Nora Ephron (Nueva York, Estados Unidos, 19 de mayo de 1941 - Nueva York, 26 de junio de 2012) fue una guionista, directora de cine, productora, periodista, novelista, ensayista y dramaturga estadounidense. Era una de las más agudas y brillantes periodistas neoyorquinas cuando publicó Heartburn (Se acabó el pastel), considerado un relato de su matrimonio con Carl Bernstein, uno de los periodistas del caso Watergate. Este libro fue llevado al cine con el mismo título y con un guion escrito por la misma autora. Falleció el 26 de junio de 2012, víctima de leucemia.
Saltó a la fama internacional cuando escribió el guion de la aclamada comedia Cuando Harry encontró a Sally; también fue reconocida por sus trabajos como guionista y directora en Algo para recordar (1993) y Tienes un e-mail (1998). Además de su trayectoria detrás de cámaras, destacó como ensayista y escritora.
Título original: I Feel Bad About My Neck: And Other Thoughts on Being a Woman
Nora Ephron, 2006
Traducción: Manu Berástegui
Editor digital: Titivillus
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Notas
[1] Kinko’s es una cadena de establecimientos de servicios reprográficos. [Esta nota, como todas las siguientes, es del traductor].
[2] El término «hombro congelado» describe el cuadro clínico que se observa tras traumatismo, fractura, cirugía, artroscopia o inmovilidad de la extremidad superior y que se caracteriza por dolor espontáneo a consecuencia del movimiento.
[3] Supermercados de comida para gourmet.
[4] Famoso establecimiento neoyorquino especializado en perritos calientes y bebidas de frutas.
[5] Uno de los primeros encuentros sexuales de Bill Clinton y Monica Lewinsky tuvo lugar cuando ella llevó al despacho una pizza que los colaboradores del presidente habían pedido para cenar.
[6] Apócope con la que se conocen las delicatesen o tiendas de comida preparada.
[7] Alusión a la novela de Nathaniel Hawthorne La letra escarlata (1850), cuyo título hace referencia a la A que eran obligadas a llevar en el pecho las mujeres adúlteras en los tiempos de los primeros colonos puritanos.
[8] La Dieta de la Zona es un nuevo concepto nutricional creado por el doctor Barry Sears que siguen las estrellas de Hollywood.
El cuello no engaña
No soporto mi cuello. No me gusta nada. Si me lo vierais, a vosotras tampoco os gustaría, pero seguramente no me diríais nada por educación. Y si yo os dijera algo, algo como «Es que no lo soporto, no lo soporto», sin duda responderíais con amabilidad: «No sé de qué me hablas». Mentiríais, por supuesto, pero yo os perdonaría. Yo digo mentiras así todo el tiempo, sobre todo a las amigas que me confiesan su preocupación porque tienen pequeñas bolsas debajo de los ojos, o papada, o arrugas, o michelines en la cintura, y me preguntan si deberían operarse los ojos, o hacerse un lifting, o una liposucción, o ponerse Botox. Mi experiencia me dice que «No sé de qué me hablas» es un código que significa «Te entiendo muy bien, pero si crees que me vas a liar para que te aconseje, estás loca». Es muy peligroso entrar en esos asuntos, como todas sabemos. Porque si dijera: «Claro, te entiendo perfectamente», tal vez mi amiga se iría a operar los ojos, por ejemplo, y puede que no resultara bien y que acabara saliendo en los periódicos sensacionalistas denunciando ante los tribunales a sus cirujanos porque no puede volver a cerrar los ojos. Más aún, y esta es la cuestión: sería Todo Por Mi Culpa. Soy particularmente sensible al factor culpabilizador de estas cosas, ya que yo nunca he perdonado a una amiga que en 1976 me aconsejó que no comprara un apartamento magnífico en la calle Setenta y Cinco Este.
