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Jesús Franco - Memorias del tío Jess

Aquí puedes leer online Jesús Franco - Memorias del tío Jess texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2004, Editor: ePubLibre, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Jesús Franco Memorias del tío Jess
  • Libro:
    Memorias del tío Jess
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2004
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Memorias del tío Jess: resumen, descripción y anotación

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Este libro se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Fernández Ciudad, S.L. (Madrid) el mes de mayo de 2004 y fue editado en formato epub en los talleres de epubgratis.me en septiembre de 2012.

JESÚS FRANCO MANERA Es un director de cine actor guionista compositor - photo 1

JESÚS FRANCO MANERA . Es un director de cine, actor, guionista, compositor, productor y montador nacido el 12 de mayo de 1930 en Madrid. Se casó con Lina Romay en Málaga, el 23 de Abril de 2008.

Es conocido fundamentalmente por su labor como director. Ha rodado unas 200 películas y ha declarado que morirá "con la cámara al hombro". Ha trabajado en multitud de países, como Francia, Alemania, Suiza, Portugal, Italia, Estados Unidos, etc.

Convertido en autor de culto para las jóvenes generaciones, el irreverente, polifacético y genial director publicó sus memorias en 2004, presente libro.

Título original Memorias del tío Jess Jesús Franco 2004 Diseño de portada - photo 2

Título original: Memorias del tío Jess

Jesús Franco, 2004

Diseño de portada: Jesús Sanz

Editor digital: minicaja (r1.0)

ePub base r1.0

Jesús Franco Manera Jess Franco para la posteridad evoca en este libro los - photo 3

Jesús Franco Manera, Jess Franco para la posteridad, evoca en este libro los hitos principales de su biografía: desde la infancia y primera juventud en el Madrid de la posguerra, años marcados por la pobreza material y espiritual de la que le salvó su pasión por el cine y la música de jazz, a la época de la rebeldía y el aprendizaje en París.

Jess Franco recuerda sus primeros pasos en el cine, la bohemia de los años cincuenta, su amistad (y también los desencuentros) con Bardem, la colaboración con el Orson Welles más épico de Campanadas a medianoche, los primeros triunfos, el reconocimiento en festivales internacionales y también los tremendos varapalos de la censura franquista que le obligaron a trasladarse a París. Poco después rueda Gritos en la noche, actualmente considerada una obra maestra del cine de terror, y que inaugura la etapa más prolífica de su carrera.

Casi cuarenta años y más de doscientas apasionadas e inclasificables películas después, el tío Jess se ha convertido en un icono para legiones de amantes del cine, fascinados por su peculiar universo, y ha recibido multitud de homenajes. Entre ellos, destaca el ofrecido por la Cinémathèque de París, en 1998: su director, Jean François Rauger, dijo entonces que no se podía comprender el cine de Jess Franco “sin tomar conciencia de que aquello que los lugares comunes consideran defectos, en él son cualidades muy particulares”, quizá la mejor descripción de la esencia de este cineasta inimitable e irrepetible.

Jesús Franco Memorias del tío Jess ePub r10 minicaja 290513 Capítulo - photo 4

Jesús Franco

Memorias del tío Jess

ePub r1.0

minicaja29.05.13

Capítulo I

Gritos y susurros

«El día en que nací yo, mi madre no estaba en casa. Así que bajé y le dije a la portera: señora Patro, he nacido; soy niño».

