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Luis Suárez Fernández - Isabel I, Reina

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Luis Suárez Fernández Isabel I, Reina

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LA INFANTA

Nacimiento de Isabel

Hoy la llamamos Madrigal «de las Altas Torres». En 1451 era tan sólo una pequeña villa del realengo, dote de la reina, achaparrada bajo el adobe y las tejas, sobre la que se erguía la espadaña de la iglesia, noble edificio de piedra y ladrillo, cuyas campanas regulaban el tiempo y la vida de sus moradores. Allí residía circunstancialmente, si bien utilizando casa propia, en un edificio que servía a la vez de casa y de convento, la segunda esposa del rey Juan II de Castilla, Isabel de Aviz, portuguesa, que aportaba al linaje de los Trastámara, entre otras cosas, el color rubio rojizo de la abuela Felipa de Lancaster: a ella dirán que se parecía la Reina Católica. La tarde del Jueves Santo, 22 de abril, un correo salió al galope para, cambiando monturas, llevar con presteza al padre, que se encontraba en el alcázar viejo de la villa de Madrid, la noticia de que, a las cinco menos cuarto de la tarde, había nacido una niña. La documentación publicada por Juan Torres Fontes y el testimonio añejo del doctor Toledo, no admiten dudas en cuanto al día y la hora. Desde Madrid el rey ordenaría luego comunicar a todo el reino la buena noticia, que ampliaba perspectivas sucesorias, hasta entonces limitadas al hijo de un anterior matrimonio, con su prima María de Aragón: Enrique, maduro y desgarbado personaje que, desde 1444, se hallaba en posesión del Principado de Asturias, ejerciendo la Sucesión a la Corona, casado con Blanca de Navarra y carente, a su vez, de descendencia.

La nueva infanta recibió inmediatamente las aguas del bautismo con el mismo nombre de su madre, Isabel, frecuente en Portugal, mas no en Castilla: casi sin ruido, hacía su entrada en el mundo, en ese día de la fiesta grande en que la Iglesia conmemora la institución de la Eucaristía, que era referencia de fe para todos los cristianos. Dos años más tarde, el 17 de diciembre de 1453 nacería otro infante varón: en ese momento Isabel se colocaba, automáticamente, en una tercera línea de sucesión, detrás de Enrique, de Alfonso y de sus eventuales descendientes, de acuerdo con los usos de la Monarquía castellana. Esa descendencia, en el caso de Enrique y Blanca, resultaba problemática, pues, según era de noticia pública, la princesa seguía «tan doncella como el día en que nació». Una seria cuestión política, además de un motivo de solaz para malévolos y chismosos en aquella Corte tan alterada por querellas políticas.

La infanta no llegaría a tener nunca trato con su padre, pues el rey murió en julio de 1454, teniendo ella tres años. Las últimas y tristes palabras recogidas por sus cronistas —«naciera yo hijo de un labrador, y fuera fraile del Abrojo, que no rey de Castilla»— parecen resumir su existencia como la de un triste y desvanecido personaje, que, sin embargo, vivió en un tiempo brillante en el comienzo del Humanismo y de fuertes tensiones políticas en la construcción de la Monarquía. A esta evanescencia parece referirse uno de los caballeros adictos a Isabel, Jorge Manrique, con el famoso verso: «¿Qué se fizo el rey don Juan?» Poco antes de fallecer, siendo el 8 de julio de aquel año, el monarca había redactado un Testamento en el que, según norma, regulaba su propia sucesión. Conviene no olvidar que, en el siglo XV, eran los Testamentos reales Ley fundamental en este orden de asuntos. De modo que, de acuerdo con él, si sus hermanos llegaban a fallecer sin descendencia legítima, a Isabel correspondería recibir la sucesión que ahora tenía don Enrique.

