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Sergio Ramírez - Adiós muchachos

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Sergio Ramírez Adiós muchachos
  • Libro:
    Adiós muchachos
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2016
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Adiós muchachos: resumen, descripción y anotación

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Luz

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La sombra del caudillo

Cuando se publicó originalmente este libro habían pasado veinte años desde el triunfo de la revolución sandinista en 1979, uno de los hechos claves de la historia de América Latina en el siglo XX. Ahora, al salir esta nueva edición, he creído que merece un comentario inicial, dado que el Frente Sandinista está de nuevo en el poder, tras la victoria electoral de Daniel Ortega en las elecciones de noviembre de 2006.

La revolución tomó una década de ilusiones y enfrentamientos, que culminó con la derrota en las urnas del mismo Daniel en 1990, a quien yo acompañaba entonces como candidato a vicepresidente. Ganó esas elecciones Violeta de Chamorro, en medio de las circunstancias de una guerra que llegaba a su fin, y desde entonces Daniel siguió presentándose de manera persistente como candidato, derrotado por el caudillo del Partido Liberal Arnoldo Alemán en 1996, y luego por Enrique Bolaños, también del mismo Partido Liberal, en 2001. Hasta esta cuarta oportunidad en la que por fin pudo salir adelante. Desde fuera de las fronteras de Nicaragua puede resultar fácil ver este triunfo como parte de la ola de izquierda que ha llegado a diversos países de América Latina tras el fracaso del modelo neoliberal impuesto al final de la guerra fría, final que, de paso, coincidió con el de la revolución sandinista. Pero las cosas vienen a resultar bastante diferentes en el caso de Nicaragua, aunque tampoco puede alegarse ningún modelo homogéneo en las experiencias que se viven en Brasil, Argentina, Uruguay, Venezuela, Bolivia o Ecuador.

Daniel resistió las sucesivas derrotas cobijado en una intransigente bandera de lucha a favor de los más pobres y marginados, sin ceder en su retórica más que cuando era aconsejado de bajar el tono, o guardar silencio, por los estrategas de sus campañas electorales; y al mismo tiempo supo ir articulando al Frente Sandinista a su alrededor en base a lealtades personales más que a las lealtades ideológicas de antaño, mientras se deshacía de sus adversarios, sobre todo de aquellos que amenazaban su liderazgo, por medio de purgas periódicas. Pero nada de eso hubiera sido suficiente sin el pacto político con Arnoldo Alemán, el caudillo liberal condenado a veinte años de prisión por lavado de dinero en 2003, según actos ilícitos cometidos durante su presidencia.

Este pacto, que implicó reformas profundas a la Constitución Política introducidas en 2000, y luego en 2005, fue concebido para ejecutar una repartición de poder, y el control sin fisuras de las entidades del Estado. Facilitó la sumisión de los tribunales de justicia a la voluntad personal de ambos firmantes, lo mismo que la sumisión del sistema electoral y de la Contraloría de Cuentas, y facilitó también el clientelismo político, basta citar el ejemplo de la Corte Suprema de Justicia ampliada a diecisiete miembros, un número escandaloso para un país pobre de apenas cinco millones de habitantes, con el único objeto de repartir cargos entre incondicionales.

Los pactos políticos entre caudillos no son una novedad en la historia de Nicaragua. Por razones parecidas, el general Anastasio Somoza García, fundador de la dinastía, firmó en 1950 en nombre del Partido Liberal el «pacto de los generales» con el general Emiliano Chamorro, que lo firmó en nombre del Partido Conservador. Además de la repartición de cargos y curules, aquel pacto amparó una reforma constitucional que permitió a Somoza presentarse como candidato a la reelección en 1956, cuando fue muerto a tiros por el joven poeta Rigoberto López Pérez.

Mediante el pacto de 2000, Daniel logró conseguir mediante una reforma de la Constitución que el número de votos suficientes para ganar en primera vuelta fuera reducido al 35%: ganó las elecciones de 2006 con el 38%, frente a una oposición inducida a la fragmentación. A cambio, permitió que los tribunales de justicia sacaran de la penitenciaría a Alemán declarándolo valetudinario, es decir, inválido por decrepitud senil, una insólita medida que sólo puede ser explicada por la sumisión de los jueces; así, recibió primero la casa por cárcel, después la ciudad de Managua por cárcel, y por último el país por cárcel, lo que le permite viajar por todas partes en campaña de proselitismo.

