Dedicado a los pequeños que garantizaron
que mi vida nunca volvería a ser igual.
Jack, Patrick, Henry y Grace:
gracias a vosotros soy más atrevido,
más afectuoso y estoy más vivo.
Que este libro siempre os recuerde
todo lo que me habéis enseñado y cuánto os quiero.
E, hijos míos, a medida que pasen los años y vosotros mismos os olvidéis
de vivir según esas lecciones que me dais,
que este libro sea un recordatorio de que tenéis que reivindicar todo el potencial que existe en vuestro interior.
∞∞
La noche que tú naciste,
la luna sonrió con tanto embelesamiento
que las estrellas se asomaron para verte
y el viento nocturno susurró:
«La vida no volverá a ser la misma».
Nancy Tillman,
La noche en que tú naciste
Introducción
Levanta la mano
SON NUESTRAS ELECCIONES, HARRY, LAS QUE MUESTRAN QUIENES SOMOS, MUCHO MÁS QUE NUESTRAS HABILIDADES.
J. K. Rowling, Harry Potter y la cámara secreta
H abía bullicio en el auditorio.
Como orador, he tenido el placer de hablar para compañías de todo el mundo, desde Southwest Airlines hasta Microsoft, ante audiencias de veinte mil vendedores en un congreso nacional de ventas hasta una sala de juntas con una docena de directores ejecutivos.
Ese día, estaba deseando comparecer ante uno de mis públicos favoritos: escolares. Me encantan sus voces, sus risas, su entusiasmo. Siempre salgo de la sala cargado de energía y recordando lo rebosantes de vida que pueden llegar a estar nuestros pequeños.
Los distritos escolares me suelen invitar a hablar a todo el alumnado, pero lo dividen en grupos por edades. En primer lugar tengo el placer de hablar con los más jóvenes, los de los tres primeros cursos. Y te voy a decir que es evidente que en cuanto entran en la sala empieza la fiesta.
Sus risas retumban en las paredes, las sonrisas iluminan sus rostros, el nivel de energía es alto y hablan chillando. Cuando hago preguntas durante mi presentación, responden con entusiasmo; cuando les toca a ellos preguntar, alzan la mano con la esperanza de ser los elegidos. Cuando han de volver a clase, se levantan de un salto, forman fila delante de la puerta y se despiden de mí chocando los puños mientras se van brincando a proseguir con el resto de su día.
Uno de los niños de este grupo se echó atrás anonadado después de chocar su puño con el mío. Miró mi mano derecha y luego la izquierda. Me miró con los ojos muy abiertos, mantuvo la mirada y me preguntó estupefacto: «¿Qué le pasa en las manos, señor?».
Vale. Acababa de contarles esa historia. Literalmente, había estado de pie delante de ese niño y de sus compañeros, y les había explicado que había cometido un grave error, que a los nueve años había hecho estallar mi casa, que me había prendido fuego a mí mismo y herido mi cuerpo, que había perdido mis dedos por amputación, pero que mi vida seguía estando llena de posibilidades, como lo estaba la suya. Estuve a punto de morir, pero superé las expectativas. Todavía suceden cosas imposibles y milagrosas, todos los días.
¿Se había perdido la charla? ¿Se había quedado en el lavabo? ¿No estaba conectado el micro?
Cualquiera que fuera la razón, me serví una dosis de humildad, me puse a su nivel y le respondí.
–Bueno, cuando tenía nueve años, me quedé atrapado en el incendio de mi casa. Perdí los dedos, pero ahora me va de maravilla.
Observé que se puso a pensar un momento, intentando asimilar lo que le había dicho, antes de responderme.
–¡Oh, Dios mío! –siguió entusiasmado–. Hoy ha venido un orador que nos ha contado que a los nueve años también se quemó en el incendio de su casa. –Tras una breve pausa añadió–: ¡Tendríais que conoceros!
El pequeño volvió a extender el brazo y a chocar el puño, y se marchó por el pasillo.
