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Juan Madrid - Malos tiempos

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Juan Madrid Malos tiempos
  • Libro:
    Malos tiempos
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1995
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Malos tiempos: resumen, descripción y anotación

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Recopilación de crímenes horripilantes, Malos tiempos es una colección de relatos en la que reluce el mejor Juan Madrid, a caballo entre la crónica de sucesos y la ficción. Más allá de la inmediatez de los hechos que se le presentan, el lector no dejará de distinguir, como quien ve piedras debajo del agua, su continuidad con la España negra, violenta, atrasada y tremebunda que siglos de «progreso» material y social no acaban de conseguir maquillar ni esconder.

Juan Madrid Malos tiempos Edición revisada y prologada por el autor ePub r10 - photo 1

Juan Madrid

Malos tiempos

Edición revisada y prologada por el autor

ePub r1.0

Titivillus 04.03.2019

El crimen del cortijo

Aquel día, el hombre se sentó fuera del bar, en la sombra, aguardando el taxi del pueblo vecino. Llevaba una bolsa de viaje barata y una máquina de escribir portátil en su maletín. Podía parecer un practicante o un representante de alguna casa comercial de Sevilla si se hubiese vestido de otra forma. Tampoco tenía aspecto de maestro o de profesor del instituto de segunda enseñanza de la cercana localidad de Dos Hermanas. En realidad no parecía gran cosa: era periodista.

Diez años antes, en 1980, un día semejante a este, el termómetro marcaba cuarenta y nueve grados a la sombra y se cometía un crimen misterioso. Cinco personas eran asesinadas en un cortijo cercano al pueblo, sin móvil aparente. El brutal crimen conmovió a la opinión pública de todo el país. Se vertieron ríos de tinta sobre él, se hicieron películas y se lanzaron especulaciones sin cuento. Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, la policía no había hallado aún al asesino o a los asesinos. El múltiple crimen permanecía en el territorio de las sombras. Era un misterio.

Y, sin embargo, él tenía las claves de aquel suceso. Él sabía quién había matado a aquellas cinco personas y por qué. Sabía quién le había ayudado. Lo sabía todo.

Pero no podría escribirlo nunca. Jamás podría desvelarlo. El viaje había sido inútil.

Se pasó la mano por la frente. Tenía el cuerpo cubierto de sudor. No había ningún termómetro a la vista, pero calculó más de cuarenta grados, quizá cuarenta y dos o cuarenta y tres. De todas formas, un poco menos que aquel día nefasto de los cinco crímenes.

Poco había cambiado el pueblo en diez años. Allí estaba la misma plaza silenciosa y castigada por el sol, el Ayuntamiento, la iglesia de piedra, el juzgado y los dos bares. Había muerto Franco, había llegado la democracia y el Partido Socialista Obrero Español gobernaba el país, pero era necesario fijarse mucho para apreciar los cambios. En uno de los bares servían pizzas y se había asfaltado la plaza y la calle de las Flores. Quizá circulaban unos pocos coches más y algunas chicas del pueblo vestían algo parecido a minifaldas, pero al igual que diez años atrás —y quizá diez siglos— las tierras del pueblo pertenecían a dos señoritos que vivían uno en Sevilla y el otro en Madrid. Al conde de Casa Grande, residente en la capital del Estado, pertenecían tres cortijos: El Soto, Nuestra Señora de la Esperanza y La Calera. El marqués de la Vega era el propietario de los otros dos, los más grandes y los más importantes: La Seca, en los límites del pueblo, y Los Guindos, el mejor y más cuidado de la localidad. Veinte mil hectáreas de buena tierra dedicada a los olivos, el trigo y los regadíos. El marqués de la Vega vivía en Sevilla en un palacete de cuatrocientos metros cuadrados, con seis cuartos de baño, patio cerrado con una fuente del siglo XVI y mosaicos aún más antiguos. Poseía un piso en Jerez, otro en Madrid y más tierras en las provincias de Córdoba y Jaén.

Pero su cortijo preferido era Los Guindos. De allí provenía su familia —que se remontaba a los Reyes Católicos— y era la explotación agraria que más beneficios le reportaba. En Los Guindos fue donde se produjo el quíntuple crimen.

