Uno es el conjunto de sus vivencias y de quien se rodea. De hecho, de quien te rodeas depende que tus circunstancias sean unas u otras.
Yo no sería quien soy, ni habría vivido lo que he vivido sin mis padres, mi hermano, mis abuelos y el resto de mi familia, mis amigos, todos los que me demuestran su cariño cada día sin conocerme y los compañeros de profesión que me han acompañado durante estos años. Son con quienes he compartido muchas de estas aventuras.
Cada uno vive las suyas propias. Todas dignas de ser contadas o escritas, leídas o escuchadas y que, sin ninguna duda, superarán en muchos aspectos a las que yo he recopilado en estas páginas.
Estas historias que, al fin y al cabo, son las mías.
Pero sobre todo, hay una responsable de mis circunstancias: mi abuela Magdalena, en mi memoria todos los días, sin cuyo amor y apoyo incondicional en todo y también para que yo me dedicara a lo que me dedico, no habría vivido nada de lo recorrido.
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UNA VOCACIÓN MENOSPRECIADA
Empecé a sospecharlo cuando leí en uno de esos rankings que se publican que la profesión de reportero era la peor valorada, solo por detrás de la de leñador. Y ahora puedo comprobar cada día que mi profesión no está valorada como humildemente considero que debería estarlo. Cada vez que se me acerca alguien con la mejor de las intenciones y se propone dedicarme unas bonitas palabras en plan homenaje, consigue justamente lo contrario. Vamos, que la caga totalmente. Y no me refiero a eso de: «Eres mucho más guapo en persona» .
¡Vamos a ver, señora! Trabajando en la tele ¡eso es lo más horroroso que puede decirme! Y, encima, hay que dar las gracias. Pero no, no me refiero a eso. Me refiero a esas personas que te abordan, con una sonrisa en la boca, te piden permiso (o no) para darte dos besos, incluso que te hagas una foto junto a ellas, porque siguen tu programa, y cuando más feliz y reconocido te sientes, te la clavan pero bien. Ellas no lo saben ni lo hacen con mala intención, pero te la clavan.
Algunas veces se produce mientras estás posando con ellas en un selfie . Lo dicen entre dientes por aquello de no perder la pose. Y otras, cuando ya te han dado el beso, el abrazo, la mano o el golpecito en la espalda. Esas ocasiones son las peores porque cuando ya vas a despedirte y agradeces el cariño que te han regalado, lo sueltan: «Ay, de verdad, con lo majo que eres y lo bien que lo haces, ojalá dejes de estar en la calle. A ver si te hacen colaborador y te vemos en el plató». Y a continuación añaden dos variantes: «Pobrecito, con el frío que hace» (versión otoño-invierno) o «Pobrecito, con el calor que hace» (versión primavera-verano).
Vamos a ver, esto viene a ser lo mismo que cuando estás tan a gusto soltero y te sueltan lo de: «Ay, pobre, no te preocupes, que ya te llegará...».
¿Ya te llegará el qué?, ¡si yo no quiero que me llegue nada!...
Pues eso, que debe de ser lo mismo. Yo estoy feliz, muy feliz de estar en la calle pasando calor en primavera y verano y frío en otoño e invierno. Y no, no quiero ser colaborador (aunque no diría que no a un intercambio de sueldos). A ver, no me malinterpreten que acaban de empezar a leerme, de ahí que no les tutee, y no quiero que se lleven una mala impresión.
No es que el trabajo de colaborador me parezca nada malo. Todo lo contrario. Quizá yo no serviría para eso. ¡Qué digo!, yo no serviría como colaborador de un programa como Sálvame , donde el verdadero mérito lo tienen mis compañeros colaboradores, que se entregan de la manera que lo hacen: en cuerpo y alma. Lo que vengo a decir es que yo soy feliz, disfruto con mi puesto como reportero. Un puesto que ¿ya he dicho que no está justamente valorado?
Solo mis colegas de profesión saben la de horas que pasamos esperando y esperando y esperando para quizá no conseguir ningún fruto. Viviendo sin horarios, comiendo cuando y como se puede, sin saber si mañana dormirás en tu casa o si ahora mismo debo dejar de escribir estas líneas porque tengo que coger un avión. Viviendo pegados a un teléfono móvil. Juro que cada cierto tiempo tengo que cambiar la melodía porque en ocasiones le oigo «cantar» aunque nadie me esté llamando. Incluso cuando tenemos más que acordada una entrevista puede ocurrir cualquier cosa para que no llegue a realizarse. Por ejemplo, que entren dos encapuchados en la casa del entrevistado. Sí, eso mismo me ocurrió estando en la casa de José Luis Moreno. Cuando ya había pactado una entrevista con el productor y empresario y estaba esperándole en uno de los salones de su casa, recibí la llamada de su secretaria: «Omar, perdóname pero ha surgido un imprevisto. No sabes lo que lamento decirte que tenemos que posponer la entrevista. Me sabe fatal pero han entrado dos encapuchados en la casa y José Luis se encuentra en estos momentos con la Guardia Civil». Como comprenderán, tanto mi cara como la excusa fueron más que entendibles. Dos días después haría una conexión en directo con él para que relatara el suceso de primera mano y desde el lugar de los hechos. Por suerte a Moreno no le ocurrió nada y nuestro directo quedó muy bien.
Pero igualmente no se nos valora. Nuestros propios jefes, tampoco. ¿Es justo haber pasado horas, días, semanas para conseguir una información y cuando llega el momento de darla, tener que contarla a la velocidad que Christian Gálvez lee la prueba del rosco en Pasapalabra , o como si fueras el que locutaba el anuncio diciendo: «Si no son Micro-Machine, no son los auténticos» o ese otro que dice: «Este anuncio es de un medicamento. Lea las instrucciones de uso. En caso de duda, consulte a su farmacéutico»?
Pues no. Justo no es. Pero el tiempo manda en la televisión y para los reporteros tienen muy poco. Pero tiempo para reírnos cuando vemos vídeos de reporteros atacados por un animal, resbalando en la nieve o quedándose en blanco durante una crónica en directo, para eso sí que encontramos un buen rato, eh...
También me he dado cuenta de lo poco que estamos valorados entre las jóvenes promesas del periodismo. Algo que no acabo de entender, pero que es así. Lo pude comprobar con los alumnos del Laboratorio de la Voz de Jorge Javier Vázquez, donde doy clases de reporterismo. El primer año, cuando los primeros alumnos no sabían que yo les daría clase, también demostraron que elegirían antes muerte que susto.
Me encontraba allí haciendo un reportaje y fui testigo de cómo estaban recibiendo una charla de Luján Argüelles. Luján, por cierto, y ella no lo sabe, es la responsable indirecta de que yo les esté contando todas estas cosas. En medio de una entrevista que me hizo en su programa de radio, se preguntaba cómo no había escrito todavía las anécdotas que me han tocado vivir como reportero. A la salida, le di vueltas y aquí me tienen. Así que, si no quedan satisfechos, creo que no les devuelven el dinero pero podrán echar cuentas con Luján.