A las que luchan.
Quien tiene miedo no tiene poder.
Amelia VARLCÁRCEL
La tensión entre los que deben defender ciertas normas, opiniones o valores y los que han de abogar por otras normas, opiniones o valores, a fin de cambiar los existentes, es el resultado sobre el que descansa la evolución de una sociedad. Si la organización social existente no admite esa tensión, hay que considerar como una solución sana, como una salida ineludible, la necesidad y la probabilidad de cambiar de arriba abajo la organización social.
Serge MOSCOVICI
PRÓLOGO
No puedo estar más de acuerdo con Ramón Martínez cuando afirma que «la clave para garantizar el progreso democrático de una sociedad se encuentra... en la calidad de los vínculos que sus integrantes puedan establecer entre sí, en la posibilidad de construir diferentes nexos que permitan la empatía hacia el resto de conciudadanos y conciudadanas, en colocarse en su lugar y comprender sus necesidades...». Este ideal de respeto profundo a la libertad de los demás, que comporta un radical rechazo de todas las conductas intolerantes, como la homofobia, es un desiderátum de la cultura democrática, sin duda un ideal de largo alcance.
Creo, no obstante, que el lector, y el propio autor de esta obra, comprenderán que comience estas líneas, y dedique buena parte de ellas, a glosar la importancia de la parte ya recorrida, esperamos que irreversiblemente, al menos en su vertiente jurídica, por la sociedad española en pos de dicho ideal.
Que en 2005 —hace solo un año celebramos el décimo aniversario— nuestro país fuera uno de los primeros del mundo en abrir el matrimonio a las personas del mismo sexo, con todas las consecuencias, también en relación con la adopción, y que la ley que lo hizo posible cuente hoy con el respaldo unánime de las fuerzas parlamentarias, y el altísimamente mayoritario de la sociedad española, es un hecho muy notable si se tiene en cuenta que hace solo unas décadas España era un Estado confesional católico, en el que sus normas definían la homosexualidad como un comportamiento «antisocial» y prescribían el internamiento de los homosexuales en centros de reeducación.
Así había ocurrido, en efecto, como se nos recuerda en esta obra, hasta principios de 1979, cuando esas normas devinieron incompatibles con la Constitución española recién aprobada entonces.
Además, la Ley del matrimonio igualitario, que se debe, que se la debemos, a la propia sociedad española y muy especialmente a los activistas LGTB, ha servido, junto a otras leyes de derechos de parecida carga simbólica, como la de igualdad efectiva entre mujeres y hombres, de referencia social de tolerancia y respeto; de una tolerancia y un respeto que, como he tenido oportunidad de señalar en alguna ocasión, no es divisible, en el sentido de que quien los practica con la identidad sexual también lo hace normalmente con la de género, o con la de origen, raza o color de piel...
La tolerancia, el respeto auténtico por la identidad y libre opción de nuestros conciudadanos, es contagiosa, si se me permite expresarlo así, y creo que por fortuna una mayoría muy considerable de la sociedad española se ha situado en este escenario cívico emulador.
Porque, junto a la general aceptación del matrimonio igualitario, en España se registran bajos índices de xenofobia —cuando la llegada de inmigrantes de diferentes regiones del mundo ha sido alta en las últimas décadas—, hay un buen clima de tolerancia religiosa, y se han hecho progresos evidentes, aunque aún queda camino por recorrer, en la lucha por la igualdad efectiva entre hombres y mujeres. Todo ello permite sostener que nuestro país se encuentra hoy entre los más tolerantes. Lo creo sinceramente así.
Me apresto, sin embargo, a advertir, para conectar ya con la línea de fondo del discurso de Ramón Martínez, que las leyes de derechos, incluso reconociéndoles este virtuoso efecto irradiante, no cubren todas las posibles conductas discriminatorias ni cancelan las futuras manifestaciones de las mismas, ni cambian por sí mismas o por sí solas los patrones culturales. Y que el disfrute real de la libertad, o de las condiciones que la hacen posible, también puede estancarse o incluso retroceder.
