«El gran inquisidor» es un poema, o argumento narrativo contenido en el Libro V de Los hermanos Karamazov, que se centra en la idea de la libertad. En el capítulo anterior, Iván se lo presenta a su hermano Alíoscha:
«Mira, Alíoscha, no te rías; yo escribí una vez un poema, hace un año. Si quieres perder conmigo otros diez minutos, te lo referiré.
—¡Oh, no, no lo escribí!... —rio Iván—. Nunca en la vida escribí un par de versos. Pero pensé el poema y lo recuerdo. Con calor lo imaginé. Serás mi primer lector, es decir, oyente. ¿Por qué, efectivamente, ha de perder un autor aunque sólo sea un único oyente?… —rio Iván—. ¿Te lo cuento o no?
—Soy todo oídos —dijo Alíoscha.
En «La casa muerta» Dostoyevski recrea el tiempo que pasó en un campo de prisioneros de Siberia a través de un narrador ficticio, Aleksandr Petróvich Goriánchikov.
El gran inquisidor
—Mira, aquí es indispensable un proemio…, es decir, un proemio literario. ¡Uf!… —rio Iván—. ¡Pero qué escritorazo soy! Mira: la acción se desarrolla en el siglo XVI , y entonces —tú, por lo demás, debes de saberlo desde las aulas—, entonces, como adrede, existía la costumbre de hacer intervenir en las obras poéticas a las potencias celestiales en las cosas de la Tierra. No digo nada de Dante. En Francia, los clérigos que actuaban de jueces, y también en los monasterios los monjes, representaban funciones enteras en las que sacaban a escena a la Madona, ángeles, santos, a Cristo y a Dios mismo. En aquella época sucedía así con toda ingenuidad. En Notre Dame de Paris, de Victor Hugo, para honrar el natalicio del Delfín de Francia, en París, en presencia de Luis el Onceno, en la sala del Hôtel de Ville, dan una función edificante y gratuita para el pueblo, intitulada Le bon jugement de la très sainte et gracieuse Vierge Marie, donde sale ella misma en persona y dicta su bon jugement. Entre nosotros, en Moscú, antiguamente, antes de Pedro, se dieron también representaciones dramáticas análogas, tomadas generalmente del Antiguo Testamento en aquellos tiempos; pero, aparte las representaciones dramáticas, en todo el mundo aparecieron entonces muchedumbres de cuentos y versos en los que intervenían, si era preciso, santos, ángeles y todos los poderes celestiales. Aquí, en los monasterios, también se llevaban a cabo traducciones, copias y hasta creaciones de tales poemas, y eso… en tiempos de los tártaros. Hay, por ejemplo, un poemita monacal, sin duda traducción del griego (Tránsito de la Virgen de los Tormentos), con cuadritos y una osadía nada inferiores a las dantescas. La Madre de Dios visita el infierno, siendo el Arcángel Miguel quien la conduce por entre los condenados. Ve a los pecadores y sus tormentos. Hay allí, entre otras cosas, una notable categoría de pecadores en un lago hirviendo; algunos de ellos se hunden de tal modo en las aguas, que ya no pueden salir más a flote, y de ellos olvídase Dios…, expresión sumamente profunda y fuerte. Y he aquí que, impresionada y llorosa, la Madre de Dios cae de hinojos ante el trono del Altísimo y le pide clemencia para todos cuantos allí ha visto, sin distinción alguna. Su diálogo con Dios es muy interesante. Porfía ella; no se va, y cuando Dios le señala las manos y los pies, traspasados por los clavos de su Hijo, y le pregunta cómo puede perdonar a sus verdugos…, ella va y les manda a todos los santos, a todos los mártires, a todos los ángeles y arcángeles se arrodillen junto a ella e imploran clemencia para todos sin distinción. Termina la cosa obteniendo ella de Dios la suspensión de todos los tormentos de toda índole desde el Viernes Santo hasta Pentecostés y los pecadores del infierno prorrumpen en exclamaciones de gratitud al Señor, y gritan: «Eres justo, Señor, al juzgar así». Bueno, pues de esa índole habría sido mi poemita, de haber aparecido en aquel tiempo. Yo saco a escena a Él. A decir verdad, Él nada dice en el poema, no haciendo otra cosa que mostrarse y pasar. Quince siglos van ya desde que Él prometió venir con su imperio; quince siglos desde que su profecía anunció: «En verdad, vengo pronto. El día y la hora no los sabe ni el Hijo; sólo Mi Padre, que está en los Cielos», según dijo Él mismo, estando todavía en la Tierra. Pero la Humanidad lo aguarda con la misma fe antigua y el mismo antiguo fervor. ¡Oh, con más fe todavía, pues ya van quince siglos desde que el Cielo dejó de dar testimonios al hombre!
