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Joyce Johnson - Personajes secundarios

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Joyce Johnson Personajes secundarios
  • Libro:
    Personajes secundarios
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1994
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Personajes secundarios: resumen, descripción y anotación

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Uno

La fotografía sale en un libro. Cuatro jóvenes en el campus de Columbia un día de 1945. Tal vez sea a principios de primavera, porque tres llevan el abrigo desabrochado y el árbol del fondo está pelado. No son más que chicos.

A medida que envejezco, las figuras de la foto rejuvenecen. Visten con esa rara formalidad de la época que tan inocente nos parece hoy: cabello corto, abrigos largos. Burroughs lleva incluso un bombín negro que le da un aire de banquero inglés; es un disfraz deliberado. Quiere desaparecer tras el traje. Hal Chase, a quien nunca conocí —el que les presentó a todos a Neal Cassady—, parece el típico chico listo que, con una broma, es capaz de salvar cualquier situación. Allen es puro desgarbo y amargura adolescentes. Ha cerrado los ojos, como si el acto mismo de sacarle una fotografía le resultara una intrusión intolerable. Y en el centro está Jack. Sin abrigo, sólo lleva un traje demasiado grande con el que sus espaldas de estrella de fútbol americano parecen enormes y una corbata chillona y torcida. Con los brazos abiertos, agarrando a Chase y Allen, toca el hombro de Burroughs con la punta de los dedos. De la boca le cuelga un cigarrillo; parece un pianista de jazz o uno de esos periodistas curtidos y trasnochadores de las películas. Le dedica una sonrisa cálida y directa al fotógrafo mientras el obturador se cierra. De los cuatro, él es el único que, de verdad, está ahí.

En este retrato de grupo faltan dos personas. Lucien Carr, que a sus diecinueve años es una belleza rubia y demoníaca, está cumpliendo condena por lo que los periódicos del verano anterior habían descrito como un «crimen de honor». En la confluencia de la 116 y Riverside Drive, en la estrecha lengua de césped que se extiende entre West Side Highway y el río, había matado al hombre que quería hacerle el amor ahí mismo, que había ido pisándole los talones, que desde sus días de infancia en Saint Louis lo perseguía y lo asustaba. Con su navaja de boy scout, Lucien le asestó a Dave Kammerer dos puñaladas en el pecho, le ató las manos y los pies con cordones de zapato y, tras lastrar el cuerpo con piedras, lo empujó a las sucias aguas del Hudson. Unas horas más tarde fue a buscar a Jack y juntos enterraron las gafas de Kammerer en Morningside Park y tiraron la navaja por una alcantarilla. El resto del día lo pasaron como si el tiempo se hubiera detenido, en el extraño limbo que suele suceder a la catástrofe: vagaron por la ciudad y fueron a ver Las cuatro plumas antes de que Lucien se entregara.

Los periódicos insinuaron que Lucien había actuado bajo el influjo de la literatura. En el Journal-American aparecieron referencias a Una visión, de Yeats y a Una temporada en el infierno, de Rimbaud. Diez años más tarde, cuando el acto gratuito se puso de moda, en los relatos apócrifos del incidente que me llegaron ya se advertía cierto regusto a Gide. «Si no me amas, mátame», cuentan que dijo Dave Kammerer mientras se arrodillaba en la hierba, y Lucien le «hizo la gracia» de matarlo.

Por lo que respecta a las dos chicas, Edie Parker y Joan Vollmer, nunca he visto fotos suyas. Eran amigas íntimas, compartieron piso durante un tiempo y ejercieron de hilo conductor entre Jack y Burroughs, y Allen y Lucien. Desde 1941 Jack y Edie habían vivido juntos a temporadas. Fue Edie quien le pidió dinero a su familia y pagó la fianza de Jack cuando lo detuvieron como presunto cómplice de Lucien; alegó que estaba embarazada y que iban a casarse ese mismo día. Salieron corriendo hacia el ayuntamiento, y en una hora, y con el permiso de la policía, celebraron la ceremonia de matrimonio. Más adelante terminaron instalados en la casa de los padres de Edie en Grosse Point, Michigan, mientras Jack saldaba su deuda con los Parker trabajando en una fábrica de cojinetes. En enero de 1945, sin embargo, ya no quedaba nada entre ellos, y Edie se esfuma —o al menos eso cuentan las fuentes literarias— tras escribirle a Allen Ginsberg una carta patética en la que le suplica que le envíe una lista de libros «como los primeros que leíste», como si convirtiéndose en una réplica intelectual de Allen pudiera demostrarse digna de Jack y recuperarlo. Su dolor es tan desesperado, que incluso amenaza a Allen con poner al descubierto su homosexualidad en caso de que no la ayude.

