«El amor no hará aumentar los glóbulos blancos».
«Lo que se fue, se fue, pero deja su fue».
Otro lunes, otra semana, otro mes, otra estación, otra vida.
Sin ti duele. Eso ya lo sabíamos. Ahora además palpitamos, nos retorcemos, nos estrujamos en el vacío.
Lo último que se pierde de una vida es el olor. Sigue impregnando tus ropas ahora que tú ya no las haces corpóreas. He caminado con una de tus sudaderas de correr. Una de esas que compraste para que se adaptara a tu nuevo cuerpo, a tu nuevo yo. Nada te servía de tu vida pasada excepto los zapatos. Yo te compré pantalones de pijama de talla mini con los que ahora duermo. Tu cintura y la mía tenían el mismo perímetro. Tú medías veinte centímetros más. Tú habías jugado al baloncesto. Yo te regalé un año de estos una pelota que ahora está deshinchada.
Junto a la Virgen del Sol de Guayasamín, que compramos en su museo en Quito, he colocado nuestra foto de boda. Los tres caminamos con sonrisas rotundas. Íbamos tarde, felices y abrigados para el enero madrileño. Las calas recién llegadas de Galicia en las manos de Elba. Tu primera y última pajarita asomando sobre el abrigo. Mis uñas azuloscurocasinegro aferradas a tu mano. Todos aguardaban en el Retiro. Nos habíamos entretenido: tú tratando de descargar música para la ceremonia y yo peleando en internet contra una apropiación indebida. A la una menos diez subimos a un taxi. La alcaldesa ya estaba esperando. Mira que nos habían avisado de su exquisita puntualidad. La prueba de lo mucho que hemos progresado, perdón, que habíamos progresado, es que ninguno se enfadó con el otro, que nadie se zafó de su nerviosismo por la vía de la ira. Llegábamos tarde, atacados y comprensivos. A nuestra manera.
La foto de la boda es la foto de tu necrológica. Ese texto que escribí a los pies de tu cama en la habitación de la UCI del hospital Gregorio Marañón. Al acabarlo pedí que te desconectaran. En la siguiente hora y media, me dediqué a besarte, decirte lo mucho que te quería y darte las gracias por todo lo que me habías dado. Te puse música. Tenías el rostro en paz. Me gustaría creer que te reconfortaba escucharme, pero sospecho que la placidez tenía que ver con las drogas. Te acompañé hasta la puerta, hasta el final, hasta el puto final. Y te fuiste.
Y yo me quedé con tu ausencia.
Este no era el plan, amore. El plan era envejecer y discutir de nada importante. El plan era cuidarnos y fortalecer nuestras individualidades, «también las columnas que sostienen el templo están separadas», recitó la alcaldesa en la boda.
Yo me quedé con el té verde, las semillas de lino y sésamo, las fotos de tus otras vidas, las cartas que te escribieron, los sueños a medio hacer, los carnés y las tarjetas que he de dar de baja, la deuda con Hacienda.
Ayer fui a la Agencia Tributaria. Había que devolver la cantidad que te habían abonado por un error que cometiste en la declaración de la renta. La notificación de Hacienda llegó por carta. Acudí a Correos con el certificado de defunción, el certificado de matrimonio, el libro de familia y nuestros DNI. Me pidieron tu testamento. No hay. Me pidieron la declaración de herederos. No hay. Tiene siete días para retirar el aviso de Hacienda. En siete días no podré tramitar la declaración de herederos. Para eso necesito hacerle el DNI a mi hija. Para hacerle el DNI a mi hija necesito un certificado literal de nacimiento que ponga «para hacer el DNI» y que pedí hace dos semanas al registro del pequeño pueblo de Almería donde nació. Correos me va a causar un problema con Hacienda. Lo sentimos.
