Miles Davis - Miles. La autobiografía
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- Libro:Miles. La autobiografía
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1989
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Miles. La autobiografía: resumen, descripción y anotación
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Miles Davis ha sido uno de los músicos más importantes e influyentes del mundo. Su extraordinaria vida ha sido objeto de numerosas biografías. Sin embargo, no fue hasta 1989, dos años antes de su muerte, cuando publicó su autobiografía. En ella Miles se desnuda ante el lector y habla con toda crudeza de su vida personal, de su adicción a las drogas, del alcohol, de su relación con las mujeres, del racismo que existía en el negocio de la música y, sobretodo, de música y de músicos, de su relación personal con leyendas del jazz como Charlie Parker o Dizzy Gillespie, entre otros.
Además de un documento histórico de incalculable valor es una narración apasionante e intensa.
Miles Davis & Quincy Troupe
ePub r1.1
Titivillus 06.11.16
Título original: Miles. The Autobiography
Miles Davis & Quincy Troupe, 1989
Traducción: Jordi Gubert
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
MILES DEWEY DAVIS III (East St. Louis, Illinois, 1926 - 1991) conocido como Miles Davis, fue un trompetista y compositor estadounidense de jazz.
Se trata de una de las figuras más relevantes, innovadoras e influyentes de la historia del jazz, junto con artistas como Louis Armstrong, Duke Ellington, Charlie Parker o John Coltrane. La carrera de Miles, que abarca cincuenta años, recorre la historia del jazz a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XX, caracterizándose por su constante evolución y búsqueda de nuevos caminos artísticos: Davis participa con igual fuerza del bebop y del cool, como del hardbop y de la vanguardia jazzística, sobre todo en su vertiente modal y de fusión con el rock. El sonido de su trompeta es absolutamente característico por su uso de la sordina de acero Harmon, que le proporcionaba un toque más personal e íntimo; el sonido es suave y melódico, a base de notas cortas, tendente al lirismo y a la introspección.
El primer recuerdo que guardo de mi infancia es una llamarada, una llamarada azul brotando de un fogón de gas que alguien había encendido. Pude haberlo hecho yo jugando con el fogón. No recuerdo quién fue. En cualquier caso, recuerdo que me sobresaltó la exhalación de fuego azul que brotaba del quemador, lo súbito, lo repentino del fenómeno. Esto es lo más lejano que puedo recordar; más atrás sólo hay niebla, ya sabes, sólo misterio. Pero en mi mente la llamarada de aquel fogón está tan clara como la música. Yo tenía tres años.
Vi la llama y noté su calor muy cerca de mi cara. Sentí miedo, verdadero miedo, por primera vez en la vida. Pero lo recuerdo también como una especie de aventura; una especie de alegría fantasmagórica, además. Supongo que aquella experiencia me llevó a algún lugar de mi mente donde antes no había estado. A alguna frontera, quizás al filo de las cosas posibles. No lo sé; nunca hasta hoy he intentado analizarlo. El miedo que tuve fue casi como una invitación, un desafío a entrar en algo de lo cual no conocía nada. Allí creo que empezaron mi personal filosofía de la vida y mi compromiso con todo aquello en que tengo fe; en aquel momento preciso. No estoy seguro, pero pienso, que debió de ser así. ¿Quién sabe? ¿Qué coño sabía yo de las cosas del mundo entonces? En mi conciencia he creído siempre, y lo pienso desde aquel día, que debo avanzar, ir hacia delante, alejarme del calor de aquella llamarada.
Mirando atrás, no recuerdo mucho de mis primeros años. Lo cierto es que nunca me ha gustado demasiado mirar atrás. Pero una cosa que sé es que un año después de mi nacimiento un violento tornado azotó St. Louis y lo desmanteló. Diría que de aquello sí recuerdo algo, algo que está en el fondo de mi memoria. Quizá debido a ello tengo a veces tan mal carácter: aquel tornado dejó en mí parte de su violenta creatividad. Quizá dejó alguno de sus ventarrones. Ya sabes que se necesita un buen «soplo» para tocar la trompeta. Yo creo firmemente en el misterio y en lo sobrenatural, y no cabe duda de que un tornado es misterioso y sobrenatural.
