P RÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN
UNA CIUDAD A LA QUE EN REALIDAD
NO QUISIERA VOLVER,
PERO A LA QUE SIN DUDA VOLVERÉ
Volver no. Cuando me lo preguntan suelo decir que no, que no añoro Nueva York, que estuvo bien mientras duró (casi siete años de vida y corresponsalía de un diario), pero que al final (y eso que no había llegado la era de internet a todo vapor, atizado por las redes sociales y la necesidad de estar día y noche agitando el avispero ciberespacial) era casi una pesadilla. Y no solo por la necesidad inherente a la vida periodística de dar cuenta a diario de las noticias que avalan la inminencia del fin del mundo, sino por el eterno retorno de lo mismo que el vicio de la novedad (de la noticia) lleva inscrito en su lomo como el toro de lidia, que sabe que su destino es la plaza, y que la muerte (eso dicen los taurinos) será su gloria. Alguna vez, pensando en Henry Roth, pero también en Herman Melville, Walt Whitman, David Foster Wallace, Paul Auster, James Salter, Bruno Schulz, Robert Walser, Franz Kafka, Fernando Pessoa, Joseph Mitchell, James Agee, Simone Weil, E. B. White o Azorín, me imagino en una covachuela de Astoria, de vuelta, viejo, solo, enfrascado en la escritura de una historia oral de la humanidad, como el amigo de Joseph Mitchell, o en la novela definitiva sobre la posverdad y sus secuelas en el conocimiento de los hechos y la muerte del periodismo.
The High Lane, torres más altas que las derribadas y otras amenidades. Paseando en más de una ocasión, en raras tardes ociosas de verano o bajo la nieve y el frío más hirientes, por las calles que desembocan en el Hudson, en el barrio de Chelsea, entre el Distrito de la Carne y la calle 34, contemplaba las viejas vías del ferrocarril elevado con el deseo de encaramarme a ese mirador sobre el pasado. Es la reconversión de la High Lane en un paseo elevado que cambia insospechadamente la perspectiva que teníamos de Manhattan una de las innovaciones cívicas y arquitectónicas más admirables y celebradas de esta ciudad que ha hecho de la máscara y la renovación constante una identidad. Del mismo modo que la Torre de la Libertad, también conocida como el One World Trade Center, se ha levantado como muestra de resiliencia, pero también de desafío, a quienes derribaron el viejo World Trade Center, y se ha convertido en el rascacielos más alto del hemisferio occidental y (de momento) en el sexto más alto del mundo, las piscinas negras que ocupan los perímetros en los que se alzaban los dos edificios iguales son un recordatorio de lo que ocurrió aquella mañana del 11 de septiembre de 2001. Volver a Manhattan es también volver allí. Al lugar de los hechos. Para recordar a los muertos y recordar el crimen. Pero también para hacer examen, sobre todo de la reconstrucción, pero también de la justicia y de la venganza.
La imposible actualización o la Enciclopedia Británica y la Wikipedia . Ejercicio para la imaginación. Notas de viaje. Lo que esperaba, lo que encontró. Olvídese por unas horas del teléfono móvil, de la tableta. Camine con todos los sentidos abiertos, un cuaderno y lápices de colores. Atrévase a volver a dibujar. Se quedará asombrado de cómo vemos cuando nos entretenemos en ver. Déjese llevar por el corazón atómico de las avenidas y las calles.
Trump. Y lo que propone Timothy Snyder. Recupero el arranque de un artículo que publiqué en la revista digital fronterad en febrero de 2016, titulado «La cuarta puerta. La niebla moral de Europa ante los refugiados», cuando nadie podía ni siquiera imaginar que alguien como Donald Trump pudiera llegar algún día a la presidencia de Estados Unidos. Empezaba así:
Uno de los capítulos menos amargos de Tierra negra. El Holocausto como historia y advertencia (Galaxia Gutenberg), el estremecedor libro de Timothy Snyder (Ohio, Estados Unidos, 1969), se titula «Los pocos justos». Allí cuenta la historia de Ita Straz. Tenía 19 años cuando fue arrastrada por policías lituanos hasta el borde de una fosa común en el bosque de Ponary. Relata Snyder que había oído los disparos y ahora podía ver las filas de cadáveres: «Este es el final —pensó. ¿Y qué he visto yo en la vida?». Desnuda, las balas le pasaban junto a la cabeza y el cuerpo. Apoyándose en el testimonio de Tomkiewicz en Zbrodnia w Ponarach, relata el historiador norteamericano que ya trató de las atrocidades cometidas por soviéticos y nazis en toda la franja que va de Ucrania a los Países Bálticos en su anterior libro, Tierras de sangre: «Cayó recta y de espaldas, no por fingir que estaba muerta, tan sólo a causa del miedo. Se quedó inmóvil mientras los cuerpos le caían encima, uno detrás de otro. Cuando la fosa se llenó, alguien se subió sobre la última capa de cadáveres y disparó hacia abajo sobre los cuerpos amontonados. Una bala le atravesó la mano a Ita, que no emitió sonido alguno. Arrojaron tierra sobre la fosa. Esperó todo el tiempo que pudo y luego se abrió paso apartando cuerpos y escarbando en la tierra. Sin ropa, cubierta sólo de barro y de su propia sangre y la de los otros, buscó ayuda. Llegó hasta una primera casa, pero la rechazaron; después hasta una segunda y una tercera. En la cuarta obtuvo ayuda, y sobrevivió». Estas son las tres preguntas que en el siguiente párrafo se hace Timothy Snyder: «¿Quién vive en la cuarta casa? ¿Quién actúa sin el apoyo de las normas o las instituciones, sin representar a ningún gobierno ni ejército ni iglesia? ¿Qué ocurre cuando los encuentros en la sombra, de judíos necesitados de ayuda con alguien con contactos en alguna institución, dan paso a meros encuentros entre desconocidos, a encuentros a ciegas?».