Mientras tanto, Daniel consiguió el apoyo incondicional del cardenal Miguel Obando y Bravo, antiguo enemigo de la revolución y epítome de la derecha, ahora miembro de su gobierno, lo mismo que se alió con antiguos jefes de la Resistencia Nicaragüense, los contras que combatieron contra el sandinismo en la época de los ochenta, dirigidos y financiados por la CIA. Uno de los miembros del Directorio de la contra que operaba desde Miami, Jaime Morales Carazo, fue escogido esta vez por Daniel como su candidato a vicepresidente.

Algunos ven estas alianzas como un alarde de habilidad política, o como la aplicación fría de una visión pragmática. Yo tengo razones para verlas más bien como la consecuencia de la renuncia de los principios, que pesaron tanto en la épica de la revolución, sustituidos por la ambición de poder personal que se despoja de cualquier consideración ética. Un poder que ya no sirve a ningún proyecto trascendental, y se parece a cualquier otro poder tradicional en la historia del país.

Dentro de esa confusa dualidad en la que el discurso encendido de izquierda se encuentra con concesiones de fondo a la derecha más intransigente, al punto de identificarse con ella, la prohibición del aborto terapéutico aun para salvar la vida de la madre, ratificada recientemente en las reformas al código penal, viene a ser un ejemplo cruel y doloroso. El aborto terapéutico había sido permitido por la legislación nicaragüense desde mediados del siglo XIX, aun antes de la revolución liberal de 1893, y hoy se ha convertido en un delito penado con años de cárcel bajo el patrocinio de Daniel, como prueba de su conversión al catolicismo practicante; pero no el catolicismo de la teología de la liberación de los años ochenta, sino el catolicismo regresivo del cardenal Obando, que persiguió entonces a los sacerdotes comprometidos con la revolución.

Pese a todo, desde fuera de las fronteras de Nicaragua puede surgir la pregunta de si existe continuidad entre el actual gobierno de Daniel y la revolución de los años ochenta del siglo pasado, de la que ambos fuimos protagonistas. Yo digo que no, y la relectura de este libro frente a la realidad presente me lo confirma.

La revolución fue un fenómeno histórico trascendente, que al momento de su triunfo envolvió a toda la nación en su vorágine, y tuvo entonces dos dimensiones: una idealista, y la otra de poder. La primera se fundamentaba en un puñado de principios éticos e ideológicos defendidos con ardor juvenil, y la segunda en la articulación de un aparato político y militar que serviría para sustentar el proyecto de transformaciones políticas, económicas y sociales que tomaría varias generaciones desarrollar y consolidar.

El Frente Sandinista que llevó otra vez a Daniel como candidato en las elecciones de 2006, es, en espíritu y naturaleza, distante de aquel que conquistó el poder por las armas en 1979. Es otro de aquel Frente Sandinista que a lo largo de toda una década se empeñó en una lucha feroz por imponer un programa popular, y que, pese a errores, falsas concepciones y múltiples tropiezos, estuvo inspirado en una mística que tuvo ese hondo sustento ético que ahora ha sido sustituido por la ambición de poder personal.

La vuelta de este otro Frente Sandinista al gobierno, o más bien la vuelta de Daniel, y al lado su esposa Rosario Murillo, no ha supuesto la restauración de aquellos principios, que más bien se borran cada vez, y tampoco el proyecto de poder es el mismo, porque su articulación responde a propósitos que hace tiempo dejaron de ser revolucionarios. Por tanto, en uno y en otro sentido las diferencias son abismales.

Desde una perspectiva retórica, sin embargo, el discurso de Daniel no ha variado. Es un discurso teñido de radicalismo exacerbado, de concepciones fundamentalistas y monótonas respecto al imperialismo norteamericano, el colonialismo y neocolonialismo europeo, la lucha de clases vista desde el prisma de los viejos manuales soviéticos. Aquéllas fueron concepciones muy comunes en los años ochenta, fruto del espíritu juvenil de rebeldía de la revolución, pero existía una conexión muy viva entre las palabras y los hechos, por desacertados que estos hechos llegaran a veces a ser, porque la pasión era enemiga del cálculo y de la doblez, que son vicios de la edad. Hoy, mientras más altos los vuelos de la retórica, menor la eficacia del discurso que se disuelve en el aire estancado sin consecuencias visibles.

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