Fui a la Agencia Tributaria, me senté ante la funcionaria y me eché a llorar. Le expliqué que no siempre podía controlarlo. Le conté que te habías equivocado al hacer la declaración de la renta y que luego habías subsanado el error con una complementaria. Con la primera te habían devuelto ochocientos euros y con la segunda tenían que darte solo cien. La liquidación que ahora nos proponían consistía en que le abonáramos lo cobrado indebidamente. Le dije a la funcionaria que estaba de acuerdo y que deseaba pagar. Me dijo que tenía que ir a Notificaciones.
Fui entonces a Notificaciones. La burocracia congeló mi llanto. Resumí la historia. Entregué al nuevo funcionario el certificado de defunción, el certificado de matrimonio, el libro de familia y nuestros DNI. Me pidió el testamento. No hay. Me pidió la declaración de herederos. No hay. Me dijo que no podía darme la notificación. Le dije que Hacienda me iba a causar un problema con Hacienda.
Finalmente, tras una autorización excepcional, me facilitaron la notificación. Dije que quería pagar de inmediato. No puede. Tiene que ir al Registro y decir si la acepta o la rechaza. La acepto. Quiero pagarla. No puede. Tenemos que recibir su aceptación y luego le enviaremos otra resolución con la propuesta de liquidación. ¿Cómo? Por correo. ¿A nombre de quién? De su marido. No podrá recogerla.
Te sobrevive tu relación con la Agencia Tributaria.
En este primer mes de mi nueva vida sin ti, he dedicado el cincuenta por ciento de mis energías al papeleo, el treinta por ciento a nuestra hija y puede que el veinte por ciento restante a llorarte. Ahora que la gestión administrativa de la muerte empieza a dejar sitio, me dueles más que antes. Lloro mientras cocino, lloro mientras me ducho, lloro mientras nado. La piscina es un espacio público donde puedes moquear a placer: sincronizo muecas, hipidos y brazadas mientras me pregunto qué voy a hacer con tanto amor. Busco por la casa las huellas clandestinas o las prehistóricas: la libreta donde anoté tus primeros SMS amorosos, el cuaderno con tus reflexiones de enfermo de cáncer de pronóstico aterrador, las notas de las rosas que me regalaste, los correos desde Nueva York, las recetas de gazpacho, los mensajes de losiento, el libro de David Servan-Schreiber que sintetizaste en tres páginas después de tres relecturas, la libreta donde apuntaste el menú de la boda junto a los datos para el artículo en el que habías constatado que la diferencia salarial entre hombres y mujeres se instauraba como una falla permanente cuando tenían hijos. Tu última noticia.
He tardado un mes en empezar a escribirte.
Hojeo el periódico del miércoles 1 de agosto. El penúltimo periódico que leíste libremente. Me recomendaste el artículo de Amelia Valcárcel en Opinión. Una enésima aproximación a esa infinita disputa sobre gramática y género que la filósofa había redondeado con socarronería. En la última página, Borja Hermoso empleaba una guasa similar para entrevistar a Ada Colau y, en la primera, Javier Rodríguez Marcos firmaba desde Lesbos el arranque de su travesía en ferri por el Mediterráneo. El penúltimo día que leíste libremente el periódico estaba marcado por la huelga de taxistas contra las licencias VTC. Había olvidado que eso nos obligó a coger el metro para ir de casa a la estación de Chamartín. Habíamos regresado a Madrid para una quimio. No te reforzaron las defensas porque las tenías en unos niveles razonables. Y se empeñaron, contra el criterio del oncólogo y el tuyo, en cambiarte el catéter interno que llevabas para tratar de salvar una obstrucción y que nunca había funcionado bien. Se empeñaron en manipularte el penúltimo día que leíste libremente el periódico. Se empeñaron en hacer lo que tal vez provocó que aquel fuese el penúltimo día que leíste libremente el periódico. Y así, creemos, sospechamos, se desató una infección de origen urinario en un organismo inmunodeprimido en el día en que los efectos secundarios de la quimio hunden las defensas. Venid, chicos, que este tío solo tiene doscientos leucocitos. Hay barra libre.