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René Belbenoit - Guillotina seca

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René Belbenoit Guillotina seca
  • Libro:
    Guillotina seca
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1938
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Guillotina seca: resumen, descripción y anotación

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RENÉ BELBENOIT Nacido en Paris el 4 de abril de 1899 un doloroso suceso - photo 1

RENÉ BELBENOIT. Nacido en Paris el 4 de abril de 1899, un doloroso suceso habría de marcar su vida para siempre: A los tres meses de haber nacido, su madre le abandonó para trabajar como preceptora de los hijos del Zar en la corte rusa.

Ante esta situación, el padre de René, que durante cuatro días por semana prestaba sus servicios como ferroviario en el tren que cubría el trayecto Paris/Orleans, confió el niño a sus abuelos, que poseían un pequeño restaurante cerca de la estación del ferrocarril. Hasta los doce años René fue un chico como los demás; nada en él hacía presagiar cuanto habría de acontecerle. La muerte de sus abuelos hizo que su custodia recayera en un tío suyo que se trasladó a Paris para regentar un Night club, el Café du Rat Mort, situado en la ya célebre Place Pigalle. En este café trabajaría como mensajero y repartidor de fuertes sumas de dinero procedentes de apuestas en las carreras de caballos. Pronto se dio cuenta de que en apenas una noche ganaba muchísimo más que su padre en todo un mes de trabajo.

En cierta ocasión la tentación pudo más y robó una elevada suma de francos. Luego, los acontecimientos se precipitaron. El mismo día que perdió su empleo, vejado por su tío y rechazado por su padre, estalló la primera guerra europea. Completamente abandonado, encontró una rápida salida para su situación: decidió enrolarse en el ejército y ser un combatiente.

Dos robos importantes acabaron por llevarle ante el juez, quien le condenó a varios años de trabajos forzados en un penal de Cayena —Isla del Diablo— perteneciente a la Guayana francesa donde en numerosas ocasiones intentó escapar antes de hacerlo con éxito en 1935.

De su experiencia en tan nefasto lugar logró extraer un legajo de papeles escritos, de unos catorce kilos de peso, que arrastraría consigo hasta alcanzar la ansiada libertad en los EE. UU. donde logro publicar su primer libro, Guillotina seca (1938), lo siguió con El infierno a la prueba (1940), la segunda parte de su percepción de injusticia y sus angustiosas aventuras.

En 1951 se trasladó a vivir a Lucerne Valley, California donde fundó la tienda Rancho de René. Murió de un paro cardíaco el 26 de febrero de 1959, a la edad de 59 años.

CAPÍTULO I

El traslado de los presidiarios sentenciados a la Guayana Francesa, a la prisión de concentración que se encuentra en una isla cerca de La Rochelle, para esperar el barco-prisión, se realiza en vagones-celulares, coches de ferrocarril que no contienen más que pequeñas celdas de ochenta y cuatro centímetros por un metro doce centímetros. En cada celda hay un prisionero con los pies fuertemente atados con cadenas y un pequeño banco; en la puerta cerrada con llave hay un panel corredizo por el que se pasa la comida. Hay tres guardias armados en cada vagón celular. Estos vagones, enganchados a trenes de pasajeros o de carga, llegan de todos los lugares del país hasta el punto central de La Rochelle, deteniéndose en las cárceles que hay en su camino para recoger a todos los hombres condenados al horror del destierro en la colonia penal de Sud América.

Después de permanecer dos días en prisión, fui llevado a Besançon para prestar declaración por el robo que había perpetrado en el restaurante de la estación de ferrocarril, que fue mi primer paso en la caída en el delito. La corte me sentenció a un año de prisión; mi presencia allí era un mero formulismo y la sentencia fue incorporada a mis ocho años de trabajos forzados.

Cuando el coche celular comenzó su tortuoso viaje hacia La Rochelle yo era su solo ocupante; a cada lado del angosto corredor había una hilera de diez celdas, en una de las cuales me senté encadenado y en total silencio. La siguiente parada era Arbois, la ciudad donde había vivido Pasteur. Dos de los guardias salieron y trajeron a un presidiario. Lo encerraron en la celda que estaba frente a la mía, corredor por medio.

