espero que nunca me dejen solo.
Para mi Lila.
Había una vez -dijo la abuela de Abraham Setrakian- un gigante.
Los ojos de Abraham se iluminaron y, de pronto, la sopa borscht que humeaba en el plato de madera le pareció más sabrosa, como si el picante gusto a ajo se hubiera esfumado. Era un chico pálido y enfermizo, casi raquítico y de ojos grises. Para animarlo a comer, su abuela se sentó frente a él y lo entretuvo con un cuento.
Una bubbeh meiseh, un «cuento de abuela», una fábula, una leyenda.
–Era el hijo de un noble polaco y se llamaba Jusef Sardu. El señorito Sardu era más alto que cualquier hombre o techo de su aldea. Para cruzar por cualquier puerta tenía que inclinarse tanto como si estuviera haciendo reverencia a un rey. Pero su gran estatura era un lastre: una enfermedad de nacimiento y no una bendición. El joven sufría mucho; sus músculos no tenían la fuerza suficiente para sostener sus largos y pesados huesos. En algunas ocasiones le costaba incluso caminar. Utilizaba un bastón, una vara larga más alta que tú, con una empuñadura de plata coronada con la cabeza de lobo del emblema familiar.
–¿Sí, Bubbeh? – dijo Abraham entre una cucharada y otra.
–Era lo que le había tocado en la vida, y le enseñó la humildad, algo realmente ausente cuando de un noble se trata. Sentía mucha compasión por los pobres, los trabajadores y los enfermos. Era particularmente afecto a los niños de la aldea, y sus bolsillos grandes y profundos -del tamaño de sacos repletos de nabos- siempre estaban colmados de baratijas y golosinas. Prácticamente no había tenido una infancia, pues a los ocho años ya tenía la misma estatura de su padre, y a los nueve le llevaba una cabeza. Su fragilidad y gran estatura eran una vergüenza secreta para su padre. Pero el señorito Sardu era realmente un gigante amable, muy querido por su gente. Decían que, aunque estuviera por encima de los demás, él no menospreciaba a nadie.
La abuela le hizo un gesto con la cabeza para recordarle que tomara otra cucharada. El masticó una remolacha hervida, llamada «corazón de bebé» debido a su color, forma y fibras casi capilares.
–¿Sí, Bubbeh?
–Era amante de la naturaleza y no le interesaba la brutalidad de la caza, pero, como noble y hombre de rango, a los quince años su padre y sus tíos le pidieron que los acompañara en una expedición de seis semanas a Rumania.
–¿Vinieron aquí, Bubbeh? – preguntó Abraham-. ¿El gigante estuvo aquí?
–Fueron a los oscuros bosques del norte, kaddishel. Los Sardu no vinieron a cazar jabalíes, osos ni alces. Vinieron a cazar lobos, el símbolo de la familia, el emblema de la casa de Sardu. Iban tras animales de caza. La tradición de la familia Sardu decía que comer la carne de lobo les daba a los hombres Sardu valentía y fuerza, y el padre del joven amo creía que esto podía llegar a curarle los músculos débiles a su hijo.
–¿Sí,Bubbeh?
–Sumado a la inclemencia del clima, el camino que iniciaban era largo y arduo, y para Júsef una lucha extrema. Nunca había salido fuera de la aldea, y las miradas que le dirigieron los extraños a lo largo del camino lo hicieron sentir avergonzado. Cuando llegaron al bosque oscuro, le pareció que aquel paraje silvestre estaba lleno de vida. Numerosas manadas de animales merodeaban por el bosque durante la noche, como si hubieran sido desplazados de sus cuevas, albergues, nidos y guaridas. Eran tantos que los cazadores no podían conciliar el sueño en el campamento. Algunos querían marcharse, pero la obstinación del patriarca de los Sardu terminó imponiéndose. Escuchaban el aullido nocturno de los lobos, y él anhelaba darle uno a su hijo, a su único heredero, cuyo gigantismo era como una sífilis en la estirpe de los Sardu. Quería extirpar esa maldición de su linaje y casar a su hijo para que le diera muchos herederos saludables.
