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AA. VV. - 40 años con Franco

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AA. VV. 40 años con Franco
  • Libro:
    40 años con Franco
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    ePubLibre
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    2015
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40 años con Franco: resumen, descripción y anotación

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Años de gloria, años de sombra, tiempos de crisis

Años de gloria, años de sombra, tiempos de crisis

Ángel Viñas

LA DICTADURA EMPRENDIÓ el camino de su consolidación al comienzo de los años cincuenta. No sin dificultades. Por sorprendente que pueda parecer, en la perspectiva de hoy las más allanables fueron desde el primer momento las relacionadas con su aceptación internacional. Los costes en que se incurrió se disimularon cuidadosamente. Algo más complicadas fueron las dificultades relacionadas con la «normalización» económica pero, al final, se echaron al cubo de la basura los tan queridos planteamientos autárquicos que defendieron con uñas y dientes Franco mismo y su fiel escudero Carrero Blanco y se abrió, aunque nunca lo suficiente, el anquilosado y superintervenido sistema económico en proa a una crisis de balanza de pagos. Ante el ser y el no ser, no fue imposible, aunque sí difícil, inclinar a Franco hacia lo primero. El éxito suscitó ilusiones y generó posibilidades de proseguir la ansiosa búsqueda de abrazos exteriores. Se hizo. Sin embargo, de hecho resultó insoluble taponar durablemente las contradicciones que surgieron entre la liberalización económica y el encorsetamiento político-institucional. Los objetivos esenciales, ya aparentes desde 1945, se mantuvieron de manera rígida: promover la respetabilidad del «régimen del 18 de julio» y, con ella, la de la augusta persona que conducía una España rescatada, para siempre, de los demonios al acecho del comunismo, del liberalismo, del socialismo y de la masonería en un marco de «democracia orgánica». Tras su fallecimiento, se evidenció su fracaso absoluto. La dictadura, que algunos ya empezaron a rebautizar «científicamente» en los años sesenta como mero «régimen autoritario», siempre fue «no homologable».

HACIA LA ACEPTACIÓN EXTERIOR Y LA BÚSQUEDA DE LA GLORIA

A pesar de interpretaciones interesadas en sentido contrario, Franco comprendió pronto que la derrota de las potencias fascistas en la segunda guerra mundial no implicaba peligros existenciales para su régimen. Como mucho una travesía del desierto más o menos larga. Entre los vencedores nunca hubo demasiado apetito para tomar medidas contra la dictadura (lo que la oposición en el exilio tardó en comprender en toda su significación). Franco, por el contrario, conocía a la perfección lo que significaba tener en su mano la posibilidad de jugar una carta absolutamente fundamental. Ya la había utilizado durante la guerra civil. Lo repitió, con mayor éxito, en la segunda guerra mundial. La carta era la posición geoestratégica de España. En la primera ocasión, para conseguir que se aceptara su neutralidad en el caso de una crisis europea en conexión con las amenazas alemanas sobre Checoslovaquia. Durante el segundo conflicto porque constantemente había recibido seguridades a nivel creciente acerca de la intención de los aliados occidentales de no proceder contra España con tal de que se mantuviese no beligerante.

La incipiente guerra fría (la división entre los Aliados había sido una de las constantes de la propaganda goebbelsiana, de fuerte efecto en España) reforzó las anteriores experiencias. Había, por consiguiente, que aguantar la marejada. El entonces subsecretario de la Presidencia y posterior consejero áulico, almirante Luis Carrero Blanco; algunas cabezas pensantes (hoy olvidadas) de un Ministerio de Asuntos Exteriores de obediencia nacionalcatólica; los consejos del Vaticano y más tarde la actuación en Estados Unidos del denominado Spanish lobby obraron en la misma dirección. Tras la tempestad vendría la calma. La dictadura tendría, simplemente, que desprenderse de una cierta parafernalia fascista, remozar su imagen y, sobre todo, no ceder en lo sustancial. Franco había aprendido, por lo demás, que mostrar debilidad podía resultarle fatal.

