Omar Qais Akbar - El fuerte de las nueve torres
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- Libro:El fuerte de las nueve torres
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2013
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El fuerte de las nueve torres: resumen, descripción y anotación
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El fuerte de las nueve torres — leer online gratis el libro completo
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E ste libro va dedicado a Afganistán y a su pueblo; al espíritu del abuelo, que aún me guía en los buenos y los malos momentos como un ángel de la guarda; a Wakil, que viene a visitarme en sueños cada tres o cuatro años; a mis padres, que lo son todo para mí en este mundo; a mis hermanas y a mi hermano, que pronto crearán sus propias familias en Afganistán o en otros países; a mis tíos, a mis tías y a mis primos, con quienes tanto he compartido y a los que tanto quiero.
Este libro no se habría escrito de no haber venido Stephen Landrigan a Afganistán, y de no haberlo conocido. Escuchó en silencio cuando le hablaba de los recuerdos que me angustiaban y me alentó a escribir sobre ellos para aliviar la presión que ejercen sobre mi alma. Su consejo y su guía me han ayudado a descubrir el gusto por la escritura. Algún día escribiré un libro acerca de todas las buenas cosas que él ha hecho por Afganistán. Será un libro muy voluminoso.
Mi profundo agradecimiento a J. Garcia y a Linda Nicita de Colorado, quienes leyeron un primer borrador antes de que supiera lo que ahora sé de la lengua inglesa y limpiaron todos los errores gramaticales y ortográficos. Gracias también a Laurence E. Landrigan, cuya meticulosa lectura y edición de mi manuscrito proporcionó muchas ideas útiles. La generosidad de todos ellos me ha causado una profunda impresión, y acojo con los brazos abiertos la obligación de trasladarla.
Jaled Hoseini y Michael Patrick MacDonald no solo me inspiraron con sus propios escritos, sino que me ayudaron mucho a la hora de abrirme las puertas de agentes y editores, y les estoy agradecido.
Agradezco de manera especial la profesionalidad y amabilidad ofrecidas por Courtney Hodell, mi editora en Farrar, Straus and Giroux, quien fue haciendo crecer este libro borrador tras borrador. Tengo que darle unas gracias enormes a Jessica Papin, mi agente de Dystel & Goderich Literary Management, por su energía tan positiva y su duro trabajo, que me llevaron hasta el equipo de Farrar, Straus and Giroux, donde Marion Duvert y Devon Mazzone ayudaron a este libro a encontrar editoriales que lo publiquen en muchos otros países e idiomas, y Lottchen Shivers corrió la voz como su publicista.
Y, finalmente, gracias a Janie Harris, quien hizo la primera crítica mucho antes de que El fuerte de las nueve torres se publicase siquiera. Resultó profundamente conmovedor tener en el otro extremo del mundo a alguien tan emocionado con lo que yo había escrito.
Espero que este libro mueva a otros a sentir curiosidad por las numerosas facetas de la cultura afgana que de un modo tan inesperado y por tantas razones equivocadas se han convertido en el centro de atención del mundo entero.
EN LA ÉPOCA DE ANTES
E n la época de antes de los combates, antes de los misiles, antes de los caudillos y de sus falsas promesas, antes de que tantos de nuestros conocidos desapareciesen de manera repentina camino de la tumba o de tierras extranjeras, antes de los talibanes y de su locura, antes de que el hedor de la muerte quedase suspendido en el aire cotidiano y antes de que la tierra estuviese bañada en sangre, vivíamos bien.
No tenemos fotos. Era demasiado peligroso guardarlas en los tiempos de los talibanes, así que las destruimos. Aun así, las imágenes de nuestras vidas antes de que toda esperanza abandonase Afganistán se mantienen nítidas y claras.
Mi madre viste su falda corta, sentada en su oficina en un banco, atendiendo a una larga cola de clientes. Es una persona respetada por sus conocimientos bancarios y por su capacidad para resolver los problemas de la gente.
Mi padre tiene el aspecto de una estrella de cine, con sus pantalones de campana, a toda velocidad por las calles de Kabul en su motocicleta. A veces me ata a su espalda con un cinto muy ceñido. En marcha, su pelo largo ondea al viento. Cuando hace un giro brusco, las protecciones de metal que lleva en las rodillas lanzan chispas al aire al rozar contra el pavimento. Al día siguiente, se lo cuento a mis compañeros de clase y les doy envidia.