»Pero justo antes del anochecer del segundo día, su padre salió a perseguir un lobo, y fue el primero en separarse del grupo. Lo esperaron toda la noche en vano, y al amanecer salieron a buscarlo. Y así fue que, esa noche, al volver de la búsqueda, faltaba un primo de Jusef. Y lo mismo sucedió, noche tras noche, con todos.
–¿Sí, Bubbeh?
–Hasta que el único restante era Jusef, el niño gigante. Reanudó el camino al día siguiente y, en un lugar que habían recorrido anteriormente, descubrió el cuerpo de su padre, y los de todos sus tíos y primos, yaciendo a la entrada de una cueva subterránea. Sus cráneos habían sido aplastados con una fuerza descomunal, pero sus cuerpos estaban intactos. Habían sido asesinados por una bestia con una fuerza inusitada, pero no porque tuviera hambre o miedo. No pudo descubrir la verdadera razón, y de repente se sintió observado, quizá incluso estudiado, por un ser que merodeaba en el interior de la caverna.
»El señorito Sardu retiró todos los cuerpos, cavó una tumba profunda y los enterró. Naturalmente, este esfuerzo lo debilitó gravemente, dejándolo casi sin fuerzas. Estaba exhausto, estaba farmutshet. Y no obstante, a pesar de estar solo, presa del miedo y del cansancio, regresó esa misma noche a la cueva para enfrentarse al diabólico ser que rondaba en esa oscuridad, dispuesto a vengar a sus antepasados o morir en el intento. Esto se sabe por su diario, el cual fue encontrado muchos años después en el bosque. Esos fueron sus últimos apuntes.
Abraham estaba boquiabierto.
–Pero ¿qué sucedió, Bubbeh?
–La verdad es que nadie lo sabe. En la aldea, después de que transcurrieran seis semanas, ocho y luego diez sin noticia alguna, se temía que el grupo entero estaba extraviado. Varios aldeanos emprendieron una búsqueda, pero no los encontraron. Y al cabo de once semanas, un carruaje de ventanas oscuras se detuvo una noche frente al castillo Sardu: era el joven amo. Se recluyó en un ala del castillo, cuyas habitaciones estaban vacías, y rara vez, o casi nunca, volvió a ser visto. Comenzaron a circular rumores sobre lo que había sucedido en el bosque rumano. Las pocas personas que sostenían haber visto a Sardu -si es que se les puede dar crédito a sus relatos- insistieron en que se había curado de su deformidad. Algunos aseguraban incluso que había adquirido una fortaleza equiparable a su estatura sobrehumana. Sin embargo, el dolor de Sardu por su, padre, sus tíos y primos era tan profundo, que nunca se le volvió a ver a la luz del día, y despidió a la mayoría de sus sirvientes. Por la noche había algo de actividad, en su castillo -se podía ver el fuego de las chimeneas resplandecer en las ventanas-, pero el lugar se fue viniendo abajo con el paso del tiempo.
»Algunos afirmaban que, al caer la noche, se oía al gigante rondar por la aldea. Fueron los niños quienes se encargaron de difundir la historia según la cual decían haber escuchado el pic-pic-pic del bastón que Sardu ahora utilizaba no para caminar, sino para invitarlos a salir de sus camas y obsequiarles baratijas y golosinas. Los incrédulos eran invitados a mirar los hoyos del suelo, algunos justo afuera de las ventanas de sus habitaciones, pequeños hoyitos como si fueran de su bastón con cabeza de lobo.
Los ojos de la Bubbeh se ofuscaron. Miró el plato de su nieto y vio que estaba casi vacío.
–Entonces, Abraham, comenzaron a desaparecer varios niños de la aldea. Circularon historias de otros que también desaparecieron de las aldeas cercanas, incluso de la mía. Sí, Abraham, cuando era niña tu Bubbeh vivía tan sólo a medio día de camino del castillo de Sardu. Recuerdo a dos hermanas cuyos cuerpos fueron encontrados en un claro del bosque, tan blancas como la nieve que las rodeaba, sus ojos abiertos y cristalizados por el hielo. Una noche, yo misma escuché