Léon Bloy - Exégesis de los lugares comunes
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Exégesis de los lugares comunes: resumen, descripción y anotación
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Exégesis de los lugares comunes — leer online gratis el libro completo
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Poeta místico encerrado en la sempiterna contemplación de las armonías invisibles y su criptografía, despiadado polemista (entre la delicadeza y la furia), antimoderno (en el sentido que le da Antoine Compagnon) y profundamente antiburgués, Léon Bloy empezó a escribir en 1900 esta Exégesis de los lugares comunes, que continuó en 1913 con una segunda entrega. Su objetivo final era retratar a «los imbéciles, lamentables y definitivamente idiotas de este siglo». De lectura feliz, singularmente rotundo e invectivo, el libro diseca una colección de frases hechas que atestiguan tanto su vaciedad estricta como la de quien las formula. Un retrato inmisericorde hecho por quien, en palabras de Remy de Gourmont, fue uno de los mejores creadores de imágenes que haya dado el mundo.
Léon Bloy
ePub r1.0
Titivillus 29.06.17
Título original: Exégèse des Lieux Communs
Léon Bloy, 1913
Traducción: Manuel Arranz
Diseño de cubierta: Leonard Beard
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
P iense, mi querido amigo, en nuestra pequeña capilla de Santa Ana y San Renato, tan humilde y tan pobre, allá, cerca del océano. En recuerdo de aquella capilla y de la hospitalidad de Ker Saint-Roch, le ruego que acepte la dedicatoria de este libro, más serio y más doloroso de lo que parece, en el que he mostrado, como mejor me ha parecido, la enfermedad de la que morimos.
Su nombre junto al mío, ya desde esta primera página, le condena a compartir mis desgracias. Amigo del escritor de mala fama al que osó llamar un ser vivo, no podrá usted escapar a su destino.
Nuestro encuentro fue un milagro provocado por el Dolor, y no faltará quien diga que la persistencia de nuestra amistad es otro. El prodigio más asombroso, ¿no consiste acaso en que un hombre escape entusiasmado de los lugares comunes con los que nos sentamos a la mesa, para venir a hurgar conmigo en solitario en las cabezas de los imbéciles?
Lagny, 31 de diciembre de 1901
LEON BLOY
DIOS NO PIDE TANTO
¡ Q ué epigrama para un comentario del Código Civil! Chiste fácil que hay que dejar caritativamente a los señores periodistas y funcionarios. El caso es grave.
¡No causa estupor pensar que esto se dice, varios millones de veces al día, a la cara escarnecida de un Dios que «pide» sobre todo ser comido! Lo inquietante del perpetuo regateo que implica este lugar común es que pone de manifiesto la falta de apetito de un mundo afligido, sin embargo, por la hambruna y reducido a alimentarse de su propia basura.
Sería ingenuo observar que en esta fórmula, bastante más misteriosa de lo que parece, el acento recae en la palabra «tanto», cuyo abstracto valor está siempre a merced de un patrón facultativo que nunca se explícita. Depende, naturalmente, del estado social de las almas.
Sin embargo, como la pendiente de toda negación lleva hacia la nada, no es exagerado concluir que la imprecisa exigencia de Dios equivale a nada, y que ese Dios, al no tener, a fin de cuentas, ya nada que exigir a sus adoradores —que pueden reducir su celo infinitamente—, no tiene nada que hacer en adelante con su Ser y su Sustancia, y debe necesariamente evaporarse. Efectivamente, poco importa que se tenga esta o aquella noción de Dios. El mismo no pide tanto, y ése es el punto esencial.
Cuando ruego a mi planchadora, la señora Alarico, que no prostituya a su última hija como ha prostituido a las cuatro anteriores o, tímidamente, pongo a mi propietario, el señor Fornicio, el ejemplo de algunos santos que no creyeron indispensable para el equilibrio social el condenar a muerte a los niños, y esas dignas personas me responden: «Nosotros somos tan religiosos como usted, pero Dios no exige tanto…», debo reconocer que son muy educadas al no añadir: ¡al contrario!, a pesar de que eso es evidente y necesariamente lo que piensan en el fondo.
Ellos tienen razón, sin duda, porque la lógica de los lugares comunes no perdona. Si Dios no exige tanto, está obligado, insisto, como consecuencia inevitable, a exigir cada vez menos, y finalmente a rechazarlo todo. ¿Qué estoy diciendo? Suponiendo que le quede todavía algo de existencia, pronto se encontrará en la urgente necesidad de desear que vivamos como cerdos, y de arrojar los rayos que le quedan sobre los puros y los mártires.
Los burgueses, por lo demás, son demasiado adorables como para no convertirse ellos mismos en dioses. A ellos, y sólo a ellos, les conviene pedir. Todos los imperativos les pertenecen, y podemos estar seguros de que el día en que pidan demasiado será precisamente el mismo día en que empezarán a darse cuenta de que no piden bastante…
«¡Yo pido vuestra piel, sucios canallas!», les dirá algún día Alguien.
EL HOSPITAL NO ESTÁ HECHO PARA LOS PERROS
E sto —¿hace falta que lo diga?— es una antífrasis. El siempre suave y refrescante Burgués utiliza de buena gana esta forma griega de la glosa confabuladora. Tendremos ocasión de observarlo más de una vez.
Hay que leer por tanto literalmente: El hospital está hecho para los perros. En este sentido, que es el verdadero, el Burgués habla como si fuera Dios. Los simples humanos no podrían decirlo mejor.
Abro la Sylva allegoriarum del hermano Jerónimo Lauretus, erudito infolio impreso en Lyon en 1622 por cuenta de Barthélémy Vincent bajo el signo de la Victoria, y encuentro lo siguiente en la palabra canis: «El perro es un animal al servicio del hombre para alegrarle con su compañía y sus caricias. Ladra a los extraños. Es sucio, rabioso y de una extremada lubricidad. Es el guardián del rebaño y espanta a los lobos. Es voraz y carnívoro y se come sus propios vómitos».
La ciencia moderna, con la que el género humano está en deuda por tantos descubrimientos útiles, supone, además, que el perro es cuadrúpedo y que carece de voz articulada. Pero no hay ningún motivo para que nos demoremos en estas hipótesis. Por lo demás, hay perros y perros, esto es archisabido.
El perro para el que está hecho el hospital es el carnívoro, el inmundo carnívoro, viejo o enfermo, cuya compañía ha dejado de ser agradable, incapaz ya de ninguna clase de violencia, que no tiene fuerzas ni para ladrar, que el rebaño, a su vez, tiene que proteger y al que los lobos amenazan.
¿Para quién, si no, pregunto, se abrirían esos admirables asilos donde se estira la pata, con tanto consuelo, en brazos de la Asistencia pública? El verdadero, el único, el auténtico perro es aquél —cualquiera que sea el número de sus patas o la fuerza de su mandíbula— que ya no puede ser aprovechable. Para ése, exclusivamente, funciona la administración de ubres colgantes que se amamanta a sí misma con la sangre de los agonizantes. Así es como lo ha querido el justo Burgués.
¿Acaso no es él el Señor? ¿No es el Dios de los vivos y de los muertos? Desde que el Código Napoleónico le ha promovido a sustituto de Jehová, nadie le juzga y hace exactamente lo que le apetece. Ahora bien, le apetece ser, precisamente, el Dios de los perros.
LA POBREZA NO ES UN VICIO
O tra antífrasis. ¿Querría usted decirme, mi amable propietario, qué otra cosa puede ser un
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