Eloy Tizón
Velocidad de los jardines
Edición revisada por el autor
Eloy Tizón, Velocidad de los jardines
Primera edición digital: febrero de 2017
ISBN epub: 978-84-8393-599-6
© Eloy Tizón, 2017
© De la fotografía de cubierta: Paloma Navares, VEGAP, Madrid, 2017
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2017
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Colección Voces / Literatura 237
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Zoótropo
(Biografía de un libro)
a Almudena
Todos caemos en la batalla,
pero todos volvemos a casa.
Djuna Barnes
La marca de nuestro frigorífico era Kelvinator. El televisor era Telefunken: una caja lúgubre y panzuda, de tecnología germana, con un contrachapado de imitación madera, que se reducía a sintonizar dos cadenas estatales; no había otras. Existía una talla especial de ropa, para esa edad nebulosa que se extiende entre el fin de la infancia y el comienzo de la adolescencia, denominada cadete: un calificativo humillante. Crecer era verte entrar y salir desdoblado del espejo del probador con la etiqueta del precio en el cuello, entre un garabato de perchas. Los coches aparcados en la calle estaban amortajados en una funda gris monja. La bruma no llegaba a disiparse del todo. Algunos atardeceres, sin saber por qué, apoyábamos la frente en el cristal de la ventana y nos quedábamos así, ausentes y repartidos, durante mucho rato. El mundo nos hacía temblar. Siempre hacía frío o nosotros siempre teníamos algo de frío.
En esos años vivíamos como drogados de amor, y no teníamos a nadie a quien amar sin condiciones. Y tampoco a quien encomendarnos o recurrir si necesitábamos ayuda, consejo o rendir cuentas por nuestros actos. Vivíamos, por decirlo con un verso intocable de Chesterton, «para ver cómo Dios rompía sus amargos hechizos». Los ovnis existían y abducían personas. Los aviones se volatilizaban sin dejar rastro en el Triángulo de las Bermudas, con todos sus pasajeros a bordo, sus azafatas y sus bolsitas de cacahuetes. La bomba atómica pendía del cielo, apuntando sobre nuestras cabezas revueltas, sin decidirse a caer. El sexo era un laberinto complicadamente simple: como tener un alien incrustado entre los muslos. Robin de los Bosques era un pálido fantasma en la pantalla del comedor, entre cortinas y apliques. Nuestro padre se bebía todas las noches, antes de acostarse, un vaso de bicarbonato para prevenir la acidez de estómago. Los discos de vinilo giraban en sus órbitas con disciplina, una y otra vez: pasaron de largo por nuestras leoneras de estudiantes y ya no volverían nunca. ¿Cuándo, dónde? Nacimos y crecimos en un mundo de oportunidades fallidas, de regalos para otros, de narraciones falsas. No future era el grito de guerrilla que nos llegaba desde otro idioma, más bien un alarido colectivo, vociferado por gargantas de nuestra edad o con pocos años más, vándalos con crestas teñidas de colores y correas de perro en el cuello, parados en alguna esquina remota llamada Picadilly Circus.
Estábamos solos. El perro de Paulov se hizo viejo y hubo que sacrificarlo. No future. El moho nunca duerme. Vivíamos para ver cómo Dios rompía sus amargos hechizos. Habíamos caído al otro lado de la historia. Un espectro de vulgaridad recorría los escaparates, desnudando a los maniquíes, contaminándolo todo en aquel barrio madrileño donde crecimos, junto a dos hermanas maravillosas, inteligentes y bellas, al otro lado del río, lejos del centro.
Era un río pobre, para pobres, un río cacofónico, salpicado de islitas de espuma sucia y anillos de detritus, al que algunos domingos por la tarde, segundos antes de apagarse, el ocaso prendía fuego aparatosamente con un linternazo de sol, incendiando la basura, hasta que aquella luz marciana parecía a punto de explotar y desenfocarnos de amarillo, rojo y verde, en una colisión de supernovas.