Don Pedro Fernández de Mairena, marqués de la Vega, tenía sesenta años cuando su cortijo se llenó de sangre, y era alto, huesudo y se creía heredero de las rancias tradiciones de honor y caballerosidad de la vieja aristocracia española. En realidad, el marqués no tenía un duro. Los cortijos eran de su mujer, doña Dolores Pérez Lobatón, de familia muy rica pero sin títulos nobiliarios. La boda del marqués con Lolita —contaba ella veinte años y él treinta y seis— aportó satisfacciones a las dos familias: por un lado dinero y cortijos y por otro el emparentamiento con una de las estirpes más linajudas de Andalucía. Todo el mundo salió ganando.

Pedro Fernández de Mairena había empezado una brillante carrera militar que truncó al llegar a comandante. Prefirió los cortijos a la milicia. Nadie se lo reprochó. El señor marqués aportó además al matrimonio a su antiguo sargento en el Ejército, Gerardo Sánchez Garzón, que se fue con él de secretario, administrador, confidente y compañero de farras. Entre los dos administraban —en régimen de separación de bienes— las cuantiosas fincas de la ahora marquesa de la Vega, doña Dolores Pérez Lobatón de Fernández Mairena.

Por uno de esos chistes del destino, el cortijo Los Guindos, que había pertenecido a su familia hasta finales del siglo XIX, y que fue vendido a los Pérez Lobatón, ahora volvía a sus antiguos propietarios. La historia hacía justicia.

Era como si todo tendiera a regresar a sus cauces.

El hombre que aquel día se sentaba fuera del bar, en la plaza de Altos de la Vega, volvió a pasarse la mano por la frente. El aire tórrido le asfixiaba. A las cuatro de la tarde, nada se movía en ese pueblo de la campiña de Sevilla.

Asunción, la viuda que regentaba el bar La Vega, abrió la puerta y se asomó. El hombre volvió la cara y le sonrió.

—¿Quiere usted algo? —le preguntó la mujer.

El hombre negó con la cabeza.

—Nada, gracias. Estoy esperando el taxi de Dos Hermanas. Llegará enseguida. No se preocupe usted.

La mujer se encaminó hacia la mesa que ocupaba el hombre y se quedó quieta, abanicándose con una hoja de periódico.

—¿No le han querido llevar los taxis de aquí? —volvió a preguntar.

—No, no han querido —respondió el hombre—. Ya lo ve usted.

—Aquí nadie quiere hablar. El cortijo es la vida del pueblo, ¿sabe? Todos dependemos del cortijo… Hay otros más, pero no conviene ponerse a malas con los señores.

—Lo sé —contestó el hombre—. Se pueden contratar peonadas de otros lugares, ¿verdad? De Córdoba o hasta de Extremadura.

—El señor marqués siempre ha sido bueno con el pueblo. Ayuda mucho. Y no digamos la señora marquesa. Es una santa. A mí me pagó todo el hospital, todos los gastos de mi Curro, que en gloria esté. Nadie va a decirle nada malo del señor marqués. Las desgracias es mejor dejarlas quietas, no tocarlas. Aquí ya hemos tenido bastantes desgracias.

—Pero los asesinos están sueltos, señora. Y cinco personas murieron. Y todas eran del pueblo. ¿Eso no cuenta?

—¿Y a usted qué? Usted se va a Madrid y nosotros nos quedamos aquí con lo nuestro. Si al señor marqués le pasara algo… —se detuvo unos instantes y luego prosiguió— bueno, quiero decir, cuando se muera, pues será su hijo, don Luis, el que seguirá con el cortijo, ¿sabe? Es mejor no tocar a los muertos.

—¿Y usted qué sabe lo que quieren los muertos? ¿Ha hablado con ellos? A lo mejor ellos quieren que se sepa la verdad, señora. Ellos vieron a los asesinos, ellos murieron mirándolos a los ojos. Ustedes creen que respetan a los muertos y es mentira, y lo saben. Tienen miedo. Están asustados —el hombre bajó la voz—. Como lo estoy yo también.

Se hizo el silencio entre los dos. La mujer se persignó.

—No mente usted a los difuntos —murmuró.

Un perro cruzó la plaza y se dirigió a la sombra cortada de la iglesia.

—Fue un día como hoy. —La mujer se volvió a persignar—. Hace diez años. El 22 de julio, pero hacía más calor.

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