Moví la cabeza y me reí.
A veces, los niños no entienden bien las respuestas, pero no tienen miedo de hacer preguntas, incluso las comprometidas.
Todavía estaba sonriendo para mis adentros, cuando entró el siguiente grupo.
Los de cuarto a sexto son más comedidos. No hacen tanto ruido al entrar, no levantan tanto la mano cuando les toca hacer preguntas ni emanan tanto entusiasmo cuando salen del auditorio.
A continuación, les toca a los de séptimo y octavo. Por último, a los que van al instituto. Y con cada grupo de nivel superior, bueno, ¿puedes adivinar lo que pasa?
Cabezas agachadas. Móviles en la mano. Durante la presentación se oyen menos respuestas, apenas hacen preguntas. Son grandes muchachos y están asimilando el mensaje, pero parece que ya han pasado la etapa de la alegría de participar plenamente.
Es fácil echarle la culpa a la adolescencia. Puedes culpar a sus hormonas, a su grosería, a su deseo de encajar o de ser populares.
Y sin embargo, ¿no es así como nos comportamos todos de adultos?
Piénsalo.
¿Cuándo fue la última vez que entraste desenfadadamente en una habitación irradiando energía?
¿Cuándo fue la última vez que fuiste a una presentación convencido de que iba a ser extraordinaria?
¿Cuándo fue la última vez que al escuchar una pregunta levantaste la mano, suplicando que te dieran la palabra y gritando la respuesta?
De haber sido niños entusiasmados, comprometidos y sumamente optimistas que iban corriendo a la escuela, nos hemos transformado en adultos indiferentes, distraídos y cínicos que han perdido la mayor parte de ese entusiasmo.
Tal vez aleguemos que se debe a que ahora poseemos la sabiduría de la experiencia. Estamos de vuelta de todo y sabemos que la vida no siempre es fácil. De hecho, suele ser extremadamente difícil.
Seguimos corriendo en la cinta de hacer cada vez más, con menos recursos y menos tiempo. Estamos agotados, sentimos que no vamos a ninguna parte y estamos hartos de tanto esfuerzo. La negatividad constante emitida, a través de las agencias de noticias y de las redes sociales, nos ha convencido de que hemos dejado atrás los mejores días y que el final está próximo. ¿No me crees? Mira las noticias de la noche para confirmarlo. ¡Estamos predestinados!
A pesar de que estamos más conectados y vivimos más cerca los unos de los otros –aunque sea virtualmente– que en ninguna otra etapa de la historia de la humanidad, jamás nos hemos sentido tan aislados y solos. Esto afecta negativamente a cada generación, pero se está manifestando muy intensamente en los adultos jóvenes, con un treinta por ciento de millennials que dicen sentirse solos y un veintidós por ciento que admite que no tiene amigos.
No sé tú, pero yo creo que ha llegado el momento de que revisemos cómo enfocamos la vida, para que podamos volver a vivir con chispa, entusiasmo e inspiración.
Y creo que nuestros hijos tienen las respuestas.
Este libro es una invitación a que despertemos de nuevo esos cinco sentidos esenciales que poseíamos en nuestra infancia y que nos reconectarán con lo que supone vivir con la libertad caprichosa y la intrínseca felicidad de los niños que van bailando por la vida.
Un tiempo en que éramos patológicamente curiosos y nuestra naturaleza inquisitiva se negaba a creer que algo era imposible.
En que te lanzabas a vivir cada experiencia con los ojos bien abiertos, el corazón rebosando esperanza y las expectativas de conseguir grandes cosas.
En que estabas totalmente inmerso en el momento presente, en lugar de estar preocupado por el pasado o angustiado por el futuro.
En que no te preocupabas por lo que pensaran de ti los demás y tratabas a todas las personas (incluso a completos desconocidos) como posibles amigos.
En que te involucrabas, levantabas la mano y sentías la vigorizante sensación de libertad que te da el ir a por todas, atreverte a lo grande y vivir tu vida plenamente.