Vida de frontera. Bloques de pisos baratos sin calefacción ni ascensor. Suelos de sintasol y paredes de gotelé, con textura de rallador de tomate. Bajo nuestras ventanas no navegan góndolas venecianas, sino el caramillo del afilador. Hay más bingos que bibliotecas. Más salones de bodas que galerías de arte. Más billares que luciérnagas. El campo de fútbol al que nos llevan a trotar durante la hora reglamentaria de gimnasia, ya sea invierno o verano, tiene el suelo de tierra; al removerla con nuestras carreras, desprende un intenso aroma a café. En agosto, los cines Kursal y Canadá publicitan el frescor del aire acondicionado de sus salas con marquesinas gigantescas en las que aparece la pintura de un oso polar entre glaciares: una hipérbole disculpable. Almacenes Saldaña, maletas Imperator, Saldos Bombín, La Casa de las Tartas con su empacho de merengue. La cubeta de agua hirviendo en la que el practicante esteriliza la jeringuilla, antes de clavártela en la nalga. Si eras hijo del carnicero, tenías grandes probabilidades de ser también carnicero.
Un anuncio en las páginas color salmón del periódico recomienda: «Hazte protésico dental». El porvenir estaba en la ofimática, que nadie sabía muy bien lo que era. O en estudiar oposiciones, que siempre es algo seguro. Todo eso nos angustiaba, nos repelía por instinto. No teníamos vocación de subordinados, lo descubriste pronto. Ni tampoco de mariditos ni de padres de familia que lavan el coche el domingo y abrillantan los cromados, con su juego de gamuzas. Habrías querido huir lejos, a Berlín, o aprender cine. Puestos a fracasar, mejor fracasar a lo grande.
Casi siempre estabas solo y sin dinero, cavilando. Un test de personalidad del instituto te diagnosticó: «Piensas mucho, pero no llegas a ninguna conclusión». Aunque en su momento te escoció, tienes que reconocer que era cierto. Dedicas más tiempo a soñar despierto que a ninguna otra actividad, las manos en los bolsillos, patadas a las piedras. ¿Encontraría alguna vez un amigo de verdad, una ocupación estable o la calma despeinada de una novia? Lo dudas. Y la idea de escribir un libro y verlo un día publicado, tuyo, expuesto entre otros libros –sin saber en el fondo qué era un libro, algo que imaginas como un repertorio de temperaturas o un rasguño del ánimo–, era un sueño tan enorme que, sencillamente, te dejaba sin aliento.
Sueñas que un compañero de clase te envía por correo una tabla de planchar.
Un anuncio de bolígrafos de esos años: «La vida es corta. Escríbela».
Se trataba de eso: de vivir para escribir. Un día sin escritura es un día defectuoso en el que te sientes vacío por dentro, impostor y nadie. Un gran día es un día mecanográfico, pasado a limpio, convertido en huella dactilar, en impronta, con su prosa morada de carmín o uva prensada. Con esa mezcla de gracia y de bricolaje que es la escritura.
No estás orgulloso de nada de lo que escribes (lo rompes todo), pero sí de la fe con que lo escribes.
Te deslumbra la Gran Vía: es una grieta de luz. Lugar sagrado. Allí estrenan esas películas que, según la bella expresión de un crítico francés, «miraron nuestra infancia».
Primeras impresoras matriciales, con su cacareo traumático. Sarampión amarillo de la pegatina inocente de Smiley, en carpetas de estudiantes y carrocerías de coches. La cara satinada y andrógina de Boy George, el cantante de Culture Club, mirándote desde la carátula de un disco, en el escaparate de una tienda de barrio llamada Eme Efe (MF): un óvalo virgen de una delicadeza oriental, una madame Butterfly como de aerógrafo, maquilladísimo, con imitadores y clones por todas partes de la ciudad, al igual que Siouxsie, al igual que Nina Hagen, al igual que Michael Jackson (alguien, como en sueños, baila el moonwalk), al igual que Robert Smith, el vocalista de The Cure, con quien podías tropezarte un sábado por la noche, sentado en el andén, aguardando el mismo metro que tú.