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Jorge Martínez Reverte - Una infancia feliz en una España feroz

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Jorge Martínez Reverte Una infancia feliz en una España feroz
  • Libro:
    Una infancia feliz en una España feroz
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2018
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Una infancia feliz en una España feroz: resumen, descripción y anotación

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Al cine con pan y chocolate

AL CINE CON PAN Y CHOCOLATE

El acomodador del cine Galileo tenía buena puntería y mejor memoria. Su linterna nos dejaba a mis hermanos y a mí a los pies de los caballos, todo sea dicho con el debido respeto a mi madre, que iba angustiada en busca de sus tres hijos mayores y, con buen criterio, comprobaba si seguíamos en el cine, a donde habíamos ido varias horas antes. Aquel día echaban un programa doble, como ocurría en casi todos los cines del barrio.

Una de las películas que tocaba ese sábado era Fort Apache, y cuando mi madre nos encontró con ayuda del acomodador, uno de los típicos sargentos que aparecen en las de las cintas de Ford decía:

—¡Ojalá me cortaran este dedo!

Y ya no pudimos seguir viendo la película. Los programas dobles en sesión continua tenían sus limitaciones y mis hermanos y yo habíamos abusado del poco dinero que cobraban por una sesión de cine que habíamos convertido en cuádruple.

La cosa se saldó con una bronca, pero no hubo ni azotes ni demasiados gritos. Lo de quedarnos sentados en la butaca dejando pasar una sesión tras otra lo hacíamos a menudo los jueves, que era el día en que los escolares teníamos la tarde libre, o los fines de semana. Pero si se trataba de una película de John Ford, era casi seguro que haríamos la travesura. Unas veces en el cine Apolo, otras en el Vallehermoso o en elGalileo, que era el más pequeño. Madrid estaba lleno de salas de cine, y en mi barrio había muchas, todas con sesión doble los jueves. Si las familias tenían recursos, al lado estaban las calles de Luchana y Fuencarral, con sus salas de estreno. Pero mis hermanos y yo pasábamos todo el tiempo que podíamos en esos cines casi siempre llenos, al menos los jueves, los sábados y los domingos. Con su olor a sudor, a pipas y a un chocolate espantoso, el Kitín de Nogueroles, que sabía a tierra y te dejaba la boca como si se hubiera comido uno un trozo de campo.

John Ford rodó Fort Apache en 1948, el mismo año en el que yo nací, y era una de las películas preferidas de los tres hermanos. Siempre que la veía me parecía que era la primera vez, y creo que a ellos les pasaba lo mismo. La película había sido estrenada hacía un par de años, y por eso la podíamos ver en sesión doble en un cine de nuestro barrio. Esa vez me quedé sin ver cómo los indios exterminaban a todo el regimiento al que Henry Fonda conducía al desastre. Pero nos sabíamos la película de memoria y podíamos jugar a rememorar la batalla sin miedo a equivocarnos. La verdad es que llegamos a aprendernos diálogos enteros de la película.

La pareja formada por John Ford y John Wayne disfrutaba de gran éxito en todas partes. Nosotros no conocíamos al director, pero eso no nos importaba; ya tendríamos tiempo para esas minucias. Pero al actor principal sí lo identificábamos al momento. Como vivíamos en una sociedad muy machista, no podíamos decir que un actor era guapo, sino que tenía cara de machote. Y John Wayne la tenía.

Unos años antes de que John Ford dirigiera a John Wayne en Fort Apache, Raoul Walsh ya había rodado Murieron con las botas puestas con otro galán de moda, Errol Flynn. Las dos películas versaban sobre las peripecias de un imbécil que pasó a la historia como un héroe, el coronel Custer.

Alguien del periódico Arriba que presumía de saber inglés convenció a mi padre de que Flynn se pronuncia «Flain», por lo que acabé haciendo el ridículo allá por donde pasaba y hablaba de la película. Creo que incluso convencí, gracias a mi gran ingenuidad lingüística, a algún adulto.

—Flain, se pronuncia Flain. Seguro.

Yo todavía no me daba cuenta de que la cinta de Walsh era decididamente reaccionaria, mientras que la de Ford tenía un mensaje progresista que no debió de percibir John Wayne, quien, al parecer, era uno de los actores más retrógrados de la época. Pero yo, además de no enterarme de nada, pasaba olímpicamente de todas esas cuestiones. Nadie me las planteaba y tenía muchas cosas que hacer como para perder el tiempo en minucias.

