Annotation
Las memorias de Robert Leckie constituyen uno de los más apasionantes relatos de un testigo directo de la Segunda Guerra Mundial. En Enero de 1942, poco después del ataque japonés a Pearl Harbor, se alistó en el cuerpo de marínes de los Estados Unidos. En Mi casco por almohada narra su odisea, desde el durísimo entrenamiento en Carolina del Sur hasta las feroces batallas de la campaña del Pacífico.Encuadrado en la 1ª división de marines, Leckie partició en las brutales acciones de Guadalcanal, Nueva Bretaña y Peleliu, donde se produjeron algunas de las luchas más encarnizadas de toda la guerra.
ROBERT LECKIE
MI CASCO POR ALMOHADA
Memorias de un marine en la guerra del Pacifico
A los que cayeron
PARTE UNO
INSTRUCCIÓN
La batalla del Tenaru
21 de Agosto de 1942
por Robert Leckie
Mi casco por almohada
un poncho por lecho,
sobre el pecho cruzado el fusil,
las estrellas girando en el cielo.
El susurro del kunai,
el murmullo del mar,
la suspirante palmera y la noche tan calma
no revelan ningun enemigo.
¡Oíd!, en la orilla del río tan silenciosa
hombres que dormis
ese grito extranjero al otro lado del arrroyo.
¡Arriba!¡Disparad al sonido!
Barriendo el banco de arena
que bloquea el Tenaru
al grito de banzai una hueste
jura destruir a los pocos que somos.
¡A los fosos y trincheras!
¡Matadlos con fusiles y cuchillos!
Alimentadlos de plomo hasta que mueran
y sus esposas se queden viudas.
Hijos de las madres que os dieron
el honor y el don del nacimiento,
golpead con el cuchillo hasta que sangre y vida
corran por la tierra.
Marines, mantened la fe en vuestra gloria,
proteged vuestra temblorosa trinchera.
La instrusa caricia del acero nipón
no puede penetrar en vuestra calma
Se acercan, atacan todos aullando,
sus pechos son blancos grandes.
El arma debe temblar,las balas hacer
una masacre de su ataque,
Rojos son los trazadores,
amarillos los proyectiles que estallan,
ronco es el grito de los hombres que mueren,
agudos los gemidos de los heridos.
¡Dios, cómo retrocede asustada la noche!
Chilla con chispas naranjas.
La sacudida del mortero y el estrépito del cañon
han crucificado la oscuridad.
Caen, los enemigos vacilantes
bajo nuestras armas yacen amontonados.
Con el resplandor verdoso de las bengalas
vemos la cosecha conseguida.
El primer feroz asalto
ha sido roto y contenido.
¡Martilleados y heridos,desde pozos y trincheras,
nos alzamos al ataque!
El día estalla pálido desde el cañon de un arma,
la vacilante noche ha huido.
A la luz del amanecer el enemigo ha trazado
una línea tras sus muertos.
Nuestros tanques traquetean,
asoman nuestros fusileros.
Sus corazones han conocido nuestra bayoneta.
Todo termina con un grito.
"¡Alto el fuego!"Las palabras resuenan
sobre las montañas de muertos.
La batalla está ganada, el Sol Naciente
yace acribillado en la llanura.
San Miguel,ángel de la batalla,
te alabamos ante Dios en las alturas.
El enemigo que nos diste
era fuerte y valiente
y no temía la muerte.
Háblale al Señor de nuestros camaradas,
muertos cuando la batalla parecía perdida.
Fueron a recibir una brillante derrota:
el holocausto del héroe.
Falsa es la alabanza al vencedor,
vacío nuestro orgullo vivo,
Para los que cayeron no hay infierno,
tampoco para los valientes que murieron.
CAPÍTULO 1
Un viento cortante barría Church Street el triste amanecer del 5 de enero de 1942. Aquél fue el día en que me marché de casa para unirme a los marines de Estados Unidos.
Todavía no hacía cuatro semanas que estábamos en guerra con Japón. Pearl Harbor era una auténtica tragedia, una humillación amarga y ardiente. En los labios de todos sonaban canciones bélicas compuestas a toda prisa, pero su intenso patriotismo no compensaba su falta de melodía y brío. La histeria parecía agazaparse tras los ojos de todo el mundo.
Pero nada de todo aquello significaba mucho para mí. Yo sólo era consciente de tener a mi padre a mi lado, resistiéndose como yo al viento. Podía sentir la herida en mis partes, todavía roja, todavía dolorosa. Me habían quitado los puntos de sutura hacía unos días.
Quise alistarme el día después de Pearl Harbor, pero los marines insistieron en que tenía que circuncidarme. Me costó cien dólares, aunque no recuerdo haber pagado al médico, pero sí estoy seguro de que pocos hombres jóvenes fueron a la guerra en esos días aciagos con la misma cicatriz que yo.
Habíamos cruzado la llanura de Jersey, en la línea de tren de Erie, y luego cruzamos el río Hudson en ferry hasta llegar al centro de Nueva York. Durante el desayuno había reinado el silencio en casa. Mi madre estaba levantada y trabajando; no lloró. No fue una despedida de las que encogen el corazón, ni fue emotiva ni decidida… No hay palabras para describirla.
Aquella despedida fue como tantas otras cosas en esta guerra que causó heroicidades sin cuento, pero ni una sola canción conmovedora: simplemente fue resignación. Ella me siguió hasta la puerta con ojos tristes y dijo: «Que Dios te proteja».
Durante el viaje por la llanura mantuvimos silencio y también nos despedimos sin palabras delante de las puertas giratorias de bronce del número noventa de Church Street. Mi padre me abrazó rápidamente y, con la misma rapidez, volvió el rostro y se marchó. El portero irlandés me miró de arriba abajo y sonrió.
Entré y me enrolé en los marines de Estados Unidos.
El capitán que nos tomó juramento redujo la ceremonia al mínimo.
Todos levantamos la mano. La bajamos cuando él bajó la suya. De esta forma supusimos que ya éramos marines.
El sargento mayor de artillería que se convirtió en nuestro pastor momentáneo nos dejó las cosas más claras. Aquellas blasfemias tan elaboradas que acabarían por resultarme tan familiares surgían de sus labios con la consumada facilidad de quien se ha pasado toda una vida maldiciendo. Conocería a sus maestros muy pronto. En aquel momento, mientras nos hacía cruzar el río hasta Hoboken donde nos esperaba el tren, parecía no tener parangón con nadie, pero fue lo suficientemente amable y considerado para despedirse de los treinta o cuarenta reclutas que subimos al tren.
Se plantó a la cabeza de nuestro vagón: un hombre de mediana edad y delgado, si bien una incipiente barriguita amenazaba con restarle parte de su elegancia. Llevaba el uniforme azul de los marines. Encima, la estrecha chaqueta reglamentaria color verde bosque. El verde y el azul siempre me habían parecido una extraña combinación de colores y así me lo pareció también entonces: el chillón azul claro y oscuro del uniforme de marine cubierto de un suave y tranquilizador verde.
—Vuestro destino no será fácil —dijo el sargento de artillería—. Cuando lleguéis a Parris Island, descubriréis que las cosas son bastante diferentes a lo que habéis vivido hasta ahora. ¡No os gustará! Pensaréis que nos estamos pasando. ¡Pensaréis que son estupideces! ¡Pensaréis que son el puñado de hombres más crueles y retorcidos con los que os hayáis topado jamás! Voy a deciros una cosa: ¡os equivocaréis! Si queréis ahorraros un montón de quebraderos de cabeza, escuchad lo que os digo: ¡haced todo lo que ellos os digan y mantened la bocaza cerrada!