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ISBN 978-1-455-54145-4
E3-20191116-JV-PC-DPU
Si algo he perdonado, por vosotros lo he hecho […] para que Satanás no gane ventaja alguna sobre nosotros; pues no ignoramos sus maquinaciones.
—2 C ORINTIOS 2:10–11
S upongamos que recibimos un paquete de un servicio de mensajería urgente. Después de abrirlo, nos quedamos mirando el enorme sobre que lleva nuestro nombre escrito con caligrafía exquisita. Dentro, la invitación comienza con estas palabras:
Usted ha sido invitado a disfrutar una vida llena de miseria, preocupación y confusión.
¿Quién de nosotros accederíamos a una invitación tan escandalosa? ¿No estamos buscando el tipo de vida que nos mantiene libres de dolores y distracciones semejantes? Sin embargo, muchos de nosotros escogemos una vida así. No que tomemos esa decisión abiertamente, sino que, algunas veces, nos rendimos—incluso temporalmente—a la invitación de Satanás. Su ataque es continuo e incesante; ¡el diablo es persistente! Nuestro enemigo bombardea nuestra mente con cada arma a su disposición cada día de nuestra vida.
Estamos inmersos en una batalla; una batalla que continúa y nunca se detiene. Podemos ponernos toda la armadura de Dios, detener los avances del maligno y estar firmes sobre la Palabra de Dios, pero con eso no le damos fin a la guerra por completo. Mientras vivamos, nuestra mente permanecerá siendo el campo de batalla de Satanás. La mayoría de nuestros problemas están enraizados en patrones de pensamiento que producen los problemas que experimentamos. Aquí es donde Satanás triunfa; nos ofrece pensamientos equivocados a todos nosotros. Este no es un nuevo truco diseñado para nuestra generación; comenzó sus caminos engañosos en el huerto de Edén: “La cual dijo a la mujer: ¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto?” (Génesis 3:1b). Ese fue el primer ataque a la mente humana. Eva podría haber reprendido al tentador; pero en lugar de ello le respondió que Dios les había permitido comer de todos los árboles, excepto de un árbol en particular. Ni siquiera podían tocar ese árbol, porque si lo hacían, morirían.
“Entonces la serpiente dijo a la mujer: No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (vv. 4–5).
Este fue el primer ataque, y dio como resultado la primera victoria de Satanás. Lo que con frecuencia no tomamos en cuenta de la tentación y de la batalla que el enemigo libra en nuestra contra es que viene a nosotros engañosamente. Supongamos que le hubiera dicho a la mujer: “Come del fruto. Así traerás miseria, enojo, odio, derramamiento de sangre, pobreza e injusticia al mundo”.
Eva podría haber retrocedido y huido. La engañó porque le mintió diciéndole algo que la atraería.
Satanás prometió: “Seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal”. Qué cosa tan maravillosa y atractiva para la mujer. No estaba tentando a Eva a hacer algo malo; o por lo menos lo expresó de tal forma que lo que ella escuchó sonó bien.
Ese es siempre el atractivo del pecado, o de la seducción satánica. La tentación no es hacer algo malo, o causar daño o generar injusticia. Lo que nos atrae es que obtendremos algo.
La tentación de Satanás funcionó en Eva. “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella” (Génesis 3:6).
Eva perdió la primera batalla por la mente, y nosotros hemos seguido peleando por la nuestra desde entonces. Pero, como tenemos el poder del Espíritu Santo en nuestra vida, podemos ganar; y seguir ganando.
Dios victorioso, ayúdame a resistir los ataques de Satanás, quien ataca mi mente y hace que el mal parezca algo bueno. Te pido esto en el nombre de Jesucristo. Amén.
Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes.
—E FESIOS 6:12
–¿ P ero cómo pudiste hacer eso?—gritó Helen—. ¿Cómo pudiste hacer algo así?
Tom miraba fijamente con impotencia a su esposa. Había cometido adulterio, había enfrentado sus acciones pecaminosas y le había pedido a su esposa que lo perdonara.
—Tú sabías que estaba mal—dijo ella—. Sabías que era la traición máxima a nuestro matrimonio.