En la de Errol Flynn (porque habíamos decidido que los directores no eran trascendentes) los oficiales de Custer cantaban el Garry Owen, que era la música con la que desfilábamos cuando íbamos montados a caballo, o sea, dando bizarros saltitos en formación detrás de Javier, que era el que lideraba el regimiento. La letra de ese himno guerrero era muy fácil, algo así como: «tatata tatatá, tatatá, hallowey, hallowey». Era en inglés.

Cuando estaba mi primo Fernandito, que tenía casi la misma edad que Javier, era él quien ostentaba el grado de capitán. Yo no pasaba de cabo. En la vida real me sucedió lo mismo.

Años después, en Navalcarnero, llegamos a contar hasta doce soldados, que nos parecían centenares, armados y equipados por el arsenal de mi familia y el de Manel, que era el hijo mimado de un padre viudo temprano y que aportaba sombreros, pistolas y, sobre todo, dos sables de goma muy afilados que nos resultaban muy útiles para descabezar plantas de ricino reales y a salvajes imaginarios. Una tía de Manel, la adorable Chon, nunca se enfadó por la muerte de los indios, pero sí, y mucho, por el descabezamiento de sus hermosos ricinos. En una ocasión, mi cara de bueno no me salvó del chorreo, porque me pillaron con el sable en la mano.

Javier nos conducía, como debía ser, a la emboscada que los indios apaches nos habían tendido. Los indios eran mi primo Manolito, que iba ataviado con un imponente penacho de plumas, también propiedad de Manel, y nos atacaba sin tregua hasta que moríamos todos. Ni que decir tiene que mi hermano Jose aguantó tres o cuatro lanzadas antes de caer definitivamente exánime. Matar a Jose era una tarea casi imposible. Mi hermano Javier se desesperaba al tener que aplazar una y otra vez el último acto de su heroica gesta.

Mi primo Manolito, que era ni más ni menos que Sitting Bull, demostraba una resistencia admirable, porque representaba él solo a cientos de guerreros. Tenía una gran responsabilidad al encarnar a una tribu tan noble, por lo que, cuando finalizaba su también noble pero sangriento ataque, se comía crudo el corazón de mi hermano Javier. Así de dura era la guerra que librábamos.

Muy pocos años después, quizá cuando yo tenía siete u ocho, se estrenó El hombre tranquilo, rodada en 1952 y que se convirtió, sin lugar a dudas y para siempre, en la película favorita de los tres hermanos. De esa sí que nos aprendimos todos los diálogos y éramos capaces de representarla entera, con música y efectos especiales incluidos. A Jose le gustaba ser Danagher, el rudo hermano de Mary Kay, para poder caer estrepitosamente al suelo arrastrando muebles y otros enseres domésticos cuando Javier, que solía encarnar a Sean Thorton, le pegaba el último puñetazo. Yo estaba abonado al humilde papel de parroquiano de taberna, eso sí, esta vez con varias frases. Para ser una película de Ford, no estaba mal.

La película hizo que, inducidos por Javier, lógicamente más despierto que sus hermanos en eso del amor, nos quedásemos prendados de ese prodigio de fuerza y belleza que era Maureen O’Hara. Ella fue la mujer a la que todos hemos sido fieles, y lo seremos hasta el fin de los tiempos. Años después, más de cuarenta, viviría con ella un episodio que contaré un poco más adelante.

Jose era quien mejor escenificaba, con más realismo, los pasajes de riesgo de las películas que veíamos juntos. Cuando alguno de los otros dos no asistía a una proyección por la razón que fuera, redoblaba la intensidad de sus actuaciones. Yo no pude ir a ver La trinca del aire, rodada en 1951 por Ramón Torrado, con Jorge Mistral como protagonista guapo y Fernando Fernán Gómez como protagonista feo. El empeño de Jose por dar a la narración el máximo realismo le llevó a lanzarse en paracaídas desde lo alto de un armario. El resultado fue de un verismo atroz: mi madre, en ausencia de mi padre, encabezó una pequeña comitiva que llevó a Jose, que sangraba por la cabeza, a la Casa de Socorro más cercana.

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