En este sentido, La cultura de la homofobia es un aleccionador aldabonazo frente a cualquier tentación de complacencia o pasividad.
No solo se exploran las aguas profundas del discurso heterosexual aun imperante, sino que con un tono que por momentos resulta interpelantemente sombrío se nos plantea, en alusión al incremento de las agresiones a homosexuales que se registra últimamente, la paradoja de que los avances en derechos, esto es, «cuando menos se diferencian dominado y dominante», bien pudieran desencadenar nuevas reacciones contrarias, si se cree —en palabras de Hannah Arendt de las que se hace eco Ramón— que «el dominio por la pura violencia entra en juego allí donde se está perdiendo el poder».
Interesante reflexión que alerta sobre la insuficiencia de una cultura de los derechos apoyada ciertamente en mayorías pero que no elimina por completo, seguramente porque se requiera más tiempo para ello, los trazos de un discurso de dominación que algunas minorías pueden empeñarse en reactivar.
Desde la perspectiva del legislador democrático, que es la que está a nuestro alcance reclamar, esto significa que hay que perseverar en la remoción de obstáculos que impidan el libre ejercicio efectivo de la libertad.
Con un estilo ágil y brioso, con rigor en la argumentación, incorporando y asumiendo la óptica insustituible de los perjudicados, de las víctimas, esta obra es una elocuente llamada a esa perseverancia, a considerar que la lucha por los derechos es una lucha incesante, una lucha sin fin, sobre todo cuando se alza frente al muro de patrones culturales de imposición seculares.
Cuando, en una jornada parlamentaria emocionante que nunca olvidaré, el día en que defendí la Ley del matrimonio entre personas del mismo sexo en el Congreso de los Diputados, sostuve que no legislábamos para personas extrañas, que lo hacíamos para nuestros amigos, para nuestros compañeros de trabajo, para nuestros familiares... quise transmitir la idea de que el disfrute de la propia libertad, de la libertad republicana, solo es concebible con la conciencia de ese mismo disfrute por los demás —la «empatía» de la que habla Ramón—, que es lo opuesto a la necesidad de constatar en ellos, hasta hacerlo incluso mediante la imposición, la réplica confortable de nuestras creencias.
El fundamento de la libertad excluye el fundamentalismo, en las ideas y en las conductas.
Quienes profesamos esta convicción debemos agradecer a la obra que el lector tiene en sus manos que nos ofrezca nuevas razones para seguir haciéndolo, con pasión y allí donde la vida nos lleve.
JOSÉ LUIS RODRÍGUEZ ZAPATERO
LA LEY DE GRAVITACIÓN HETEROSEXUAL
Cuando el pensamiento heterosexual piensa la homosexualidad, esta no es nada más que heterosexualidad.
Monique WITTIG
La heterosexualidad es un problema de gravedad. Y no quiero con esto decir únicamente que se trata de un problema grave. Detrás de la heterosexualidad se encierran muchas más cosas que una simple atracción erótica entre personas de distinto sexo. No solo esconde una muy precisa diferenciación entre uno y otro sexo, y la negación de posibilidades más allá de ambos, sino también una serie de estereotipos, prejuicios y valores determinados que conforman una forma de pensar. Detrás de la heterosexualidad se encubre toda una cosmovisión acerca de cómo han de ser las relaciones sexuales y cómo deben, si es que pueden, manifestarse las orientaciones sexuales e identidades de género que la propia heterosexualidad ha catalogado como diferentes.
Por eso puede decirse que la heterosexualidad es una ideología, un «conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época», y que no solo se refiere a la «inclinación erótica hacia individuos del sexo contrario», según las definiciones que ofrece la Academia Española. La heterosexualidad, como digo, es una forma de pensar la sexualidad que prescribe un modelo de comportamiento al que debe adscribirse todo el mundo, sean o no su deseo y su género clasificables como heterosexuales. No se trata únicamente de un concepto que sirva para abstraer los deseos eróticos concretos hacia personas de sexo diferente al propio. Y su problema de
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