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José-Ramón Barbancho - Cicatrices: Testimonios de infancias LGTB robadas

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José-Ramón Barbancho Cicatrices: Testimonios de infancias LGTB robadas

Cicatrices: Testimonios de infancias LGTB robadas: resumen, descripción y anotación

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Este libro recuperará valiosos testimonios de agresión e historias personales de acoso, pone el dedo en la llaga que hay que curar: la protección de la diversidad en la infancia y la adolescencia son la asignatura pendiente del colectivo LGTBI, el campo de batalla en el que luchar para que el acoso escolar y callejero pase cuanto antes al desván de los momentos históricos inútiles y perniciosos. Se lo debemos a las próximas generaciones. «Mi padre me azotaba sin piedad con el cinturón del uniforme de la legión. Mi padre no tenía piedad». «No fui consciente de que era afeminado hasta que en el colegio escuché a gritos y entre risas la palabra MARICÓN. Maricón, mariquita, bujarra. Risas, unas risas de desprecio llenas de maldad».

«La homofobia no solo te agrede. La homofobia primero te erosiona la confianza en ti mismo con mensajes que van llegando lentos pero seguidos: eres un blando... no sabes hacerte respetar... eres débil, no tienes ni medio puñetazo... te pueden hasta las niñas... o ese padre que te espeta: como me entere de que no has sabido defenderte en el colegio, encima te voy a pegar yo también. Y te pegan, claro que te pegan. Te pegan en grupo para que no puedas defenderte. Y te callas en casa, ya no para que tu padre no te castigue sino para no tener que soportar ver en su cara que se avergüenza de ti.» Gabriel J. Martín

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«Os voy a explicar lo que me molesta y me enfada. Que os burléis, que digáis cosas feas, que uséis palabras bonitas como insulto, que escribáis cosas feas de mí y sobre todo que os riais de mí. Todas estas cosas me hacen sentir mal, triste, enfadado y solo. Siento que no tengo amigos, ni amigas, y no me gusta. Querría ser amigo vuestro y que me tratéis bien. Me ayudaría a sentirme mejor.»

PRÓLOGO

Arturo Arnalte

Ni de niño ni de adolescente sufrí ningún tipo de acoso en el colegio por ser homosexual. No hacía falta. No digo que no lo hubiera, este trabajo de Juan-Ramón Barbancho recoge muchos casos que lo demuestran con contundencia, pero sí que la presión social durante el franquismo era suficiente para mantener el necesario nivel de terror que a la mayoría nos hiciera invisibles. Voluntariamente. Los chistes escolares de julandrones; la imagen risible del «amanerado» en la televisión, el cine, el teatro y la prensa; los anatemas a las relaciones calificadas como contra natura; la reiteración de mensajes en el ámbito familiar —«es mejor un hijo delincuente/muerto que un hijo maricón»— y social sobre la necesidad de mostrar la hombría; las acusaciones contra escritores y políticos (Lorca, Azaña...) sobre quienes desde pequeños se nos aleccionaba de que habían sido maricones; la maledicencia sobre parientes más o menos lejanos «de la cáscara amarga» y conocidos «de la acera de enfrente» de los que se hablaba a media voz con perverso regocijo y que se mantenían a prudente distancia —por el qué dirán— o a los que directamente muchas familias prohibían la entrada en casa... Todas esas señales alimentaban la hoguera del estigma.

Cuando descubrí que mis primeras fantasías sexuales tenían por objeto a mis compañeros de clase y que los rozamientos en la hora de gimnasia o las forzadas peleas amistosas en los recreos me producían un placer que conducía al onanismo, me invadió el pánico de ser un apestado y que «de mayor» mi perversión me abocara a la soledad, el ostracismo, la burla y una sexualidad de mirón de urinario, que era lo que consideraba como único horizonte posible para los maricas como yo.

Atrapado entre la incendiaria demanda sexual de la adolescencia y el autodesprecio, ponía fechas imaginarias al momento en que debía dar un paso adelante para dejar de ser «un maricón». Y así a los 11 se me antojaba que los 14, tras la reválida de cuarto, era el momento de buscar ayuda médica si para entonces no se me había pasado la desviación. Y a los 14 retrasaba la decisión de pedir ayuda hasta los 16, tras la reválida de sexto, y a los 16 lo dejaba para los 18, con el ingreso en la Universidad y luego para los 21, con la mayoría de edad.

De muchas noches perdido en el laberinto antes de conciliar el sueño recuerdo un intenso dolor de cuello: era el miedo. Miedo a la exclusión, a la infamia, a la expulsión de la comunidad, a la muerte social.

Me ayudaron finalmente a quererme un psiquiatra bueno, personal y profesionalmente, y otra muerte, la del dictador, que poco a poco permitió que una sociedad gobernada por los mediocres —Franco tuvo una amplia base social— se resquebrajara y por las fisuras entrara aire puro para que todos pudiéramos ir respirando y descubriendo que no estábamos tan solos: ni los opositores políticos, ni las mujeres, ni los maricones.