El pasado 15 de marzo, en una entrevista con Jan Martínez Ahrens, publicada en el diario El País, titulada «Ahora que la libertad está amenazada, ¿vamos a hacer algo?», a la pregunta de si ve semejanzas entre lo que ocurre hoy con los mexicanos y musulmanes en Estados Unidos y la Alemania de los años treinta, responde Snyder: «La situación es distinta con las víctimas, pero la situación es similar. Cuando Trump habla de musulmanes o inmigrantes, se acerca a la política que se practicó en Alemania en 1933. La idea básica es que no son tus vecinos, sino parte de una amenaza internacional. Para Trump la globalización no es un desafío objetivo, sino un enemigo exterior, una conspiración a la que ha puesto cara y que está en casa». Cuando el periodista le pide que describa al nuevo inquilino de la Casa Blanca, dice: «Cleptócrata y autoritario. No ha mostrado ninguna intención de separarse de sus intereses financieros. Y el sentido común nos alerta de que usará el Gobierno para enriquecerse más él mismo y su familia. No es nada nuevo. Ya lo hemos visto en el sistema ruso». En su último libro, Sobre la tiranía, ofrece veinte recomendaciones para liberarse de la opresión. Aunque podría parecer extraño que ocupen un espacio en un prólogo a un diccionario de Nueva York, tal vez sean útiles para un viaje a esta ciudad, a cualquier ciudad, pero también por algo más que luego diré: «No obedezcas por anticipado. Defiende las instituciones. Cuidado con el Estado del partido único. Asume tu responsabilidad por el mundo. Recuerda tu ética personal. Desconfía de las fuerzas paramilitares. Sé reflexivo si tienes que ir armado. Desmárcate del resto. Trata bien a nuestra lengua. Cree en la verdad. Investiga. Mira a los ojos y habla de las cosas cotidianas. Sal a la calle. Consolida una vida privada. Contribuye a las buenas causas. Aprende de tus conocidos en otros países. Presta atención a las palabras peligrosas. Mantén la calma cuando ocurra lo impensable. Sé patriota. Sé todo lo valiente que puedas». Antes de que llegara Trump a la máxima magistratura de la todavía primera potencia de le Tierra, algunos amigos tontos (es decir, más tontos que amigos) se negaban a poner los pies en Nueva York, a viajar a Estados Unidos. Todos somos dueños de nuestros prejuicios. Y celosamente los alimentamos. Para que el espejo nos siga devolviendo una imagen favorable de nosotros mismos, de lo que nos gusta creer que somos, no solemos exponernos a hechos e ideas que pongan en duda nuestras convicciones, y solemos buscar argumentos que amparen nuestra ideología, nuestra cosmovisión, no dejen en entredicho lo que sabemos, o lo que creemos que sabemos. Por eso, como dijo Cervantes, «el andar en tierras y comunicar con diversas gentes hace a los hombres discretos». Del mismo modo que Nueva York no es Estados Unidos, la complejidad y diversidad de un tejido humano como el de la ciudad insomne, como el de Estados Unidos, hace que merezca la pena ir y perderse, ir y ver con los propios ojos, y ver de qué manera la conciencia política y las artes están floreciendo precisamente como reacción a un momento tan inquietante como extraordinario. Es decir, a pesar de todo, siempre hay motivos para ir y ver sabiendo lo que sabemos y olvidándolo para aprender a ver de nuevo.