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Mariano José de Larra - Fígaro

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Mariano José de Larra Fígaro

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Mi nombre y mis propósitos

Figaro. —… Ennuyé de moi, dégoûté des autres… supérieur aux événements, loué par ceux-ci, blâmé par ceux-là; aidant au bon temps, supportant le mauvais; me moquant des sots, bravant les méchants… vous me voyez enfin…

Le comte; Qui t’a donné une philosophie aussi gaie?

Figaro.- L’habitude du malheur. Je me presse de rire de tout, de peur d’être obligé d’en pleurer.

Beaumarchais - Le barbier de Séville, act. I.

M ucho tiempo hace que tenía yo vehementísimos deseos de escribir acerca de nuestro teatro, no precisamente porque más que otros le entienda, sino porque más que otros quisiera que llegasen todos a entenderle. Helo dejado siempre, porque dudaba las unas veces de que tuviésemos teatro, y las otras de que tuviese yo habilidad; cosas ambas a dos que creía necesarias para hablar de la una con la otra.

Otras dudillas tenía además: la primera, si me querrían oír; la segunda, si me querrían entender; la tercera, si habría quien me agradeciese mi cristiana intención, y el evidente riesgo en que claramente me pusiera de no gustar bastante a los unos y disgustar a los otros más de lo preciso.

En ésta no interrumpida lucha de afectos y de ideas me hallaba, cuando uno de mis amigos (que algún nombre le he de dar) me quiso convencer, no sólo de que tenemos teatro, sino también de que tengo habilidad; más fácilmente hubiera creído lo primero que lo segundo, pero él me concluyó diciendo: que en lo de si tenemos teatro, yo era quien debía de decírselo al público; y en lo de si tengo habilidad para ello, que el público era quien me lo había de decir a mí. Acerca del miedo de que no me quieran oír, asegurome muy seriamente que no sería yo el primero que hablase sin ser oído, y que como en esto más se trataba de hablar que de escuchar, más preciso era yo que mi auditorio.

—Ridículo es hablarme añadió —no habiendo quien oiga; pero todavía sería peor oír sin haber quien hable.

Acerca de si me querrían entender, me tranquilizó afirmándome que en los más no estaría el daño en que no quisiesen, sino en que no pudiesen. Y en lo del riesgo de gustar poco a unos y disgustar mucho a otros:

—¡Pardiez! —me dijo— que os embarazáis en casos de poca monta. Si hubieren cuantos escriben de pararse en esas bicocas, no veríamos tantos autores que viven de fastidiar a sus lectores; a más de quedaros siempre el simple recurso de disgustar a los unos y a los otros, dejándolos a todos iguales; y si os motejan de torpe, no os han de motejar de injusto.

Desvanecidas de esta manera mis dudas, quedábame aún que elegir un nombre muy desconocido que no fuese mío, por el cual supiese todo el mundo que era yo el que estos artículos escribía; porque esto de decir, yo soy fulano, tiene el inconveniente de ser claro, entenderlo todo el mundo y tener visos de pedante; y aunque uno lo sea, bueno es, y muy bueno, no parecerlo. Díjome el amigo que debía de llamarme Fígaro, nombre a la par sonoro y significativo de mis hazañas, porque aunque ni soy barbero, ni de Sevilla, soy, como si lo fuera, charlatán, enredador y curioso además, si los hay. Me llamo, pues, Fígaro; suelo hallarme en todas partes; tirando siempre de la manta y sacando a la luz del día defectillos leves de ignorantes y maliciosos; y por haber dado en la gracia de ser ingenuo y decir a todo trance mi sentir, me llaman por todas partes mordaz y satírico; todo porque no quiero imitar al vulgo de las gentes que, o no dicen lo que piensan, o piensan demasiado lo que dicen.

Paréceme que por hoy habré hecho lo bastante si me doy a conocer al público yo y mis intenciones. El teatro será uno de mis objetos principales, sin que por eso reconozca límites ni mojones determinados mi inocente malicia, y para que se vea que no soy tan satírico como dan en suponerlo; mil pequeñeces habrá que deje a un lado continuamente, y que muy de tarde en tarde haré entrar en la jurisdicción de mi crítica.

