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Omar Gámez Navo - Voy a dar un pormenor

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Omar Gámez Navo Voy a dar un pormenor
  • Libro:
    Voy a dar un pormenor
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2014
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Voy a dar un pormenor: resumen, descripción y anotación

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OMAR GÁMEZ NAVO Nació el 9 de agosto de 1978 en Navobaxia Son Realizó - photo 1

OMAR GÁMEZ NAVO. Nació el 9 de agosto de 1978 en Navobaxia, Son. Realizó estudios en la escuela de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Sonora. Ha participado en diversos encuentros de literatura en la Ciudad de México, Veracruz, Hermosillo y Chiapas. Ha colaborado en el semanario De acá, en diario El Heraldo de Chiapas, en las revistas Lengua Rock, Altanoche y Pez Banana, así como en la revista electrónica www.mamborock.com, entre otras. Fue editor de la revista literaria La Jeringa, que circuló a inicios del presente siglo en Chiapas. Apareció en una tercia de compilaciones de narrativa. Es autor de dos poemarios y un libro de cronicuentos. Es conductor de los programas de radio Mamborock radio, en www.liberaradio.com y en Radio literatura, que transmite por Radio Universidad 107.5 F. M. Es integrante del grupo poético-musical Rod Dumora. En breve aparecerá un libro de poemas de su autoría titulado «Rumor de aquellos pasos» (Unison).

A la memoria de Norma Alicia Pimienta Con una pata de catre no podía ser con - photo 2

A la memoria de Norma Alicia Pimienta

Con una pata de catre, no podía ser con otra cosa ni de otra manera

Todo empezó cuando aquel cholo se pasó de lanza con tu prima. Le puso unas pastillas en la cerveza y abusó de ella, la golpeó y aruñó mientras ella estaba bien botada e inconsciente por tanto neopercodan y cerveza. La morra duró un buen rato sin cotorrear porque se agüitó bien machín. Casi dos meses se la pasó encerrada y llorando, bien calladita.

Ella solo te lo dijo a ti, por eso no invitaste a nadie cuando fuiste a buscar al bato ése que la mancilló.

Te la llevabas muy bien con tu prima la Mine, eran bien fraternos, por eso hasta consideraste que le ayudarías a un buen amigo, además que ella te lo platicó a ti solo. Si te lo hubiera dicho frente a más gente sería como pedir el paro a todos los que escucharon. Pero estaban solos cuando te pidió la esquina, el favor. Tal vez la Mine le daba placa hablar de su pena con los demás. Porque una cosa es rolar con los compas porque ella quiere y otra es que se pasen de lanza en mal plan.

La Mine estaba bien triste y soltó las lágrimas cuando te platicó la acción y te pidió que le hicieras el paro de pegarle una calienta al bato abusón. No hay pedo, morra, a ver qué hago, le dijiste.

Ella siempre te sacaba del apuro cuando necesitabas algo; si no podía ayudar con tus broncas, mínimo te escuchaba o te decía a quién podías recurrir para salir de los líos.

Estuviste pensando como tres días la manera en madrearte al bato ese.

Tenía que dolerle y acordarse para siempre que con morras como la Mine no hay que pasarse de lanza.

Te fuiste a las cantinas a pistear y ver a los batos que ahí llegan a embriagarse. Buscabas al que trajera la mejor cicatriz visible para marcarle una igual al bato pasado de lanza. Te gustaron tres que viste entre el humo de cigarros y la peste a orines de las cantinas: dos que eran como relámpagos negros tatuados en la cara y una en el pecho hinchada como gusano chamuscado, que traía uno con la camisa desabrochada que tenía la piel tostada como la de los pescadores.

También escuchaste muchos corridos norteños de esos donde suceden tragedias y venganzas. Sacaste algunas ideas de las canciones: Quemar la casa donde vive el fulano: llenarla de gasolina y tirarle un fósforo. No importando quién estuviera dentro. La maldad a veces se lleva entre las patas a familias enteras, pensaste.

Agarrarlo en la calle taparle la boca para que no grite; llevártelo a terreno y meterle agujas en las uñas de pies y manos.