De aquello que el corazón dice,
testimonio no da el Cielo.
Y sólo queda la fe en el referido corazón. En verdad, había entonces muchos milagros. Había santos que operaban curaciones milagrosas; a algunos justos, según se lee en sus biografías, se les aparecía la Emperatriz Celestial. Pero el diablo no se duerme: la Humanidad ha empezado ya a dudar de la realidad de esos milagros. Como adrede, sobrevino entonces en el Norte, en Alemania, una horrible herejía. Una enorme estrella, semejante a una antorcha (o sea la Iglesia), cayó en las fuentes del agua, y éstas se volvieron amargas. Estos herejes dieron en la blasfemia de negar los milagros. Pero eso hizo que se avivase la fe de los demás. Las lágrimas de la Humanidad van a Él como antes. Lo aguardan. Lo aman, confían en Él, ansían sufrir y morir por Él, como en otros tiempos… Y cuántos siglos van ya que la Humanidad, con fe y fervor, implora: «¡Señor, ven a nos!», tantos siglos ha que se le invoca, que Él, en su piedad incomparable, se dignó descender hasta los que le imploraban. Había descendido y visitado ya antes a algunos justos, mártires y santos, viviendo éstos todavía, según en sus vidas está escrito. Entre nosotros, Tiuchev, profundamente creído de la verdad de sus palabras anunció que
Agobiado con la cruz
y disfrazado de siervo,
toda te ha reconocido,
tierra mía, bendiciendo.
Lo que irremisiblemente fue así, ya te contaré. Y he aquí que Él se dignó descender por un momento hasta el pueblo…, hasta el pueblo que padece, y sufre, y peca desaforadamente, y de un modo infantil. Lo ama. La acción de mi poema se desarrolla en España, en Sevilla, en la época más horrible de la Inquisición, cuando, para honra de Dios, en aquella tierra ardían diariamente las hogueras y
en magníficos autos de fe
quemaban a los herejes.
¡Oh! Cierto que no fue aquélla esa bajada en la que ha de aparecerse según su promesa, al final de los tiempos, en toda su gloria celestial, y que será súbita como el relámpago que brilla de Oriente a Occidente. No; Él quiso, aunque fuese por un momento, visitar a sus hijos, y, sobre todo, allí donde, como adrede, ardían las hogueras de los herejes. Por su infinita misericordia volvió a aparecerse entre los hombres en la misma forma humana en que anduviera por espacio de tres años entre ellos, quince siglos antes. Desciende sobre el ardiente suelo de la meridional ciudad, en la que, como con toda intención, la víspera misma, en magnífico auto de fe, en presencia del rey y de la Corte, caballeros, cardenales y las más altas encantadoras damas de la Corte, ante el populoso gentío de toda Sevilla, habían sido quemados por el cardenal inquisidor mayor, de una vez, cerca de cien herejes, ad majorem gloriam Dei . Se presentó allí suavemente, inadvertido, y he aquí que todos, cosa rara, lo reconocieron. Sería éste uno de los mejores pasos del poema…, es decir, el explicar por qué precisamente lo reconocieron. El pueblo, con fuerza irresistible, corre hacia Él, lo rodea, se apiña en torno suyo, lo va siguiendo. En silencio pasa Él por entre ellos con una mansa sonrisa de dolor infinito. Un sol de amor arde en su corazón, raudales de luz, claridad y fuerza fluyen de sus ojos, y, vertiéndose sobre la multitud, conmueven sus corazones con amorosas réplicas. Él les tiende las manos; los bendice, y, al contacto con Él, aunque sólo fuere con sus vestiduras, emana un poder curativo. He aquí que entre la muchedumbre exclama un anciano, ciego desde niño: «¡Señor, cúrame, y que yo te vea!». Y he aquí que como una escama se le desprende de los ojos y el ciego lo ve. La gente llora y besa la tierra que Él pisa. Los niños arrojan a su paso flores, cantan y le gritan Hosanna! «Es Él, es Él mismo —repiten todos—; tiene