Leon Leyson - El niño de Schindler
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- Libro:El niño de Schindler
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2013
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El niño de Schindler: resumen, descripción y anotación
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LEON LEYSON (Narewka, Polonia, 1929 - Los Ángeles, California, Estados Unidos, 2013). Fue el sobreviviente más joven de la Lista de Schindler. Tenía apenas diez años cuando los nazis invadieron Polonia y, junto con su familia, se refugiaron en el gueto de Cracovia, hasta que los enviaron al campo de concentración de Plaszow. Cuatro años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, en 1949, Leyson escapó de Cracovia para trasladarse a Estados Unidos, a una ciudad llamada Fullerton a las afueras de Los Ángeles. Estudió industriales y trabajó dando clase en el instituto de Huntington Park durante casi 40 años. Durante un largo tiempo, Leyson guardó silencio sobre sus vivencias durante el Holocausto. Después del estreno de La Lista de Schindler, de Steven Spielberg, Leon se animó a hablar sobre sus experiencias en público y luego, a pensar en escribir un Libro.
Leon Leyson
con Marilyn J. Harran y Elisabeth B. Leyson
ePub r1.0
Titivillus 14.10.15
A mis hermanos Tsalig y Hershel,
y a todos los hijos, hijas, hermanos,
hermanas, padres y abuelos
que perecieron en el Holocausto.
Y a Oskar Schindler, que con su nobleza
salvó, él sí, «al mundo entero».
LEON LEYSON
He de admitir que me sudaban las manos y tenía un nudo en la garganta. Llevaba rato esperando pacientemente en la cola, pero eso no significa que no estuviera nervioso. Estaba a punto de estrecharle la mano al hombre que me había salvado la vida varias veces, aunque de eso hacía mucho tiempo, así que ni siquiera sabía si me reconocería.
Horas antes, ese día de otoño de 1965, camino del aeropuerto de Los Ángeles, me había dicho a mí mismo que el hombre al que iba a saludar tal vez no me recordara. Habían transcurrido dos décadas desde la última vez que lo viera, y el encuentro había tenido lugar en otro continente y en circunstancias muy distintas. Entonces yo era un chico canijo y famélico de quince años con la estatura de un niño de diez. En ese momento era un adulto de treinta y cinco, estaba casado, era ciudadano estadounidense, veterano de guerra y maestro. Mientras los demás avanzaban para saludar a nuestro invitado, yo me quedé atrás. Al fin y al cabo, era el más joven del grupo y lo correcto era que los mayores pasaran delante. Supongo que, en el fondo, quería aplazar unos minutos más mi decepción si el hombre al que tanto debía no me recordaba.
Pero, en lugar de decepción, sentí una alegría inmensa. «¡Sé quién eres! —exclamó, y le chispearon los ojos—. ¡Eres el pequeño Leyson!». Su sonrisa y sus palabras me emocionaron.
Debería haber sabido que Oskar Schindler nunca me decepcionaría.
Aquel día, el de nuestro reencuentro, el mundo todavía no sabía nada de Oskar Schindler ni del heroísmo que había demostrado durante la Segunda Guerra Mundial. Pero los que estábamos en el aeropuerto sí lo sabíamos. Todos nosotros, y más de mil personas más, le debíamos la vida. Si sobrevivimos al Holocausto fue gracias a los enormes riesgos que corrió Schindler, a los sobornos que pagó y a los chanchullos que realizó para salvarnos a nosotros, sus obreros judíos, de las cámaras de gas de Auschwitz. Empleó su mente, su corazón, su increíble perspicacia y su fortuna para salvarnos la vida. Burló a los nazis convenciéndolos de que éramos esenciales para el esfuerzo bélico pese a saber que muchos de nosotros, incluido yo, no teníamos ninguna habilidad que pudiera resultar útil. De hecho, yo solo llegaba a los mandos de la máquina que me habían encargado manejar subiéndome a una caja de madera. Esa caja me dio la oportunidad de parecer útil y, por tanto, de seguir con vida.