Nací el 26 de mayo de 1926, en Alton, Illinois, una pequeña población fluvial a orillas del Mississippi, a unas veinticinco, millas al norte de East St. Louis. Me pusieron el nombre de mi padre; a él le habían puesto el del suyo. Esto hacía de mí Miles Dewey Davis III, pero toda mi familia me llamó Junior. Siempre he odiado este sobrenombre.
Mi padre procedía de Arkansas. Allí creció en una granja que tenía su padre, Miles Dewey Davis I. Mi abuelo era contable, tan bueno en su profesión que la ejerció para los blancos y ganó un montón de dinero con ella. A comienzos de siglo compró en Arkansas quinientos acres de tierra. Cuando compró toda aquella tierra, los blancos de la comarca que le habían empleado para que enderezase sus asuntos financieros y llevara sus libros de contabilidad, se volvieron contra él. Le expulsaron de sus propiedades. Según su manera de pensar, un negro no podía tener toda aquella tierra y todo aquel dinero. Imposible que fuera inteligente, que fuera listo, más listo que cualquiera de ellos. Bien, aquello no ha cambiado mucho; las cosas siguen igual hoy en día.
Mi abuelo pasó la mayor parte de su vida bajo las amenazas de los blancos. Llegó incluso a utilizar a su hijo, mi tío Frank, como guardaespaldas para que le protegiese de sus vecinos. Los Davis cabalgaban siempre en cabeza, me decían mi padre y mi abuelo. Y yo les creía. Me decían que las personas de nuestra familia eran gente especial: artistas, hombres de negocios, profesionales y músicos; músicos que tocaban para los dueños de las plantaciones allá en los viejos tiempos, antes de que se aboliese la esclavitud. Aquellos Davis interpretaban música clásica, según mi abuelo. Ahí está la razón de que mi padre no pudiera escuchar ni tocar música cuando ya había sido abolida la esclavitud, pues mi abuelo aseguraba: «A los negros sólo les dejan tocar en garitos y tabernas». Lo que quería decir era que ellos, los blancos, ya no admitían que los negros tocaran música clásica: únicamente les escuchaban cuando cantaban espirituales o blues. No sé, de hecho, hasta qué punto es esto verdad, pero así me lo dijo mi padre.
También me dijo que mi abuelo le había advertido que cualquier dinero que ganase, no importaba de dónde procediera, lo contara y comprobase que la suma que había recibido era correcta. Decía que tratándose de dinero no se puede confiar en nadie, ni siquiera en los miembros de tu propia familia. En cierta ocasión mi abuelo dio a mi padre lo que dijo eran mil dólares y le envió a ingresarlos en el banco. El banco estaba a treinta millas de donde vivían. La temperatura debía de ser de cerca de cuarenta grados a la sombra, verano en Arkansas. Mi padre tenía que caminar y cabalgar. Cuando llegó al banco, contó el dinero y vio que sólo había 950 dólares. Volvió a contarlo y le salió la misma cantidad: 950 dólares. Así que emprendió el regreso a casa, tan asustado que le faltaba poco para cagarse en los pantalones. Ya en casa, fue a mi abuelo y le dijo que había perdido cincuenta dólares. Mi abuelo se le quedó mirando y dijo: «¿Has contado el dinero antes de marcharte? ¿Has comprobado si estaba todo?». Mi padre dijo que no, que no había contado el dinero antes de marcharse. «Evidentemente —repuso mi abuelo—, porque sólo te he dado 950. No has perdido nada. Pero ¿no te advertí que contaras siempre el dinero, viniera de quien viniese, aunque fuera de mí? Aquí tienes cincuenta dólares. Cuéntalos. Luego vuelve al banco e ingresa el dinero tal como te he dicho». A propósito de esta historia hay que pensar, primero, que el banco estaba a treinta millas y, segundo, que hacía un calor de mierda. Fue duro por parte de mi abuelo hacer aquello. Pero a veces hay que ser así de duro. Mi padre nunca olvidó la lección y la traspasó a sus hijos. De modo que, hoy, yo siempre cuento todo mi dinero.
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