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Robert Proctor - Narraciones del viaje por la cordillera de Los Andes

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Robert Proctor Narraciones del viaje por la cordillera de Los Andes
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    Narraciones del viaje por la cordillera de Los Andes
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Narraciones del viaje por la cordillera de Los Andes: resumen, descripción y anotación

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La narración de un viaje a través de la cordillera de Los Andes y de la residencia en Lima y otras partes del Perú en los años 1823 y 1824, es un documento de gran valor histórico. Es la narración del viaje que realizó el autor, funcionario inglés, en 1823, desde Buenos Aires, pasando por Mendoza y Santiago de Chile y terminando en Lima, donde vivió varios meses. En ese tiempo conoció a San Martín y Bolívar, se vio inmerso en la vida social de la decadente Lima de 1824 y asistió al nacimiento de una nación independiente, de lo que da testimonio.

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CAPÍTULO I

EMBARQUE EN GRAVESSEND Y ARRIBO A BUENOS AIRES.— PREPARATIVOS PARA CRUZAR LA CORDILLERA DE LOS ANDES.

El 8 de diciembre de 1822 nos embarcamos en Gravessend, a bordo del bergantín Cherub cargado con 206 toneladas de mercaderías para Buenos Aires. La familia se componía de mi esposa, un niño y dos sirvientas y un criado. Tuvimos feliz viaje de nueve días hasta la bella isla Madeira, donde empezó a pasársenos el mareo y disfrutar la serenidad y calor del clima benigno, después de los vientos borrascosos y helados, propios de la estación en la bahía de Vizcaya.

El 23 de diciembre vimos de lejos el pico de Tenerife y la isla Palma, levantándose como montaña inmensa del seno del Océano; la cima elevada cubierta de nieve, se veía claramente arriba de un amontonamiento de nubes que obscurecía la base.

El l.º de enero de 1823 habíamos llegado entre Fogo y Santiago, dos de las islas de Cabo Verde, y, reinando calma todo el día, tuvimos tiempo sobrado de contemplar el cráter temible de la primera, quieto e inofensivo a la sazón.

Pasamos el Ecuador el 14 de enero celebrándose la ceremonia de la visita de Neptuno para bautizar a quienes por primera vez lo cruzaban. Ese día se produjo a bordo una querella, tan seria en el resto del viaje, que hizo nuestra situación muy desagradable: el barco, por otra parte, aunque casi nuevo, hacía tanta agua que los hombres se ocupaban constantemente en las bombas. Este trabajo aumentaba el mal humor de la tripulación excitado ya por el genio impetuoso del capitán. Para nuestra gran satisfacción, el 5 de febrero doblamos el Cabo Santa María, a la entrada del Río de la Plata, y desembarcamos felizmente en Buenos Aires, cuatro días después.

Buenos Aires ha sido tan a menudo y exactamente descripto, que por mi parte sería superfino incurrir en una simple repetición. Fuimos cordialísimamente recibidos por las familias inglesas allí residentes: en verdad nos trataron tan agradablemente durante nuestra visita que empecé con disgusto los preparativos para dejar la sociedad más agradable de Sud América. Sin embargo, se venía encima el invierno cordillerano y era tiempo oportuno de pensar en salir para nuestro destino allende los Andes.

Como éramos muchos, vime obligado a adquirir carruaje para transportar las mujeres y un carro para el equipaje. El primero era vehículo liviano de dos ruedas, con entrada por detrás, muy semejante a los carros usados en la actualidad para cortas distancias en Londres: se llamaba carretón. La carretilla era una máquina extraña con toldo de cuero, y dos grandes ruedas sin llantas.

En seguida contraté un correo del Gobierno. Estos hombres, criados en el camino de Buenos Aires a Valparaíso, se hacen cargo del manejo completo de la jornada y son responsables de todo. Se les paga cien pesos hasta Mendoza y cincuenta más a Santiago. Contratado uno a mi satisfacción, inmediatamente se puso a la obra de buscar peones, que se consiguen a veinte pesos por viaje, y, ayudado por ellos, el correo procede a aprontar los carruajes para la jornada. Con este objeto remojan cueros vacunos hasta ablandarlos por completo y luego los cortan en tiras delgadas envolviendo con ellas los rayos de las ruedas, las varas y los elásticos. Esta envoltura se contrae tanto al secarse que se adhiere fortísimamente, y no sólo refuerza las diferentes partes, sino que impide a la madera de las ruedas calentarse en las junturas.

Como los lujos y algunas cosas necesarias son escasísimos en el camino, se acostumbra llevar algún vino, aguardiente, bizcochos, y yerba mate del Paraguay que reemplaza al té. La consumen los peones y se tiene por especialmente refrescante para la fatiga. Llevábamos también paquetes de cigarrillos y de azúcar para regalos y así asegurar la buena voluntad de los habitantes en el viaje.