—¡Absoluto silencio! O les voy a cerrar los paneles en la cara para que se ahoguen ahí dentro —ladró uno de los guardias—. Luego se alejó hasta el fondo del coche para reunirse con sus dos compañeros que estaban preparando la comida.

Comencé a hablar en voz muy baja con el recién llegado. Su cara, lo que de ella podía ver en el panel, era tosca y profundamente marcada; se llamaba Gury y le habían dado cinco años por robar. Me dijo que había cumplido varias sentencias y que había estado seis o siete años en las penitenciarías africanas como condamné militaire. En los años próximos yo iba a aprender el significado maligno que invariablemente iba asociado a los condamnés militaires africanos.

El coche-prisión se detuvo luego en Lons le Saulnier; llegamos en mitad de la noche y los guardias nos llevaron a la prisión de la ciudad, donde nuevamente nos encerraron en celdas. Cuando partimos a la mañana siguiente, había otros dos presidiarios más. Uno de ellos se llamaba Joanelly. Había sido condenado a diez años de trabajos forzados por violar a una mujer de setenta años. Decía que era inocente; trabajaba en una granja, y una noche en que estaba borracho, había entrado tambaleándose a una casa para buscar un lugar donde dormir; la anciana lo vio y comenzó a chillar; él le pidió que no gritara, que se iría, pero la mujer ante sus palabras se puso a chillar más fuerte, de modo que la agarró y la hizo callar poniéndole la mano en la boca, y en la lucha ambos cayeron al suelo porque él estaba horriblemente ebrio. Luego este hombre huyó dejando a la anciana en el suelo; a la mañana siguiente, cuando la policía lo arrestó, contó exactamente lo que había sucedido. Pero ellos no le creyeron porque la vieja tenía los muslos rasguñados. Este condenado también había estado en las penitenciarías militares del África y, lo mismo que Gury, tenía tatuajes en todo el cuerpo, lo que me pareció muy salvaje y grotesco. El otro presidiario se llamaba Moyse. Lo habían condenado a quince años de trabajos forzados por repetidos robos. Era un veterano de la guerra y dijo que tenía varias condecoraciones y algunas patentes por inventos mecánicos. Para financiar una nueva patente, nos dijo, había cometido el robo por el cual se lo enviaba a la Guayana.

En Dijon, la siguiente parada, recogimos a otro presidiario, de nombre Richebois; tenía cincuenta y cinco años y le habían dado ocho años por seducir a sus dos hijas y abusar de ellas, ambas menores de diecisiete años; era un degenerado empedernido. Así llegamos a Châlons sur Saône, donde nos encerraron en la prisión de la ciudad por dos días.

Nos pusieron a cada uno en celdas separadas. Me hallaba caminando de un lado a otro de mi celda, incansablemente, el primer día, cuando de repente una sucesión de golpes secos comenzaron a sonar sobre mi cabeza. «Allí hay alguien que me está telegrafiando», me dije. Tomé la gastada escoba que había contra uno de los rincones de mi celda, y con el extremo de la misma empecé a golpear el techo de mi celda a modo de respuesta. Sobre mi cabeza, nuevos golpes me advirtieron que la respuesta había sido captada. Escuchando con más atención pronto descubrí que el otro utilizaba una clave muy simple: un golpe para la A, dos para la B, y así sucesivamente con todo el alfabeto.

—¿De dónde viene usted?

—De París.

—¿Cuántos años?

—Ocho de trabajos forzados.

—¿Por qué?

—Por robo.

—¿Qué robó? ¿Se hizo rico con el robo?

—No. Robé un collar, pero lo devolví.

—¿Ha estado en la cárcel antes?

—No. ¿Quién es usted? —pregunté con mis golpes.

—Estoy en arresto. Tráfico de cocaína. ¿Su nombre?

—René Belbenoit. ¿Y el suyo?

—Georgette.

¡Georgette! ¿De modo que era una mujer la que estaba en la celda sobre la mía?

—¿Cuántos años tiene? —pregunté. Tal vez se tratara de una desgreñada bruja atrapada durante una operación de limpieza de drogas.

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