, que también le quiso.
Han pasado ya algunos años desde que viví en la calle que figura en esta historia. Nunca fue una de las zonas de moda de Nueva York. No hay mansiones ni casas estrechas de valor histórico ni placas que den fe de que allí hayan residido personajes ilustres. Ni siquiera se trataba de una manzana especialmente bonita. Los bloques de viviendas, aunque antiguos, eran corrientes desde el punto de vista arquitectónico. Los comercios coexistían con los residentes unos al lado de los otros. La mayoría de las casas de piedra rojiza que bordeaban la calle estaban divididas en apartamentos, casi todos de alquiler. Fue de esa manera, con el sistema de apartamentos de renta protegida, como la calle se libró en gran parte del proceso de aburguesamiento que estaba teniendo lugar en los alrededores. Músicos en ciernes, actores, secretarias y limpiacristales aún podían permitirse vivir allí, y seguían haciéndolo, unos prosperando, otros sencillamente envejeciendo. Una residencia de jubilados subvencionada donde todos los jueves por la tarde se celebraba una reunión de Alcohólicos Anónimos contribuía al carácter ligeramente disoluto del lugar, al igual que las dos iglesias, en la entrada de cada una de las cuales podía encontrarse a su residente sin hogar de todas las noches: un enorme pero apacible barbudo en la iglesia luterana, una mujer desorientada en las escaleras de la iglesia católica. Un bar en una esquina favorecía el escaso pero constante suministro de botellines de cerveza en la acera. La proximidad de la calle a Central Park la convertía en ruta preferida de los cuidadores profesionales de perros, de quienes apenas cabía esperar que fueran recogiendo los excrementos de los siete u ocho perros que tiraban de ellos. Por lo que la calle, que para empezar no se distinguía por su gran belleza, tampoco estaba muy limpia. Y sin embargo era la calle más encantadora de todas en las que he vivido. Y la más interesante.
«¡Yo vivo aquí! ¡Yo vivo aquí!»
Empezaremos nuestra historia con Jody. Llevaba viviendo en un estudio de ese bloque desde la universidad, una vivienda de lujo en aquel momento, sobre todo comparada con la habitación-dormitorio que dejaba. Veinte años después, el apartamento ya no le parecía tan lujoso, pero la luz matinal seguía siendo preciosa, la renta protegida se mantenía artificialmente baja y la amplia habitación con su bonita ventana en saledizo, techos altos y molduras con forma de cuerda retorcida seguía siendo su hogar.
Al fondo de la habitación un peldaño subía a una cocina del tamaño de una casa de muñecas y, detrás de ella, otro escalón llevaba al cuarto de baño. Hacía poco que la propia Jody había pintado el apartamento de un suave color amarillo llamado «peonía nigeriana». Las molduras y el techo, de los que estaba particularmente orgullosa, eran de un blanco brillante. Cada vez que la habitación resplandecía con la luz que entraba por la gran ventana, Jody se congratulaba por la serenidad de su metódica existencia y se reafirmaba en que los fines de semana pasados en lo alto de una escalera habían merecido la pena. Guardaba la escalera en el armario de la ropa blanca junto a las sábanas, caras y cuidadosamente dobladas. En general Jody no era manirrota y se compraba la ropa en grandes almacenes a precios razonables, pero las sábanas pertenecían a una categoría completamente distinta. Las sábanas eran objetos expiatorios ofrecidos con temor y humildad a los dioses de la noche. Todas las noches Jody se tendía bajo el suave algodón egipcio no como una sibarita, sino como una penitente, una peregrina, una buscadora, y lo que ansiaba encontrar era sueño.
En mitad de la noche en la que comienza nuestra historia, como en mitad de la mayoría de las noches, Jody estaba acostada en la cama, preocupada. De día era una persona jovial y solícita, pero por la noche sufría. Sobre ella se cernían retazos de su atareada existencia, como fantasmas, como Hacienda, como las suegras. Se quedaba mirando la oscuridad y se enfrentaba a sus fallos y omisiones. Era una oscuridad densa la que la rodeaba en esos momentos, caliente y húmeda, el hálito de la culpa, y, al mismo tiempo, vasta, glacial e indiferente. Probó a contar, por supuesto, y a contar hacia atrás, como si estuviera a punto de someterse a una operación y le acabaran de administrar la anestesia. Probó a cantar, unas veces la melodía de una pieza que estaba ensayando; otras, canciones de Gilbert y Sullivan, ingrediente esencial de su casa cuando era pequeña, y de quienes se sabía todas las letras. A veces sentía el impulso de cantar las partes más melódicas alto y claro, de manera que su voz resonara en la oscura habitación. Pero se contenía. Aunque no hubiera nadie a su lado, y lo normal era que no hubiese nadie a su lado, el sonido de su voz en medio de los demonios de su desvelo resultaba incongruente y ridículo.
Al día siguiente decía en el colegio que no había pegado ojo. Era una de las pocas compensaciones de su insomnio: los otros profesores inclinaban la cabeza en señal no de lástima precisamente, sino de comprensión y, lo que era más importante, de respeto. También ellos habían conocido noches de insomnio, pero al final tuvieron que admitir que Jody era la más insomne de todos. Eso le confirió un cierto estatus que ella casi había llegado a atesorar.
Jody siempre sonreía cuando describía su particular batalla para dormirse. Su sincera y habitual modestia desaparecía, y entonces se transformaba en una auténtica presumida. Tal vez se habría comportado de modo diferente si su aspecto hubiera reflejado lo insomne que era. Pero Jody tenía los ojos despejados y brillantes sin bolsas ni ojeras. Con su corto pelo rubio y vestida con blusas almidonadas y pantalones muy ceñidos, era guapa en el sentido de que era abierta y alegre. Olía como si acabara de salir de la ducha y se movía con una plácida y estimulante energía. Los críos la adoraban, ella trabajaba mucho y la gente se lo agradecía. Acudían a ella cuando necesitaban ayuda o consejo en el trabajo, y aunque sólo tenía treinta y nueve años y aparentaba ser más joven, todos se referían a ella cariñosamente como «la buena de Jody».
Sus colegas la respetaban y se llevaban bien con ella, pero ninguno de ellos era su amigo. Jody se preguntaba a veces si sería culpa suya. Pero ¿de quién iba a ser si no? Culpa del cartero no es, se recordaba a sí misma. Ni tampoco del subdirector. Ni siquiera los republicanos tienen la culpa. Entonces ¿dónde radicaba su culpa? Era un misterio para Jody, el mismo sobre el que meditaba por la noche en la cama.
Naturalmente se había buscado un perro. En un principio su intención era conseguir un gato, pensando que ya que parecía que iba de cabeza a convertirse en una excéntrica solterona debería empezar a adquirir parte del equipo. Pero cuando llegó a la Sociedad Protectora de Animales vio a un perro viejo, un descomunal pit bull mestizo tan blanco que era casi rosa, una hembra que meneaba la cola con tan imponente pesimismo que Jody se llevó al enorme animal a casa. A la perra la llamó Beatrice, pese a que había jurado no poner a su nueva mascota un nombre de persona, pues lo consideraba una moda pasajera, además de patético para una mujer sin hijos. Pero tenía la sensación de que el animal se merecía un nombre de verdad. Beatrice no era una jovencita. La Sociedad Protectora la había recogido cuando vagaba por las calles del Bronx. Medio muerta de hambre y llena de garrapatas, era evidente que había llevado una existencia ingrata y difícil. Beatrice era un nombre con una dignidad intrínseca. Jody consideraba que la vieja perra se lo merecía.
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