que ser Él; no hay nadie como Él». Él se detiene en el atrio de la catedral de Sevilla en el preciso instante en que introducen en el templo, con llanto, un blanco féretro infantil, descubierto; dentro de él va una niñita de siete años, hija única de un conocido convecino. La nena, muerta, yace toda cubierta de flores. «Él resucitará a tu hija», le gritan en el gentío a la llorosa madre. El sacerdote de la catedral, que sale a recibir el féretro, mira perplejo y frunce el ceño. Pero he aquí que se eleva el clamor de la madre de la muertecita. Se arroja a sus pies: «Si eres Tú, resucita a mi niña», exclama, tendiendo hacia Él las manos. El cortejo se detiene; dejan el féretro en el atrio, a sus pies. Mira Él, apiadado, y su boca, una vez más, profiere el thalita kumi… («levántate muchacha»). La niña se incorpora en el féretro, se sienta y mira, sonriendo, con sus asombrados ojos abiertos, en torno suyo. En las manos tiene un ramillete de blancas rosas, el que le habían puesto en la caja. En el gentío, emoción, gritos, sollozos, y he aquí que en aquel preciso momento pasa por delante de la catedral, por la plaza, el propio cardenal, inquisidor mayor. Es un anciano de cerca de noventa años, alto y tieso, de cara chupada, de ojos hundidos, pero en los que todavía chispea, como una ascuita, brillo. ¡Oh! Él no viste sus magníficas ropas cardenalicias, con las que se pavoneara ayer ante el pueblo, cuando ardieron aquellos enemigos de la romana fe…; no; en aquel instante sólo llevaba puesto su viejo basto hábito monacal. Le seguían a cierta distancia sus lúgubres ayudantes y esclavos y la santa guardia. Se detiene ante el gentío y observa desde lejos. Todo lo ha visto; ha visto cómo ponían el féretro a sus pies; ha visto cómo ha resucitado la niña, y su rostro se ha ensombrecido. Frunce sus espesas cejas blancas, y su mirada brilla con maligno fuego. Alarga el dedo y ordena a la guardia que lo prenda. Y he aquí que, tal es su fuerza y hasta tal punto está hecha a obedecerle, temblando, la gente, que en el acto la multitud se dispersa ante la guardia, la cual, en medio de un mortal silencio, sobrevenido de pronto, ponen sobre Él sus manos y se lo llevan. La muchedumbre toda, instantáneamente, como un solo hombre, se prosterna en tierra ante el anciano inquisidor, el cual, en silencio, la bendice y se aleja. Los guardias conducen al preso a un estrecho, sombrío y abovedado calabozo del antiguo edificio del Santo Tribunal, y allí lo encierran. Expira el día. Llega la cálida, ardiente e irrespirable noche sevillana. El aire huele a laurel y azahar. En medio de la profunda tiniebla se abre de pronto la férrea puerta del calabozo, y el mismo anciano inquisidor mayor, con un farolillo en la mano, penetra en ella lentamente. Viene solo; la puerta se cierra en el acto detrás de él. Se detiene en el umbral, y largo rato, uno o dos minutos, se está contemplando su rostro. Finalmente, se acerca despacio, deja el farolillo encima de la mesa y le habla: «¿Eres Tú? ¿Tú?». Pero, no obteniendo respuesta, se apresura a añadir: «No contestes; calla. Además, ¿qué podrías decir? De sobra sé lo que dirías. Y tampoco tienes derecho a añadir nada a lo que ya dijiste. ¿Por qué has venido a estorbarnos? Porque has venido a servirnos de estorbo, y harto que lo sabes. Pero ¿sabes lo que va a pasar mañana? Yo no sé quién eres Tú, ni quiero saberlo; eres Él o sólo una semblanza suya; pero mañana mismo te juzgo y te condeno a morir en la hoguera como el peor de los herejes; y ese mismo pueblo que hoy besaba tus pies, mañana, a una señal mía, se lanzará a atizar el fuego de tu hoguera, ¿sabes? Sí, puede que lo sepas —añadió, con penetrante cavilosidad y sin apartar un instante sus ojos de los del preso.