Con respecto, por ejemplo, a los actores, y sobre todo a los nuevos que nos van dando continuamente, y los cuales todos daría el público de buena gana por uno solo mediano, ya me guardaría yo muy bien de fundar sobre ellos una sola crítica contra nuestro ilustrado ayuntamiento. Acaso rija en los teatros la idea de aquel famoso general, de cuyo nombre no me acuerdo, si bien he de contar el lance que los actores, muchos, pero malos, me recuerdan.

Hallábase con su gente este general en su posición, y recibió aviso de que se acercaba a más andar el enemigo.

—Mi general —le dijo su edecán—, ¡el enemigo!

—¿El enemigo, eh? —preguntó el general—. Déjele usted que se acerque.

—¡Señor, que ya se le ve! —dijo de allí a un rato el edecán.

—Cierto, ¡ya se le ve!

—¿Y qué hacemos, mi general? —añadió el edecán.

—Mire usted —contestó el general, como hombre resuelto—, mande usted que le tiren un cañonazo, veremos cómo lo toma.

—¿Un cañonazo, mi general? —dijo el edecán—. Están muy lejos aún.

—No importa, un cañonazo he dicho —repuso el general.

—Pero, señor —contestó el edecán despechado—, un cañonazo no alcanza.

—¿No alcanza? —interrumpió furioso el general con tono de hombre que desata la dificultad—, ¿no alcanza un cañonazo?

—No, señor, no alcanza —dijo con firmeza el edecán.

—Pues bien —concluyó su excelencia—, que tiren dos.

Eso decimos por acá. Darle un actor malo al público a ver cómo lo toma. ¿No alcanza, no gusta?, darle dos.

Menos diré, por consiguiente, que tanto los nuevos como los viejos creen que su oficio es oficio de memoria, y que puede asegurarse sin escrúpulo de conciencia que los más dicen sus papeles, pero no los hacen, porque acaso nuestros actores se lleven la idea de un loco que vivía en Madrid, no hace mucho, solo en su cuarto y sin consentir comunicación con su familia. Movido de los ruegos de ésta, fuele a visitar un amigo, y en el desorden de su cuarto notó entre otras cosas que no debía de hacer nunca su cama; tal estaba ella de malparada.

—¿Pero es posible, señor don Braulio —le dijo el amigo al loco—, es posible que ni ha de consentir usted que hagan su cama, ni la ha de hacer usted, ni?…

—No, amigo, no; es mi sistema.

—¿Pero qué sistema?

—Tengo razones.

—¿Razones?

—No, amigo —respondió el loco—, no haré mi cama, no la haré, —y acercándosele al oído, añadió con aire misterioso—; «no la hagas y no la temas».

A este refrán se atienen, sin duda, nuestros cómicos cuando no hacen una comedia. No hacemos la comedia, dicen como el loco, porque «no la hagas y no la temas».

Pues tan comedido como con los teatros, he de ser, poco más o menos, con todas las demás cosas. Ni pudiera ser de otra suerte; en política, sobre todo, y en puntos que atañen al gobierno, ¿qué pudiera hacer un periodista sino alabar? Como suelen decir, esto se hace sin gana, y si ya desde hoy no nos soltamos a encomiarlo todo de una vez, es porque somos como cierto sujeto de Úbeda, cuyo caso no he de callar por vida mía, mas que en cuentos y relatos me llame el lector pesado.

Había llamado el tal a un pintor, y mandándole hacer un cuadro de las Once mil vírgenes, y el contrato había sido darle un ducado por virgen, que por cierto no fue caro. Llevó el pintor el cuadro al cabo de cierto tiempo, pero era claro que ni cupieran once mil cuerpos en un lienzo, ni había para qué ponerlas todas; había, pues, imaginado el pintor de Úbeda figurar un templo de donde iban saliendo, y así sólo podrían contarse alguna docena en primer término, dos o tres docenas en segundo, e infinidad de cabezas que de las puertas salían. Contó callandito el aficionado a vírgenes las que alcanzaba a ver, y preguntole en seguida al artista cuánto valía el cuadro conforme al contrato. Respondiole aquél, que claro estaba: que once mil ducados.

—¿Cómo puede ser eso? —le repuso el que había de pagar—, si aquí no cuento yo arriba de cien cabezas.

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