Los carruajes, en vez de varas, tenían pértigo con travesaño en la punta, agujereado en ambos extremos, al que se atan con soga de cuero caballos muy ariscos, prendida en la argolla del recado, y la soga se pasa varias veces por el agujero del travesaño. Cada caballo va montado por un peón y no se usa más arnés que recado y brida; los animales van atados al carruaje solamente con la soga; de modo que tiran enteramente a la cincha. Es excelente disposición para la clase de caballos usados en el camino desde que, por mañeros que sean, no pueden volcar el carruaje, y un caballo que se abalance, cocee y aun se caiga, no sacude materialmente el vehículo.

Los peones son hombres incultos, pero diestrísimos jinetes. Usan poncho y botas de potro que se ponen mojadas, cosiéndolas en la punta del pie. Son muy durables y suaves y también calzan mejor de lo que se esperaría; sobre estas botas llevan espuelas de hierro tremendamente grandes, que son castigo horrible para los caballos. He visto sus ijares, cuando llegan, completamente perforados e hinchados como esponjas, y también he rastreado carruajes por la sangre que mana de las heridas.

El 19 de marzo fuimos despertados por el galope de caballos en la calle y el ¡Alto, quién vive! de centinelas; por la mañana supe que una partida alzada de hombres armados entró en Buenos Aires durante la noche, aprovechando la ausencia de las tropas regulares (que habían sido enviadas a expedicionar al Sur) para intentar una contrarrevolución. El objeto fracasó casi inmediatamente, pues fueron rechazados de la ciudad con alguna pérdida; pero la mañana del 20 se suspendieron todos los negocios y no se permitió a nadie abandonar la ciudad: los militares estaban sobre las armas y el cañón en la Plaza. Temíamos mucho tener que demorar algunos días por este suceso imprevisto, pero, como pronto volvieron la calma y confianza, se nos permitió partir como a las 11 a. m. del 20.

II

PARTIDA DE BUENOS AIRES.— DESCRIPCIÓN DEL CAMINO.— LA PRIMERA POSTA.— CENA Y MANERAS DE LOS PEONES.— TROPAS DE CARROS.— UNA TORMENTA.— LÍMITE DE BUENOS AIRES.

Salimos de Buenos Aires a todo galope, pues los caballos no tienen otro andar que éste o el tranco. El camino afuera de la ciudad es infamemente malo y sería imposible evitar que en él volcase una diligencia inglesa; pero, como nuestro carruaje era bajo, no parecía haber peligro y el correo era siempre muy precavido al pasar los lugares muy ásperos, principalmente por temor de romper los elásticos de cuero retorcido, mucho más a propósito para estos caminos que si fueran de hierro. En una o dos leguas afuera de la ciudad se recorre campo cultivado en parte, con cercados de tunas y pitas; también notamos montes de durazneros, casi los únicos árboles que crecen en los alrededores de la ciudad, y se utilizan para hacer leña. Muy pronto empezamos a dejar todo signo de cultivo o población, exceptuando aquí y allá algún rancho solitario revocado con una especie de argamasa compuesta de paja y barro. El país es en general salvaje, cubierto de altos cardos; mientras el camino estaba lleno de pantanos, generalmente cegados, parte con la osamenta de algún animal muerto al intentar salvarlo y parte con otros huesos que se encuentran por todo y se arrojan para dar un poco de solidez al camino.

Siguiendo más adelante, el país empieza a mejorar; el terreno, aun en esta estación seca del año, se cubría de pasto que alimentaba cantidades inmensas del ganado que vaga por los campos hasta donde alcanza la vista. Esta es realmente la parte más interesante de todo el camino a Mendoza, cubierto el campo con trébol tan lindo que a menudo me figuraba cabalgar por un campo comunal de Inglaterra, sembrado de este pasto lozano. Los montes de durazneros plantados cerca de las viviendas de estancieros, esparcidas en las lomas, presentaban el paisaje más bien con aspecto de parque.

Esta tarde vadeamos un arroyo de márgenes muy empinadas y los caballos encontraron mucha dificultad para sacar el vehículo. El campo, por otro lado, estaba cubierto de abrojos que los peones atropellaban resueltamente pues no había camino. Luego empezó a obscurecer, pero vimos la luz de la posta mucho antes de llegar, y nuestro arribo fue anunciado por ladridos de una innumerable jauría de perros bravos y mansos. Antes de allegarnos a las casas fuimos a algunos corrales de altos cercos abiertos con grandes postes torcidos y unidos entre sí por guascas; en estos corrales se encierra el ganado por la noche; un corral separado se destina a las vacas, caballos, ovejas, etc. La posta era muy respetable, consistente en habitación espaciosa en que se abría directamente la puerta y servía de sala y dormitorio para la familia, mientras a nosotros se nos acomodó en dormitorio separado, con tarimas de madera en que tendimos las camas. Encontrando que solamente conseguiría una habitación para mi familia durante todo el viaje, con nosotros, y con esté propósito zanjé la dificultad; resolví que las dos sirvientas durmiesen en el cuarto de este modo: las mujeres se metían primero en cama, y cuando se hacía la señal convenida de apagar la vela, yo solía entrar y desvestirme. Por la mañana me levantaba antes que el cuarto se alumbrase.

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