Otras disposiciones menos eventuales eran señaladas en el Testamento. Se asignaban a Isabel el señorío de Cuéllar, las rentas de Madrigal ahora poseídas por su madre, cuando ésta faltara, y una cantidad supletoria hasta que sus ingresos alcanzasen el millón de maravedís al año. Encomendaba el rey a dos notables eclesiásticos, Lope de Barrientos, obispo de Cuenca, y Gonzalo de Illescas, prior de Guadalupe, al que se consideraba como verdadero director de los jerónimos, que tomasen a su cargo la educación de estos hijos pequeños de su segundo matrimonio. No sabemos mucho de los resultados de esta formación en el caso de Alfonso, muerto demasiado joven, pero sí en cambio que la religiosidad de Isabel fue muy profunda. A ella tendremos que referirnos más adelante. Enrique se cuidó poco de cumplir las mandas recibidas, de modo que la casa de la reina viuda padeció con frecuencia escasez de recursos. A la infanta no se hizo efectiva esa renta de un millón de maravedís.

Tras la muerte de su marido, Isabel vino a instalarse en Arévalo, cuyo señorío formaba parte de las arras de acuerdo con el contrato matrimonial. Allí, lejos del mundo y del ruido, pudo esconder su misantropía, que pronto degeneraría en desequilibrio mental, cuidando de aquellos dos niños. Era inevitable que la soledad y tristeza influyeran en su educación: Madrigal y Arévalo aparecen en la vida de la Reina Católica, ligados por lazos de afecto, como algo propio. A aquella minicorte de Arévalo vinieron a parar, entre otras, dos personas a las que veremos luego desempeñar papeles muy importantes, Gutierre de Cárdenas y Gonzalo Chacón; procedían de los ambientes que rodearan a don Álvaro de Luna, cuya memoria guardaban con afectuosa fidelidad; al segundo de ellos atribuye Carriazo la autoría de la Crónica del Condestable.

También estaba allí santa Beatriz de Silva, una dama que viniera de Portugal acompañando a la reina. Muchas tardes acunaría a la niña con las dulces canciones de la tierra natal, porque, en la intimidad, Isabel conocía y comprendía muy bien el portugués, probablemente su primera lengua en tiempo de aprendizaje. Un día llegó en que Beatriz dio a la infanta el beso de despedida: se iba a Toledo para entregar a Dios, en oración y recogimiento, una vida que no quería derramarse en vanidades de este mundo. Tendrían que pasar veinte años, durante los cuales sucedieron acontecimientos sorprendentes, para que ambas, reina y fundadora de las Concepcionistas, volvieran a encontrarse, en la ribera del Tajo; al abrazarse, en la nostalgia de aquel tiempo lejano, Isabel quiso hacer a la santa el regalo de aquella finca que se llamaba Palacios de Galiana, para las monjas de hábito blanco y azul. Faltaban más de trescientos años para que la Iglesia declarara dogma la Inmaculada Concepción.

Arévalo queda, pues, íntimamente asociado al primer decenio de la vida de Isabel la Católica; allí se dieron, en mezcla compensada, alegrías y desazones: en un extremo se encontraba la enfermedad mental de la madre, que cada día se abismaba un poco más en las nieblas de la inconsciencia —nunca es posible librarse de esa constancia de que siendo hija de loca, Isabel se vería condenada a ser madre de loca— y en el otro el cuidado de ese hermanito más joven, que no conseguiría alcanzar la madurez. Barrientos y fray Gonzalo, un poco en la distancia, cumplieron el mandato que se les diera buscando buenos educadores para los niños. De aquí data, sin duda, la especial vinculación de Isabel con la Orden jerónima y, de modo especial, con esa Casa de Guadalupe que aparece asociada a importantes acontecimientos de su reinado. Conviene adelantar que uno de sus frailes, Hernando de Talavera, desempeñará un papel de primera magnitud.

Aunque pueda parecer que incurrimos en disgresión, son precisas dos palabras para situar a los jerónimos en este contexto. Nacidos en Lupiana (Guadalajara) en torno a 1374 fueron Orden eremitoria exclusivamente española. Influidos indirectamente por la mística de santa Catalina de Siena, constituyeron el eje en torno al cual vino a producirse una gran reforma religiosa católica, apoyada en fuerte confianza en la capacidad de la naturaleza humana, dotada de libre albedrío y racionalidad abierta al conocimiento de las verdades esenciales, para alzarse hasta Cristo, su modelo de perfección. El Prado de Valladolid, Guadalupe, La Sisla y, posteriormente, Yuste y El Escorial son monasterios jerónimos. Basta esta enumeración para comprender de qué modo la Orden aparece vinculada a la monarquía católica española.

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