«Estamos en 1939. Tengo nueve años. Mis facciones son regulares, lo cual dicen que no abunda entre los judíos. Mamá es alta, esbelta y elegante. Nuestros conocidos dicen que se parece a Greta Garbo…».
Así se ve a sí misma y a los suyos la pequeña Stella cuando los alemanes invaden Polonia. Pero ese ambiente de belleza y buenas maneras cae como un castillo de naipes ante un invasor que no hace diferencias de aspecto físico o de educación. El objetivo nazi es eliminar a todos los judíos de Europa y, por tanto, también Stella irá a parar a un campo de concentración…
Stella Müller-Madej
La niña de la lista de Schindler
ePub r1.0
Mariola 27.08.16
Título original: Oczami dziecka
Stella Müller-Madej, 1996
Traducción: J. A. Bravo
Editor digital: Mariola
ePub modelo LDS, basado en ePub base r1.2
NOTA DEL EDITOR
N o hace mucho la Iglesia católica nombró patrona de Europa a una mujer de origen judío que murió en el campo de concentración de Auschwitz. La comprensible polémica suscitada por esa decisión impidió que se tuviera en cuenta su valor simbólico. Sobre todo en un momento en el que los europeos buscan nuevas formas para fortalecer su unión y que diversas instituciones han reconocido, como dijera Hannah Arendt, respecto a la persecución de los judíos, que «durante la segunda guerra mundial la mayoría se dejó llevar por el autoengaño».
Pero hoy también vemos con preocupación como gran número de electores dan su voto a partidos xenófobos y hasta racistas. ¿Qué es lo que motiva esa actitud?
Algunos sostienen que se debe, en parte, a la pérdida de la memoria histórica. Si es así, todos los testimonios sobre la terrible banalidad del mal que imperó en este continente en tiempos del dominio nazi tienen un indiscutible valor moral.
Ojalá que, con su prosa despojada de toda retórica, la protagonista de La niña de la lista de Schindler logre que el lector sea uno de los que digan con convicción: «Nunca más».
No sólo a toda forma de discriminación racial y atropello a los derechos fundamentales de las minorías en Europa, sino también en cualquier otro lugar del mundo.
A. L.
E stamos en 1939. Tengo nueve años y los mayores dicen que soy una niña bonita y despabilada. Tengo largas trenzas negras, ojos grandes y facciones regulares, lo cual dicen que no abunda entre los judíos. Toda mi familia es gente guapa, bien parecida. Mamá desciende de alemanes y todos sus parientes son rubios claros. Mamá es una belleza, alta, esbelta y elegante. Tiene el cabello rubio y unos ojos verdes maravillosos que siempre ríen. Nuestros conocidos dicen a menudo que se parece a Greta Garbo. Papá tiene hermosos cabellos negros como ala de cuervo, pero sobre todo es un hombre bueno y paciente. Mi hermano Adam tiene cuatro años más que yo, es obediente y no le castigan nunca; aunque miente como un bellaco siempre le creen.
En nuestra casa él es el preferido y yo, Stella, la deslenguada y desobediente.
Con nosotros vive también Mania, la muchacha, la que siempre sabe resolver todas las situaciones. La casa entera descansa sobre sus hombros. Yo adoro a Mania, y ella a mí. Para ella no soy una pequeña bruja sino «su muñequita» o «su angelito». Y también está Pucki, mi perro blanco manchado de negro. Tiene algo de terrier irlandés, pero no mucho. Me encantan los animales, sobre todo los perros. Siempre había soñado con tener uno grande, aunque mis padres dicen que yo valgo por toda una manada de perros cimarrones. Hasta el día que pillé un resfriado y mientras llegaba el médico ellos creyeron que era una pulmonía. Yo nunca había estado enferma, y entonces prometieron que me regalarían un perrillo cuando me pusiera buena. Y no tuvieron más remedio que cumplir su palabra.
Desde hace tres años vivimos en un hermoso barrio de Cracovia, tan nuevo que se está construyendo todavía, en la calle Szymanovski. La vivienda es muy espaciosa y los acabados son de lo más moderno, gracias a mi tío Grünberg, que es arquitecto. Frente a la casa se extiende un parque magnífico, aunque en parte abandonado, estupendo para jugar.
En la escuela estoy en segundo curso, no me gusta mucho estudiar pero voy sacando adelante las materias. Por consideración hacia nuestros parientes y conocidos, mis padres decidieron que mi hermano y yo debíamos estudiar hebreo. Hasta ese momento apenas había comprendido que somos judíos, ni me había dado cuenta de que éstos fuesen diferentes de las otras personas. De manera que nos pusieron un profesor particular para que nos diese clases de religión y del idioma. Pero las lecciones no duraron mucho; el profesor se enfadó conmigo y renunció al empleo. También me caía mal el maestro de música de mi hermano, pero en este caso no me valieron mis jugarretas. El pianista andaba algo enamorado de mamá, me parece.
A las horas de las comidas, Mania montaba guardia cerca de la puerta del comedor, y cuando yo empezaba a alborotar demasiado me llamaba con algún pretexto para evitarme la paliza que con toda seguridad habría merecido. Yo tenía, como ellos afirmaban, mala índole, y confiaban en que Mania ejerciese una influencia positiva sobre mí. Entre nosotras no había equívocos. Por Mania sería capaz de hacer cualquier cosa, y recibía de ella los castigos y las reconvenciones sin protestar. En cambio me rebelaba contra mis padres, y todas las veces que me castigaban, a mi entender injustamente, les deseaba toda clase de males. En mi fantasía los apartaba de mi vida por los procedimientos más crueles, por ejemplo imaginando que los aplastaba el tranvía. Sólo deseaba quedarme a solas con Pucki y con Mania.
No tenía amigas. No me gustaba jugar con otras niñas, porque no hacían más que chillar sin ton ni son. Prefería jugar con los muchachos, aunque ellos no siempre estuvieran dispuestos a hacerlo conmigo. La única chica con quien me llevaba bien era mi prima Ziuta Grünberg, que tenía cinco años más que yo, pero mis tíos vivían demasiado lejos y nos veíamos pocas veces. De manera que yo estaba muy sola y por eso me mostraba siempre tan intratable. En casa solían decir: «¡Qué niña tan difícil! ¿Cómo vamos a hacer carrera de ella?».
Estábamos de vacaciones en Rabka y adelantamos varios días el regreso. Reinaba una confusión enloquecedora y yo no entendía nada de lo que sucedía a mi alrededor. Todos corrían de un lado a otro como gallinas espantadas y acaparaban provisiones de todas clases, sobre todo cantidades increíbles de sacos de azúcar y de sémola. En todas partes se oía la misma palabra: ¡Guerra! En realidad yo estaba emocionada y divertida porque me dejaban hacer lo que quisiera sin reparar en mí. Hasta que, naturalmente, acabé por romper un jarrón muy valioso. Lo hice sin querer, pero mamá se enfadó conmigo y después de echarme una reprimenda se plantó delante de la puerta y dijo:
—Cuando haya terminado este desorden y este jaleo, ¡tú y yo pasaremos cuentas!
A partir de este momento deseé fervientemente que hubiese guerra, para que mamá no tuviese ocasión de pasar cuentas conmigo. En mi imaginación la guerra consistía en atrancar las puertas de las casas, y éstas eran defendidas por los hombres sable en mano. Dentro, mientras tanto, las mujeres cocinaban el rancho y curaban a los heridos. Yo las ayudaba y protagonizaba heroicos rescates, de manera que apenas veía llegado el momento de que aquella guerra comenzase en serio.