Amarrarlo a un guacaporo o a un sahuaro en el monte hasta que lo doblara la sed y ponerle miel para que se lo comieran los insectos a piquetazos.

Pedir prestado un caballo, amarrar al cabrón éste de pies y manos para arrastrarlo, por entre las choyas y cardos hasta que ya no respirara.

Creías en esa justicia porque la otra llevaba mucho tiempo en lograrse. Además que si tu prima o tú se quejaban con las autoridades de lo que le hicieron a ella, ustedes resultarían culpables; les desempolvarían broncas en las que habrán participado tiempo atrás, o los detendrían nomás por la facha.

Llegado el momento de ir a buscar al fulano, volteaste a ver el sol rojo que anunciaba el fin del día y agarraste camino. Eso sí, antes te empujaste unas ribotril y te llevaste dos botellas de aguardiente. Caminaste toda la noche por canales, drenes y sembradíos. Paraste en la ranchería con los tiradores de ahí para comprar más ribotriles para el acelere. No podrías hacer ese jale calmado. Necesitabas el acelere que al que inducen esas ruedas.

Se te voló la cabeza a otro planeta y te aturdiste mucho. Creiste sangrar de las piernas de tanto caminar en la oscuridad.

El pueblo donde vivía el cholo no estaba cerca. Hubo que caminar muchas veredas con espinas y salitre. Te quedaste dormido un par de veces, o tal vez no dormido, tal vez pausado como grabadora; porque tu cerebro y el cuerpo no soportaron por momentos la intoxicación por tantos químicos que los adentros no reconocen fácilmente, por la alta capacidad que tienen de enervar y extraviar el cuerpo, los pensamientos y algunos movimientos básicos.

Eso sí, la venganza dio vueltas en todos tus pensamientos; de eso estabas más que seguro. No la pensaste mucho, determinaste que si tu vida no valía nada, la de los demás tampoco debería importar. Sobre todo aquella vida del que se mete con los que quieres y respetas, como en este caso.

Llegaste al caserío y te escondiste en la oscuridad, en una casa abandonada a la orilla del camino principal. Quisiera decir que oliste la muerte, que supiste, por la noche espesa, que habría mucha violencia; pero no… las cosas sucedieron como tú las planeaste: con la cabeza fría, con el instinto salvaje con el que creciste tú y otros tantos en esos ranchos olvidados y polvorosos.

Sabías que al animal se le debe latiguear o maltratar para que haga caso; como los cintarazos que te deban los viejos cuando cometías errores; como las rencillas entre familias de los pueblos que suelen cobrar algunas vidas… Así tenías que cobrar la venganza con el bato que maltrató a La Mine.

Un niño te dijo dónde vivía al que buscabas, apenas te entendió cuando se lo describiste. «Pero no ha llegado. Anda en el trabajo, el camión que los trae llega como a las diez». Agradeciste la información dándole los cigarros que te quedaban.

Caminaste en la oscuridad y entre los árboles hasta que llegaste a la casa del bato; observaste todo desde atrás de las ramas, movido solo por la rabia y la venganza. Las drogas te quitaron el sueño y el cansancio y te mantuvieron alerta en esos momentos de cacería.

Una doña salió de la casa iluminándose con una lámpara de mano para juntar ropa de un tendedero. Maldijo a los perros que le ladraron: «Pinches perros, quién les da de comer, vayan a ladrarle a su chingada madre… en vez de cuidarla a uno. Ve nomás.»

Cuando la doña encendió la hornilla para recalentar la comida y echar las tortillas comal, calculaste que no tardaban en llegar los trabajadores.

El camión llegó al caserío tocando el claxon que parecía decir «ya llegamos, tenemos hambre y venimos cansados.»

En tu mano había una soga con un nudo marino en una de sus puntas. Te orinaste en los pantalones sin sentir pena, antes que levantarte a mear; no querías que nadie te viera rondando. Sabías que no hay oscuridad más delatora que la del campo abierto: cualquier movimiento hubiera provocado un alarmado aleteo de pájaros de monte.

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