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Yasmina Khadra - Lo que el dia debe a la noche

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  • Libro:
    Lo que el dia debe a la noche
  • Autor:
  • Editor:
    Ediciones Destino
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    2011
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Lo que el dia debe a la noche: resumen, descripción y anotación

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Espasa-Calpe. Colección Austral. Barcelona. 2011. 19 cm. 439 p. Encuadernación en tapa blanda de editorial ilustrada. Colección Contemporánea. Narrativa. Khadra, Yasmina 1955-. Traducción de Wenceslao-Carlos Lozano. Título original: Ce que le jour doit à la nuit. En la portada: Destino. En el lomo: 695 .. Este libro es de segunda mano y tiene o puede tener marcas y señales de su anterior propietario. ISBN: 978-84-233-4353-9

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YASMINA KHADRA

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LA NOCHE

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En Orán como en todas partes, sea por falta de tiempo o dereflexión, no hay más remedio que amar sin saberlo.

ALBERT CAMUS, LA PESTE

Amo a Argelia porque la he sentido por dentro.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Índice

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RESUMEN

Una historia torrencial, apasionada y conmovedora que se despliega desde 1930 hasta el presente y que constituye una valerosa defensa de la doble cultura franco-argelina, entre occidente y el Islam.

Una promesa hecha en secreto, un amor imposible, una historia torrencial y apasionante en Argelia desde la segunda guerra mundial a nuestros días.

Younes no tiene más que nueve años cuando su padre, arruinado por un especulador pierde todas sus tierras.

Totalmente agobiado, resuelve confiar el niño a su hermano, un farmacéutico integrado en la comunidad occidental de Orán.

Los ojos azules de Younes y su aspecto angelical ayudan al chico a ser aceptado por la clase acomodada de la población. Su nombre ahora es Jonas y crece entre jóvenes colonos de los que se hace amigo inseparable. Descubrirá con ellos las alegrías de una existencia privilegiada que ni la segunda guerra mundial ni las convulsiones de un nacionalismo árabe en plena expansión pueden perturbar. Hasta el día en que llega a la ciudad Émilie, una joven fascinante que se convertirá en el objeto de deseo de todos los amigos. Nacerá así una gran historia de amor que pondrá a prueba la complicidad fraternal entre los cuatro amigos, divididos entre la lealtad, el egoísmo y el rencor que la guerra de la Independencia agrava.

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PRIMERA PARTE

JENANE JATO

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Capítulo 1

Mi padre era feliz.

No me parecía capaz de ello.

A ratos me turbaba su semblante ya libre de angustias.

De cuclillas sobre un montículo de pedruscos, con los brazos rodeándole las rodillas, miraba la brisa abrazar la esbeltez de los tallos, tumbarse encima, revolverlos febrilmente. Los trigales ondeaban como la crin de miles de caballos galopando por la llanura. Era una visión idéntica a la que ofrece la mar cuando el oleaje la engorda. Y mi padre sonreía. No recuerdo haberlo visto sonreír; no tenía por costumbre traslucir su satisfacción —¿acaso la sentiría?—. Endurecido por las pruebas, con permanente mirada de acosado, su vida no pasaba de ser una interminable retahíla de desengaños; no se fiaba un pelo de lo que le reservaba un porvenir desleal e inasible.

Que yo sepa, no tenía amigos.

Vivíamos recluidos en nuestro terruño, como espectros entregados a sí mismos, dentro del silencio sideral de quienes apenas tienen que contarse: mi madre a la sombra de su casucha, encorvada sobre su caldero, removiendo maquinalmente un caldo hecho a base de tubérculos de dudoso sabor; Zahra, tres años menor que yo, olvidada en un rincón, a tal punto discreta que a menudo no se percataba uno de su presencia; y yo, muchachito enclenque y solitario, amustiado apenas salido del cascarón, a cuestas con mis diez años.

Aquello no era vida; existíamos y punto.

Ya era puro milagro que amaneciéramos vivos, y de noche, cuando nos disponíamos a dormir, nos preguntábamos si no sería lo mejor cerrar los ojos de una vez por todas, convencidos de haber dado todas las vueltas posibles a las cosas, y que no merecía la pena demorarse más en ellas. Los días se parecían desesperantemente unos a otros; jamás traían nada, y no hacían al pasar sino desposeernos de nuestras escasas ilusiones, que colgaban ante nuestras narices como esas zanahorias que hacen caminar a los asnos.

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En aquellos años treinta, la miseria y las epidemias diezmaban a familias y rebaños con increíble perversidad, obligando a los supervivientes al éxodo, cuando no al vagabundeo. Nuestros escasos parientes habían dejado de dar señales de vida.

En cuanto a los andrajosos que se perfilaban a lo lejos, estábamos seguros de que pasarían de largo, pues el sendero que conducía hasta nuestra casucha se estaba borrando.

A mi padre le daba igual.

Le gustaba quedarse solo, apoyado sobre su arado, con los labios blancos de espuma. A veces lo tomaba por alguna divinidad que estuviese reinventándose el mundo y permanecía horas enteras observándolo, fascinado por su robustez y empecinamiento.

Cuando mi madre me encargaba que le llevara la comida, no se me ocurría remolonear. Mi padre comía a hora fija, frugalmente, con prisas por volver al tajo. Yo habría preferido que me dijese algo con afecto o que me prestase atención durante un minuto; mi padre sólo tenía ojos para su tierra. Solamente en aquel lugar, en medio de su dorado universo, se hallaba en su elemento. Nada ni nadie, ni siquiera sus seres más queridos, estaba en condiciones de sacarlo de ahí.

Cuando al anochecer regresaba a nuestra casucha, la puesta del sol le atenuaba el destello de la mirada. Era otro, un ser cualquiera, sin atractivo ni interés; casi me decepcionaba.

Pero llevaba unas semanas encantado de la vida. La cosecha se preveía excelente, sobrepasaba sus previsiones... Empeñado hasta la camisa, había hipotecado la propiedad ancestral y sabía que estaba librando su última batalla, disparando su último cartucho. Trabajaba como diez, sin desmayo, tragándose la rabia; se alarmaba ante un cielo inmaculado, la menor nubecita lo electrizaba. Jamás lo había visto rezar y entregarse con tanto empeño. Y cuando vino el verano y el trigo cubrió la llanura de lentejuelas relucientes, mi padre se instaló sobre el montículo de piedras y dejó de moverse. Encogido bajo su sombrero de esparto, se pasaba la mayor parte del día contemplando la cosecha que, después de tantos años de ingratitud y de vacas flacas, por fin prometía una leve mejoría.

Pronto tocaría recoger. A medida que se acercaba el momento, más le costaba a mi padre conservar la calma. Se veía segando las gavillas con todas sus ganas, amanojando sus proyectos por cientos y entrojando sus esperanzas hasta no saber qué hacer con ellas.

Apenas una semana antes, me sentó a su lado en la carreta y fuimos al pueblo, situado a escasa distancia tras la colina. No solía llevarme a ninguna parte. Puede que pensara que las cosas iban mejorando y que teníamos que actualizar nuestros

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