Uno de mis tíos hace viajes de negocios a otros países. Los demás tíos y tías estudian en universidades de Kabul. Todos ellos visten a la última. El abuelo, con su espeso cabello blanco meticulosamente peinado, luce con elegancia unos trajes italianos a medida que resaltan su condición acomodada. Cuando entra en una habitación, la domina.
El abuelo es un hombre impresionante, alto, de espaldas anchas. Al contrario que tantos otros afganos, siempre lleva recién afeitado su rostro de piel morena. Es en sus amplios ojos negros en lo que más te fijas. Tan profundos. Tan imponentes. Tan tiernos.
Las imágenes se suceden a toda prisa. A veces son representaciones de pequeñas escenas.
Mi padre me llama para que me prepare para ir a la escuela. Abro los ojos y miro el reloj sobre mi cama. Es demasiado temprano, pero ¿qué le voy a decir? Es mi padre. Soy su hijo. Los hijos pastún deben obedecer a sus padres.
Solo que no estoy listo para levantarme. Me froto los ojos. Mi padre no deja de llamarme.
—¡Arriba! Ponte los guantes. Te espero en el ring.
Quiere que practique con él antes del desayuno. Ha empezado a entrenarme para convertirme en un boxeador famoso como él, y para pelear en competiciones internacionales igual que él hizo.
Odio levantarme temprano, pero me encanta entrenar con mi padre. Siempre me deja ganar, aunque tengo siete años.
También me encanta la escuela. No tengo ni una sola falta de asistencia. Soy listo y tengo muchos amigos. A veces los niños se quejan de mí al director cuando les doy un puñetazo en la cara. El director me encubre porque es el mejor amigo del abuelo. Pero nunca me sonríe.
Mi hermana y yo vamos a la misma escuela. Es un año y medio mayor que yo, aún más lista y tiene más amigas, pero jamás les da puñetazos a las niñas por mucho que sea la hija de un boxeador famoso.
El corazón de nuestro mundo es la casa del abuelo.
La construyó a finales de los años sesenta, cuando era el director contable del Bank-e-Millie, el Banco Nacional de Afganistán. El país prosperaba, y él ya veía que la ciudad crecería más allá de aquellos revirados callejones milenarios del curso del río Kabul.
Compró alrededor de dos hectáreas más allá de la pequeña y empinada montaña con las dos cumbres que durante siglos habían protegido Kabul en sus flancos sur y oeste. Por aquel entonces, las tierras que se extendían al otro lado eran sembrados con aldeas de adobe, pero no por mucho tiempo.
El abuelo había estudiado la tierra, hablado con los labriegos que la conocían y escogido cuidadosamente la porción que contaba con el mejor pozo. Siempre tuvimos agua, aun en los meses de mayor sequía, incluso cuando nuestros vecinos se quedaban sin ella. Cercó la mayor parte de sus tierras con un sólido muro de cemento, pero dejó al margen una zona dedicada a una escuela para todos los niños cuyas familias, sabía él, transformarían aquellas tierras de cultivo en un vecindario.
Mi padre y seis de sus siete hermanos, junto con sus esposas y sus hijos, vivían todos cómodamente en la parcela del abuelo. Yo tenía más de veinticinco primos con los que jugar, la mayoría de ellos más o menos de mi edad. Cada familia contaba para sí con dos habitaciones grandes, todas ellas concentradas en un edificio de una sola planta en un lado del jardín. Las habitaciones del abuelo se encontraban en el otro lado. Entre nosotros había sesenta manzanos McIntosh. El primo del abuelo los había traído de América en forma de unas ramitas que había injertado en raíces de manzanos de Afganistán. Era muy raro verlos aquí, y el abuelo estaba orgulloso de tenerlos.
En un extremo de la parcela se alzaba un edificio del tamaño de toda una manzana, con dos plantas de apartamentos sobre las tiendas que había en el bajo. El abuelo alquilaba los apartamentos a gente que no estaba emparentada con nosotros. Todas las ventanas de los apartamentos daban a la calle. Ningún afgano permite que los extraños vean desde fuera el jardín de su familia.
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