Portadilla
Kilian Jornet
LA FRONTERA INVISIBLE
Créditos
Título original: La frontera invisible
Primera edición: noviembre del 2013
© de esta edición:
Ara Llibres, SCCL
Corders, 22-28
08911 Badalona
Tel. 93 389 94 70
www.arallibres.cat
© 2013, Kilian Jornet
© 2013, Joan Lluís Quilis Sarsanedas, por la traducción
Diseño de la cubierta: Pol Millieri (www.millieri.com)
Fotografía del frontal: Sébastien Montaz
Fotografía de la contra: Kilian Jornet
Fotografías del pliego interior: Kilian Jornet
Fotocomposición: Infillibres, S.L.
ISBN DIGITAL: 978-84-15645-28-3
Todos los derechos reservados. Se prohibe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, y el alquiler o préstamo público sin la autorización del copyright , salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra.
Dedicatoria
A los maestros.
A los que no tienen miedo
a fracasar,
a buscar,
a perderse,
a soñar,
a abandonar la comodidad,
a ser ellos mismos,
a encontrar.
A los que no tienen miedo
a vivir.
Nota del autor
N OTA DEL AUTOR
La historia que voy a contar a continuación cabalga entre la realidad y la ficción. La primera parte, concretamente los dos primeros capítulos, está basada en hechos reales. La expedición al Himalaya está inspirada en una experiencia que viví en el invierno de 2013, en las montañas de Nepal, con dos compañeros (Jordi Tosas y Jordi Corominas). Los personajes, sus historias y la persona a quien va dirigido el libro son fruto de mi imaginación.
1. Sobre las nubes
S OBRE LAS NUBES
«Sin sombra no hay luz, y sin luz no hay sombra.»
S YLVAIN T ESSON , Dans les forêts de Sibérie
Cap. 1
De niño, creía que nada podía pasarme; aún no conocía el dolor. Y, sin darte cuenta, vas jugando (al escondite inglés, a decidir los estudios, a independizarte, a tener coche, a echarte novia, a pagar una hipoteca, a trabajar, a tener esposa, a tener hijos, a ser responsable...), y un día, de repente, sin pedírselo a nadie, te haces mayor. Te levantas, vas a lavarte la cara y, al mirarte al espejo, ves que eres adulto.
Quizás es por miedo a que la nieve borre las huellas que dejaré detrás de mí, si no soy capaz de volver, por lo que he sentido la necesidad de poner en negro sobre blanco mis pensamientos. O quizás, desconfiando de mi memoria, quiero contarte lo que mis ojos ven para no olvidar detalles al volver. O quizás es que la perspectiva de un mes y medio sin electricidad y, por lo tanto, alejado de las distracciones que me permiten los juguetes de la tecnología, me ha hecho llegar a la conclusión de que escribir este cuaderno va a ser el entretenimiento más emocionante que puedo encontrar.
Es un cuaderno Moleskine, de tapa dura, de trece centímetros de ancho y veintiuno de largo, con 240 páginas de aquel tono amarillento casi imperceptible que tiene el papel reciclado. Lo he comprado en el aeropuerto de Ginebra. Mientras esperaba el vuelo QR 325 en dirección a Katmandú, estaba curioseando por las tiendas de la zona de tránsito y he entrado a una librería a hojear sus libros y revistas. Era el único cuaderno rojo en un estante de libretas negras; de distintos tamaños y grosores, pero todas negras. ¿Por qué he elegido la roja? Quizás para mostrar que, pese a mi timidez, me gustaría ser comunicativo. Quizás por la bandera del país donde entraremos clandestinamente. O quizás porque era la única libreta roja y, debido a mi vena punk , inconscientemente he recordado uno de los libros que más me marcaron de joven, Kiss or Kill , de Mark Twight: «Cuando miras a tu alrededor y estás rodeado de gente en tu camino es que algo estás haciendo mal.» Guardo el cuaderno en el bolsillo superior de la mochila, con un boli Bic y un lápiz de minas, para cuando el frío congele la tinta del bolígrafo.
