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Nosotros debemos luchar para que se ponga a la economía bajo tutela y para que ésta se someta a ciertos criterios que me atrevería a llamar éticos.
M ICHEL H OUELLEBECQ , «Última muralla contra el liberalismo», en El sentido de la lucha (Poesía)
Así pues, el autor de estos ensayos sigue esperando y creyendo que no está lejano el día en que el Problema Económico será relegado al lugar que le corresponde: el segundo plano.
J OHN M AYNARD K EYNES , Ensayos de persuasión
Prólogo
¿Quién se acordará de los economistas?
Nunca he comprendido la economía.
(Plataforma)
Teniendo en cuenta la extraordinaria, la vergonzosa mediocridad de las «ciencias humanas» en el siglo XX ...
(«Salir del siglo XX », Intervenciones)
En tiempos de Luis XV, para burlarse de los economistas y de sus complicados razonamientos, se referían a la «secta». La palabra es extraordinariamente justa: se trata, desde el principio, de una secta que repite un discurso hermético y confuso. Se la respeta porque no se la entiende. La secta reverencia las palabras abstrusas, la abstracción y las cifras. Se aceptan sus contradicciones.
Nuestra época está saturada de economía, más que ninguna otra. Y aunque huye del silencio, drogada con la música de los supermercados y los ruidos de los coches que giran sobre sí mismos, tampoco sabe arreglárselas sin los rebrotes del crecimiento, el desempleo, la competitividad y la globalización. Al canto gregoriano de la Bolsa, que sube y que baja, responde el coro de los expertos: empleo, crisis, crecimiento, empleo. Dismal science, decía el isleño Carlyle. Ciencia lúgubre. Diabólica y siniestra, la economía es la ceniza con que nuestra época cubre su triste rostro.
¿Quién se acordará de la economía y de sus sacerdotes, los economistas?
Dentro de unos decenios, de un siglo, antes quizá, parecerá inverosímil que una civilización haya podido conceder tanta importancia a una disciplina no sólo vacía, sino también absolutamente aburrida, así como a sus celadores, expertos y periodistas, graficómanos, pregoneros, barones y polemistas del pro y del contra (aunque lo contrario sea muy posible). El economista es el que siempre es capaz de justificar ex post por qué se ha equivocado por enésima vez.
Disciplina que de ciencia sólo tuvo el nombre y de racionalidad sólo sus contradicciones, la economía acabará revelándose como una increíble charlatanería ideológica que fue también la moral de una época. ¿No entendemos nada de ella? Tranquilicémonos: no hay nada que entender, como tampoco había que ver ropajes suntuosos cubriendo el cuerpo desnudo del rey. Que un premio internacional, bautizado «Nobel» por quienes usurpan su nombre –banqueros autopromovidos que dotan el premio homónimo–, fuera concedido en nombre de chismorreos adornados con ecuaciones a buscadores de quimeras, parecerá algún día tan extraño, o al menos tan similar, como poner en un libro traducido a doscientos idiomas una faja que diga que el autor tiene el récord de mayor abridor de botellas de cerveza con los dientes. Y los libros de economía no merecerán ya ni siquiera la crítica roedora de los ratones.
Pero nadie ha olvidado a los casuistas. Si Pascal no hubiera escrito Las Provinciales, ese texto tan alegre como violento, ¿quién se acordaría de los casuistas? Lejos de nosotros la intención de comparar a los razonadores jesuitas con los economistas –¡San Ignacio de Loyola ni siquiera se parece a Walras!–, pero sin la obra de Houellebecq nadie se acordará ya de la economía ni de esos extraños casuistas que habrán sido los economistas.
Para Houellebecq economista hay dos razones y un origen.
La razón menor: como Pascal a propósito de otra casta dañina y respondona, Houellebecq saca a los economistas de la nada y les regala el tiempo que dure su obra. Él cree en su duración. Y no se equivoca. Su fama rescatará la ideología de la competencia como la de Homero rescata todavía los clamores del combate bajo las puertas Esceas de Troya. Recuerda a Marx, a Malthus, a Schumpeter, a Smith, a Marshall, a Keynes y a otros. Habla de competencia, de destrucción creadora, de productividad, de trabajo parasitario y de trabajo útil, de dinero, de muchas otras cosas, y habla de todo esto mejor que los economistas, porque es escritor.