La supresión del saludo a la romana, un remedo de bill of rights en el formato del inefable Fuero de los Españoles (julio de 1945) y las leyes del referéndum nacional (octubre de 1945) y de sucesión a la Jefatura del estado (julio de 1947), amén de otras medidas cosméticas, cubrieron la papeleta. Casi pasó desapercibido el levantamiento del estado de guerra (que se arrastraba desde 1936). En realidad no varió un ápice la extraordinaria capacidad represiva, bien engrasada y experimentada. Se intensificó, aunque era difícil superar antecedentes, la mitologización de la figura sobrehumana del Caudillo que había mantenido la neutralidad española contra viento y marea y que seguía empeñado en la tarea de reconstruir económica, social y espiritualmente a España. La exaltación hipernacionalista («si ellos tienen UNO, nosotros tenemos dos») ante el «ataque» de Naciones Unidas y su presunto «cerco internacional» (duración máxima: cuatro años) hizo el resto.

Solo la economía creaba preocupación. El intervencionismo abarcaba todo, en un sistema que seguía siendo casi de guerra. Los precios, la producción, el consumo, el comercio interior y exterior estaban encorsetados. Los medios eran variadísimos: autorizaciones para instalación, ampliación o traslado de industrias; registros; censos; cuotas; racionamiento de bienes de consumo y de producción; guías de transporte; salvoconductos; cupos obligatorios; inspecciones de todo tipo; fijación de salarios por el estado; mercado negro amplísimo. Faltaba, al tiempo, un desarrollo sistemático de la legislación mercantil. Incluso los análisis internos de una burocracia corrompida y, en general, mediocre advertían de la gravedad de la situación. La necesidad de divisas era angustiosa. Las medidas ortopédicas adoptadas (fueron muchas y crecientemente complicadas) revelaron una y otra vez su insuficiencia. Las tensiones inflacionistas eran difíciles de controlar.

Naturalmente, el apoyo exterior era inexistente. La exclusión del Plan Marshall se hizo realidad. Participar en él es algo que Franco no se había atrevido a solicitar por si se encontraba con un rechazo, pero el comprobarlo resultó doloroso. Así pues, Franco, se aferró a la máxima de que «la intendencia ya se movería». Si se habían superado los constreñimientos de la guerra mundial, también se triunfaría de las limitaciones económicas. Lo primero, lo fundamental, era conseguir una cierta seguridad para el régimen. Esta solo podía proceder del exterior.

Los rayitos de luz no tardaron en percibirse. Vinieron de fuera. Los norteamericanos, antaño englobados en la «científica» categoría de «democracias decadentes», mostraron interés por alquilar partes del patrimonio inmobiliario español. Los primeros signos, minúsculos, ya se habían manifestado en fecha tan temprana como 1945. Al descender en Europa el telón de acero (expresión acuñada por Churchill en su correspondencia con Truman en 1945) y caer Checoslovaquia, la que parecía imparable progresión del rodillo soviético (China, Corea) realzó el papel de la Península como plataforma para una eventual retirada de los ejércitos occidentales y de lanzamiento de la reacción que procedería de allende el Atlántico.

El acercamiento hacia Estados Unidos se hizo rápidamente y desde un principio prometió dividendos sustanciales. Los primeros fueron una modestísima ayuda económica (62,5 millones de dólares) en la que el Spanish lobby demostró sus potencialidades. El envío de varias misiones exploratorias en los ámbitos estratégico y económico indujo a Franco a dejarse querer. No tenía mucho que perder, y en 1952 el levantamiento (presentado con carácter temporal, por si las moscas) del sistema de racionamiento de los principales productos alimenticios redujo tensiones internas. Cuando algunas desbordaron los estrechos límites tolerados, la represión no se hizo esperar.

En paralelo fue negociándose un concordato que reflejaba todos los deseos que la iglesia Católica, sociedad perfecta por definición legal, podía pedir a un estado. Un tratadista de la época lo consideró como «el más conforme a la doctrina de la Iglesia que haya podido ajustarse a través de todas las épocas de la historia». Ilustres y sesudos varones, seglares y clérigos, se pronunciaron en el mismo sentido. Fue, en efecto, un triunfo espectacular del Vaticano. Se reflejó en cesiones muy sustanciales en el plano económico y en facilidades siempre ambicionadas por la jerarquía española en materias tales como la educación y la conducción moral de la sociedad. En comparación con ello, la confirmación solemne de los compromisos existentes desde 1941 en materia de presentación de nombres por parte de Franco (una de las prerrogativas tradicionales de los monarcas españoles) para la designación de arzobispos y obispos y, en particular, la introducción de las preces que desde entonces se elevaron en todas las misas en España por el jefe del estado robustecieron la imagen de un Caudillo que también lo era «por la gracia de Dios».

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