Soy un superviviente insólito del Holocausto. Tenía mucho en contra y casi nada a favor. Era tan solo un niño; no tenía contactos ni capacidades, pero contaba con un factor ventajoso que compensaba todo lo demás: Oskar Schindler creía que mi vida tenía valor. Creía que merecía la pena salvarme, aunque al darme la oportunidad de vivir pusiera en peligro su propia vida. Ahora me toca a mí hacer lo que pueda por él y hablar del Oskar Schindler al que conocí. Lo hago con la esperanza de que se convierta en parte de vuestra memoria, del mismo modo que yo siempre formé parte de la suya. Este relato también es la historia de mi vida y de cómo se cruzó con la suya. Por el camino os presentaré a mi familia; ellos también arriesgaron su vida para salvar la mía. Hasta en los peores momentos, me hicieron sentirme querido y me demostraron que mi vida era importante. Para mí, ellos también son héroes.
Corrí descalzo por el prado hacia el río. Ya entre los árboles, me quité la ropa, agarré mi rama favorita, me colgué de ella, me impulsé hacia el agua y me solté.
¡Una zambullida perfecta!
Mientras flotaba en el agua, oí un chapuzón y luego otro: dos amigos míos se habían unido a mí. Al poco rato salimos del río y corrimos hasta nuestras ramas favoritas para volver a empezar. Cuando los leñadores que trabajaban río arriba amenazaron con aguarnos la fiesta lanzando al agua sus troncos recién cortados para que la corriente los llevara hasta el aserradero, nos adaptamos rápidamente y optamos por tumbarnos boca arriba, cada uno en un tronco, y contemplar los rayos de sol que atravesaban el follaje de robles, abetos y pinos.
Por mucho que repitiéramos aquellas rutinas, yo nunca me cansaba de ellas. En aquellos calurosos días de verano, en ocasiones llevábamos bañador, sobre todo cuando creíamos que podía haber algún adulto cerca, pero la mayoría de las veces nos bañábamos desnudos.
Lo que hacía que aquellas escapadas resultaran aún más emocionantes era que mi madre me había prohibido bañarme en el río.
Al fin y al cabo, yo no sabía nadar.
En invierno, el río era igual de divertido. Mi hermano mayor, Tsalig, me ayudaba a fabricar patines de hielo con todo tipo de materiales inverosímiles: restos de metal rescatados del taller de nuestro abuelo, el herrero, y trozos de madera del montón de la leña. Mostrábamos un gran ingenio en la fabricación de nuestros patines, que eran primitivos y toscos, pero funcionaban. Yo era pequeño pero rápido; me encantaba echar carreras con los niños mayores por la superficie irregular de hielo. Un día, David, otro de mis hermanos, pasó por encima de una capa de hielo fino que cedió y se sumergió en el río helado. Por suerte, el agua allí no era muy profunda. Lo ayudé a salir y volvimos corriendo a casa, a cambiarnos la ropa mojada y entrar en calor junto a la chimenea. En cuanto nos hubimos secado y calentado, volvimos corriendo al río para emprender otra aventura.
La vida parecía un viaje infinito y libre de preocupaciones.
Así que ni el cuento de hadas más espeluznante habría podido prepararme para los monstruos a los que me enfrentaría solo unos años más tarde, para las escapadas milagrosas que protagonizaría, ni para el héroe, disfrazado de monstruo, que me salvaría la vida. En mis primeros años no recibí ningún aviso de lo que se avecinaba.
Antes me llamaba Leib Lejzon, aunque ahora me llamo Leon Leyson. Nací en Narewka, una aldea rural del nordeste de Polonia, cerca de Białystok y no muy lejos de la frontera con Bielorrusia. Mis antepasados llevaban varias generaciones viviendo allí; de hecho, más de doscientos años.
Mis padres eran gente honrada y trabajadora que nunca esperaba nada que no se hubiera ganado a pulso. Mi madre, Chanah, era la menor de cinco hijos (dos niñas y tres niños). Su hermana mayor se llamaba Shaina, que en yiddish significa «hermosa». La verdad es que mi tía era muy guapa; mi madre no lo era, y esa diferencia influía en cómo las trataba la gente, incluidos sus propios padres. Mis abuelos querían a sus dos hijas, por supuesto, pero consideraban que Shaina era demasiado hermosa para realizar tareas físicas, mientras que mi madre no. Recuerdo que mi madre me contaba que tenía que llevarles cubos de agua a los peones que trabajaban en los campos. Hacía calor y los cubos de agua pesaban mucho, pero esa tarea resultó propicia para mi madre, y también para mí, pues fue en esos campos donde vio por primera vez a su futuro marido.
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