A pesar de la carta, siempre he imaginado a Edie como a una de esas chicas que se esfuerzan tanto por mostrarse comprensivas, que su empeño termina resultando casi contraproducente. Y sin embargo, no puedes evitar que te guste. Seguro que incluso es mona, tendrá aquella gracia que las chicas de hoy han perdido: una chica con jersey ceñido, zapatos de golf y el cabello rubio recogido en un tupé. Hay algo decididamente valiente en su manera de enfrentarse a circunstancias insólitas, como si se enfundara un vestido, el de la vida, que no acaba de sentarle bien. ¿Qué se habrá hecho de Edie? Ya han pasado treinta y cinco años; se habrá recuperado, espero.

Sí que sé lo que se hizo de Joan Vollmer. En 1944 y 1945 su apartamento de la calle 115 era un prototipo de lo que en la generación siguiente se conocería como un «agujero». Un apeadero entre el Village y Times Square o entre el distrito universitario de Morningside Heights y los bajos fondos de Gorki marcado en el mapa mental de todos los que se conocieron, vivieron, hicieron el amor, sufrieron y experimentaron con las drogas en aquellas seis habitaciones enormes en las que Joan vivió sola con un bebé hasta que Edie le presentó a Jack. Y Jack —que advirtió la afinidad entre el ingenio agudo y brillante de Joan y el de Bill Burroughs— le presentó a Bill. Y Burroughs, que se había quedado sin piso, se mudo allí. Se instaló en una de las habitaciones; en ocasiones prefería dormir acompañado. Luego llegaron Allen, Hal y Jack, y también Edie, poco antes de que su matrimonio se viniera abajo.

Joan igualaba a Burroughs en ingenio, y también en otras cosas. Según parece, se había convertido en una ávida lectora de Korzybski —y de Spengler, y de Kafka…— que, para desconcierto de los hombres, era capaz de participar en sus discusiones sin amilanarse. También compartía con Burroughs un creciente interés por las drogas. Andaba todo el día colocada con la bencedrina que impregnaba el algodón de los inhaladores nasales. Quizá fue Bill quien le enseñó a cascar el tubo del inhalador como una nuez para extraer un algodoncillo que podría tragarse con el primer café de la mañana para transformar la grisácea luz de invierno que llegaba del patio, y la cocina llena de basura, y el llanto agotador del bebé mojado.

Allí, en la calle 115, en las habitaciones que antes de que Bill y los otros llegaran no habían sido más que seis conchas vacías, reinaba ahora una eterna intensidad mágica, un fulgor que se reflejaba en otro fulgor. En ocasiones, la electricidad de Joan debió de parecer casi palpable, su resplandor interno debió de desbordarse; incluso a un desconocido como Herbert Huncke —un drogadicto que rondaba por aquellos bares de la calle 42 que Bill acababa de descubrir y que se había llevado al apartamento— le impresionó aquel resplandor. Más tarde recordaría a Joan como «una de las mujeres más bellas que he conocido jamás».

Huncke también se convirtió en un miembro de la familia que Joan creó en aquel legendario apartamento, en el cicerone de una forma de vida subterránea que a todos les fascinaba cada vez más. En aquel traicionero mundo de camellos y drogadictos, de ladrones y putas, tenía que esconderse, por fuerza, alguna verdad fundamental a la que no se llegaba leyendo a Dostoievski o a Céline; había que experimentarla de primera mano.

Burroughs, el aristócrata del grupo, el heredero de los millones de la Burroughs Adding Machine Company, se sumergió en aquel mundo hasta unas profundidades que ni Jack ni Allen alcanzaron jamás. Se compró una metralleta y comenzó a trapichear con cápsulas inyectables de morfina. Se casó con Joan en enero de 1945. Por entonces la bencedrina ya la había dejado un poco paranoica, y es posible que también hubiera comenzado a pincharse morfina. Habría secundado a Bill en cualquier cosa. Y lo hizo.

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