Todos los escritores dignos de este nombre harán mejor psicología que Freud, que sabía escribir, y mejor sociología que el querido Bourdieu, que no sabía. No hablemos de filosofía: ningún filósofo puede pretender alcanzar ni la centésima parte de verdad que hay en una gran novela; además, ningún filósofo honrado se entretendría diciendo lo contrario. Véanse, entre un millar de ejemplos, las pamplinas del aparatoso Deleuze a propósito de Kafka. D’Artagnan, guindilla de tres al cuarto, vivirá tanto como Los tres mosqueteros, el Gran Inquisidor tanto como Los hermanos Karamázov, y Joseph Alois Schumpeter, pedestre ministro de Economía y vago teórico de la innovación, tanto como El mapa y el territorio.
La razón mayor es más noble. Siempre buscaremos en los escritores, y en particular en los novelistas, un fragmento de la verdad de este mundo al que somos arrojados y que nos angustia. Ellos saben hablar de la muerte, del amor y la desdicha; más raramente, de la infelicidad, que los economistas quieren cuantificar con el PIB y los altereconomistas sugieren altercuantificar.
Lo que los economistas y los psicosociólogos abstrusos se esfuerzan en vano por extraer de nuestra vida para restituírnoslo con cantidades industriales de teorías y cifras, haciéndonos masticar en debates radiofónicos o televisivos algo que recuerda el serrín mezclado con ceniza, Houellebecq nos lo ofrece bajo la exquisita forma de novelas o poemas. Cada obra suya filtra y purifica toneladas de papel amontonadas en millares de bibliotecas «eruditas».
No conozco nada de Michel Houellebecq, solamente sus libros. Pero he oído decir que sabía un poco de informática, lógica y ciencias naturales. Sus obras abundan en referencias académicas. Informático como es, no le es indiferente un algoritmo al que por definición se asocia el concepto de optimalidad (eficacia o eficiencia), caro a los economistas; era normal que sintonizara con el hiperracionalismo de la economía y su forma binaria útil para la omnipresente ley de la oferta y la demanda de ver las cosas («¿Sube el precio? Quiero menos. ¿Baja? ¡Quiero más!»).
Para entender la vida, los economistas no dejan de eliminar lo que contiene: la sal, el amor, el deseo, la violencia, el miedo, el terror, en nombre de la racionalidad de las conductas. Acosan, para destruirla, esa «emoción que suprime la cadena causal».
Han construido una economía del crimen en la que los bandidos racionalizan su comportamiento criminal y sus previsiones de riesgos en función de sanciones probables y de botines futuros. Han inventado una optimización del número de hijos para que las familias oscilen entre pocos hijos de buena calidad y muchos de mala. (Rigurosamente cierto: incluso se concedió ese premio llamado Nobel al idiota que parió la ocurrencia, Gary Becker.)
Ni siquiera se dejó en paz a la Muerte cuando otro premio Nobel, Gérard Debreu, explicó que el gran reto de las sociedades era la prolongación de la vida de los muy ancianos: ¿había que desenchufarlos ya, para que la Seguridad Social ahorrase dinero, o había que mantenerlos a toda costa en la periferia del otro barrio para crear empleos de cambiadores de pañales sucios? Son cosas que hay que meditar bien...
Un tercero, y pronto premio Nobel (Larry Summers), sugirió, partiendo del mismo esquema, que era mejor verter los productos contaminantes del Norte en los países del Sur, sobre todo de África, y que eliminaran a sus habitantes –básicamente negros y muy poco productivos–, que conservarlos arriba para que eliminaran a los lugareños –básicamente blancos y mucho más productivos–. La humanidad ganaría mucho desde el punto de vista de la renta mundial.