A veces salgo a comer con las chicas… Al llegar a este punto de la frase he caído en la cuenta de lo que he escrito. Supongo que quiero decir «con las señoras». Ya no somos chicas y no lo somos desde hace cuarenta años. En fin, de vez en cuando salimos a comer y de un solo vistazo me doy cuenta de que llevamos todas jerséis de cuello alto. Otras veces, para variar, llevamos pañuelos, como Katherine Hepburn en En el estanque dorado. A veces llevamos todas cuellos mao y parecemos una versión blanca de las mujeres de El Club de la Buena Estrella. Es un poco divertido y un poco triste, porque ninguna de nosotras es una neurótica de la edad: ninguna miente cuando le preguntan cuántos años tiene, por ejemplo, y ninguna viste de una manera inapropiada para sus años. Pero el cuello es otro cantar.
Ay, el cuello. Hay cuellos de pollo. Hay cuellos de pavo. Hay cuellos de elefante. Hay cuellos con surcos y cuellos con arrugas a punto de convertirse en surcos. Hay cuellos raquíticos y cuellos gordos, cuellos flojos, cuellos estriados, cuellos apergaminados, cuellos con cuerdas tensas, cuellos fofos, cuellos colgantes, cuellos con manchas. Hay cuellos que son una asombrosa combinación de todo lo anterior. Según mi dermatólogo, el cuello empieza a marchitarse a los cuarenta y tres, y no hay nada que hacer. Te puedes poner maquillaje en la cara y corrector debajo de los ojos y teñirte el pelo, puedes inyectarte colágeno y Botox y Restylane en las arrugas, pero, dejando a un lado la cirugía, con el cuello no hay nada que se pueda hacer.
Mi experiencia personal empezó poco después de cumplir los cuarenta y tres años. Fui sometida a una operación que me dejó una cicatriz horrible justo encima de las clavículas. Fue muy duro porque aprendí de la manera más cruel que por muy famoso que sea un cirujano no tiene por qué estar dotado para coser a la gente. Aunque no aprendáis ninguna otra cosa al leer este capítulo, queridas lectoras, aprended esto: nunca os dejéis operar una parte del cuerpo sin exigir la presencia en el quirófano de un cirujano plástico que supervise la intervención. Porque, aunque te vayan a operar de algo muy grave o potencialmente grave, aunque creas sinceramente que la salud es más importante que la vanidad, incluso aunque te despiertes en la cama del hospital feliz de saber que no era cáncer, y te sientas liberada, encantada de estar viva, con una visión abrumadoramente clara de lo que es importante y lo que no lo es, aunque jures que jamás te arrepentirás de vivir en el planeta Tierra y prometas no volver a quejarte de nada nunca más, puedo asegurarte que algún día, antes de lo que te imaginas, te mirarás en el espejo y pensarás: «Odio esta cicatriz».
Eso suponiendo, por supuesto, que te mires en el espejo. Esta es otra cosa que he observado al llegar a cierta edad: intento por todos los medios no mirarme al espejo. Si paso por delante de uno, retiro los ojos. Si tengo que mirarme, lo hago con los ojos entornados, a fin de tener, si lo que me devuelve la mirada es realmente malo, los ojos ya medio cerrados para espantar la visión. Y, si la luz es buena (que espero que no), a menudo hago lo que hacen muchas mujeres de mi edad cuando se encuentran delante de un espejo: me estiro suavemente la piel del cuello para contemplar con nostalgia una versión más joven de mí. (Por cierto, hay otra cosa en la que me he fijado: si queréis deprimiros de verdad a costa de vuestro cuello, sentaos en el asiento trasero de un coche, detrás del conductor, y miraos en el espejo retrovisor. ¿Qué tienen los espejos retrovisores? No tengo ni idea de por qué, pero no hay peores espejos para el cuello. Es uno de los misterios más fascinantes de la vida moderna, tanto como por qué el agua fría del cuarto de baño está más fría que la de la cocina).