Miguel Gila comenzaba con esta frase uno de sus monólogos más surrealistas e improbables, pero, en mi caso, bastante cierto. Por supuesto, mi madre sí estaba en casa. Aquella cubana pequeña, gordita y encantadora, siempre estaba en casa. Con los doce hijos que le hizo mi padre, se pasó la vida pariendo, amamantando y acunando. Yo fui el penúltimo de la prole y la pillé a la pobre entre noqueada y ausente. Las malas lenguas, mis tías cubanas, sobre todo, decían que ese permanente estado de gravidez de la pobre Lola Manera le venía muy bien a mi padre para campar por sus respetos e incluso para tener alguna aventurilla; yo nunca me creí semejante rumor, dado que el hombre trabajaba como una bestia para alimentar a tanto energúmeno. Mi padre era médico militar, radiólogo, para más detalles, y bastante bueno, según dicen. Por las mañanas, se vestía de uniforme y se iba al hospital. Por la tarde, se vestía de paisano y trabajaba en su consulta privada. Era un franquista convencido y tan estúpidamente honesto que ni siquiera en los tiempos de mayor penuria —al principio de los años cuarenta— utilizó la cartilla del economato militar. Sólo traía a casa el chusco diario de pan, como cualquier soldado. Por cierto, este chusco, al principio casi negro y repugnante, se fue haciendo, con el paso del tiempo, más blanco y apetitoso, como un incipiente y tímido símbolo de que España «iba bien» o, mejor aún, de que «en España empezaba a amanecer».

A amanecer por cojones. Con medio país encarcelado o escondido, con unas leyes crueles, arbitrarias y bananeras, o simplemente inexistentes. Primaban la delación y el enchufe. Aquélla te llevaba a la mazmorra fría por un quítame allí esas pajas, como en el caso, que conozco bien, de Julián Marías, terrible bolchevique revolucionario, como todos sus lectores saben, a quien mandaron a la trena algunos compañeros de la Universidad por los artículos que había escrito ¡¡en ABC!! Al pobre hombre lo metieron en una prisión improvisada en la calle Florida, en pleno centro de Madrid. Mi hermana mayor, Lola, que era ya su novia, se pasaba las noches llorando.

Un día, por no se sabe qué coño de fiesta del «glorioso alzamiento», permitieron que los niños visitaran a sus parientes reclusos, y allí llegué yo, completamente acojonado, con un chusco y una carta. A pesar de que yo era un enano escuálido y mequetréfico, fui meticulosamente cacheado antes de entrar en un sótano enrejado donde se hacinaba, como en el metro a hora punta, casi un centenar de hombres tan acojonados como yo. Y allí estaba Julián: flaco, sucio, pero lleno de esa dignidad de castellano viejo. Yo le di el pan y la carta y le dije que Lola estaba bien y le mandaba besos, y él me pidió que le dijera a ella más o menos lo mismo. Los afortunados visitantes no llegábamos a la docena, y los hombres que estaban a nuestro alrededor, sentados en el puto suelo o de pie, agarrados a la verja, me miraban con envidia, por visitar al novio de una hermana, al que yo no conocía, casi. Aquella visita y las dos o tres que la siguieron, sobriamente patéticas, me sirvieron para dejar de odiar, o al menos para odiar menos, a aquel novio pijo y pedante de Lolita, que no quería que yo leyera los tebeos de El Hombre Enmascarado, Roberto Alcázar o Tarzán, sino Taras Bulba, Tartarín de Tarascón, Platero y yo, u otras mariconadas por el estilo. El no tenía autoridad para prohibirme nada, pero le comía el coco a mi hermana que, simplemente, me los quitaba.

Creo que ésta fue la primera censura que sufrí en mi existencia, al menos directamente. Yo era demasiado crío para entender que todo estaba manipulado, censurado, en aquel mundo cerrado que me rodeaba, y que la puñetera censura estético-educativa que yo sufría era, al menos, bienintencionada, aunque no por eso menos obtusa e ineficaz. Aprendí a fingir, a mentir. Escondía mis tebeos cuando oía a mi hermana o a Julián venir hacia mi cuarto. Yo tenía siempre al alcance de la mano Cuento de Navidad, de Dickens, y cuando mi puerta se abría, yo aparecía enfrascado en su lectura. A la tercera vez, mi hermana me preguntó escamada:

—¿Estás leyendo otra vez Cuento de Navidad?

Con una sonrisa beatífica, ensayada ante el espejo, respondí:

—Me encanta. Es precioso.

Y añadí, para disipar cualquier duda:

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