Las heridas, sin embargo, dejan cicatrices y la generación de homosexuales y lesbianas —la mía— que llegó a la mayoría de edad durante aquella dictadura —fétido contubernio de cuarteles, caciques y sotanas— ha tenido que tragar mucha saliva para desembarazarse del disimulo, coger aliento y atreverse a salir del armario ante quienes —amigos, familiares, compañeros de trabajo— habíamos vivido en la mentira y el secreto y a los que habíamos escuchado muchos comentarios hirientes masticando la vergüenza por un silencio que sabíamos cobarde.

Hoy, quienes pertenecemos al colectivo LGTBI vivimos en un país privilegiado que se cuenta entre los pioneros en legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo. España ha pedido perdón a los homosexuales encarcelados por el mero hecho de serlo y ha sido el primer estado del mundo en otorgar una compensación económica —si bien magra— a las víctimas de tanta maldad gratuita. A pesar de la homofobia persistente, si no creciente, los centros de las grandes ciudades son en general santuarios de diversidad, y la política oficial en la mayoría de los ayuntamientos, grandes y pequeños, es de fomento del respeto.

Pero este País de las Maravillas mantiene recovecos sórdidos, por los que aún se cuelan la mezquindad, el odio al diferente, el matonismo y la burla. Es en esa zona de sombra donde hay que actuar. Lo hace de forma incisiva este libro de Barbancho, que, al recuperar valiosos testimonios de agresión e historias personales de acoso, pone el dedo en la llaga que hay que curar: la protección de la diversidad en la infancia y la adolescencia son la asignatura pendiente del colectivo LGTBI, el campo de batalla en el que luchar para que el acoso escolar y callejero pase cuanto antes al desván de los momentos históricos inútiles y perniciosos. Se lo debemos a las próximas generaciones.

LA INFANCIA DESTRUIDA

Somos muchos, cientos, quizá miles, a quienes nos robaron la infancia y la primera juventud. Robada en el sentido de habernos quitado la posibilidad de vivir, de existir y de desarrollarnos como niños «normales», de participar en los juegos del recreo y de las actividades en las aulas, de poder ir por las calles de nuestros barrios, con nuestras familias, sin miedo a ser insultados. Muchos los que no nos atrevíamos a pasar por una acera si había tres o cuatro reunidos, porque sabíamos que seríamos el blanco de las burlas (cuando menos). Muchos que vivimos con el miedo a ser sacados a la pizarra y convertirnos en el objeto de mofa de todos. Muchos, cientos, quizá miles, los que tuvimos que aprender a escondernos antes que a jugar.

Somos muchos los que vivimos esos años en los que se forma la personalidad con el miedo constante al acoso. Los que tuvimos que inventarnos un «mundo paralelo» en el que poder vivir.

En algunos estudios de psicología se explica que la personalidad (como conjunto de estilos de pensar, sentir y actuar) comienza a formarse en los primeros siete años de vida. Si en ese periodo, y después, vives en situaciones como las que aparecen en este libro, se puede correr el riesgo de crecer en un entorno que no es favorable para el desarrollo de la persona. Cierto es que muchos que han sufrido el acoso homófobo han podido con los años desembarazarse de todo eso, felizmente ha sido así, pero otros no lo han conseguido. Algunos lo han arrastrado toda su vida construyéndose armarios donde ocultarse o buscando en el matrimonio con una mujer otra forma de esconderse, habitualmente dañina para ambos.

Cuando empieza el despertar de la sexualidad, cuando comienzan las diferencias más claras entre sexos, muchos descubren que les interesan las personas de su mismo sexo y se inicia una nueva etapa, la del reconocimiento y la aceptación, que tampoco ha sido fácil para muchos e incluso imposible para algunos. La educación moralista judeocristiana, el sentido de pecado y culpa, de la diferencia, el cumplimiento forzoso de las normas sociales impuestas por una sociedad heterocentrista y castrada impiden el desarrollo de las personas en libertad.

Entendemos por acoso escolar cualquier forma de maltrato, discriminación o señalamiento que pueden sufrir los niños y niñas en las instituciones de enseñanza por razón de mostrar comportamientos que permitan saber que pueden tener una sexoafectividad distinta a la «norma establecida». Además no son casos puntuales, sino que se extienden en el tiempo de la enseñanza, muchas veces desde la más tierna infancia y hasta bien entrada la pubertad. En estas edades la persona es sumamente frágil, la personalidad se está formando y necesita, por una parte, patrones en los que fijarse, y por otra que no se le encasille con formas de ser impuestas (por una sociedad, no lo olvidemos, heterocentrista y heteronormativa, por no hablar de machista) ni con comportamientos de acoso que le hagan sentir que esa diferencia que está experimentando, sin saber muy bien lo que es, está fuera de la norma comúnmente aceptada y regulada. Si a esto le añadimos el enorme peso que aún tiene en países de tradición católica la moral represiva y castradora de la Iglesia, que convierte esa «diferencia» en pecado, tenemos el cuadro perfecto para hacer de esos niños y niñas unos seres que se perciben no como diferentes sino como «inferiores», que pueden arrastrar durante toda su vida traumas en su personalidad y en su comportamiento. Por el contrario, los que acosan son vistos como poderosos, como triunfadores, como líderes, y son aplaudidos por el resto de la manada.

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