¿Es coraje o cobardía lo que siento? Estoy nervioso, expectante, esperando embarcar al avión, deseando bajar a Katmandú y partir hacia las montañas. Pero también estoy impaciente por regresar, para encontrar lo que dejaré tras de mí. ¿Es coraje por enfrentarme a esas montañas desconocidas, dejar lo que conozco a la perfección y ejecuto con excelencia? ¿O es cobardía al huir de las cosas conocidas y que están adquiriendo unas dimensiones que por un lado me espantan y por el otro admiro y temo todavía más perder, y pensar que mientras esté lejos de ellas permanecerán allí esperándome en el mismo estado en que las dejo, en ese punto en el que están en su máximo esplendor, demorando el momento en que, siguiendo su curso natural, empiecen su ocaso?
Me gustaría explicarte esta historia desde el principio, pero no sabría por dónde empezar; supongo que, como todas las historias, la mía no tiene un principio ni un final, sino que la tomas en un punto, te cruzas con ella un día y, sin saberlo, aquello se convierte en tu historia, o a veces solo la acompañas durante un tiempo, antes de engancharte a otra historia. Alguna vez buscas las historias, otras veces las creas, en ocasiones te las encuentras casi terminadas y, de vez en cuando, te tropiezas con ellas. No sabría decirte ni cómo ni cuándo esta se convirtió en mi historia; si solo han sido hechos puntuales que han ido sucediéndose en el tiempo y el espacio, como gotas de agua que caen sin orden ni concierto en el parabrisas del coche con la lluvia y que un día, visto con perspectiva, podré hallar en ellas una relación, o si esta historia es ya un hilo ya tejido del que he ido tirando y que me ha conducido hasta hoy.
Hay personas cuya vida es una línea continua, con sus altibajos, pero continua al fin y al cabo. Hay personas que viven a base de hechos que van sucediéndose sin una coherencia evidente y personas cuya vida es un instante. Esta es, con toda probabilidad, la anatomía de mi instante.
¿Sabes? Me gustaría terminar esta historia diciendo «y desapareció, como desaparece el sol al ponerse tras las montañas en una calurosa tarde de agosto en los Pirineos», pero eso no ocurre nunca, las cosas son siempre más complicadas. Empezaré a contarte esta historia, mi historia, desde el día que descolgué el teléfono para marcar el número de Stéphane. Mientras sonaba la melodía de espera al otro lado de la línea, mi inquietud se acrecentaba. ¿Cuelgo? Stéphane era, y es todavía, mi ídolo. Cuando empecé con eso de correr y esquiar por la montaña con un número pegado en la pierna, él era Dios. Él era no solo el número uno en todas las competiciones, sino que además era carisma, era personalidad, era la técnica sublimada a la perfección de cada movimiento, y era la táctica más adecuada para cada carrera. Mientras los otros compañeros de instituto forraban sus carpetas con fotos del Che, Bob Marley, Springsteen o algún jugador del Barça, mi carpeta estaba presidida por una foto suya.
Llevaba años retirado de la competición y ahora era yo quien dominaba las competiciones que él había grabado con su nombre y quizás era mi foto la que forraba la carpeta de algún muchacho de un instituto, pero él seguía siendo Dios. Mientras pensaba si había sido demasiado atrevido marcando el número de Dios, desde el otro lado del teléfono sonó una voz:
—¿ Allô ? ¡Hola! ¿Cómo va todo?
—Bien, bien; la temporada ya está terminando, pero todavía hay mucha nieve en la montaña y puedo hacer buenos entrenamientos... Y a ti, ¿cómo te va?
—Mira, voy tirando; el invierno ha sido muy bueno, no me puedo quejar de las salidas que he hecho los fines de semana. Estos meses he tenido mucho trabajo; eso de ser comercial te obliga a realizar muchos kilómetros en coche y pocos sobre los esquís...
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