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Nora Fraisse - Marion, 13 años para siempre

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Nora Fraisse Marion, 13 años para siempre

Marion, 13 años para siempre: resumen, descripción y anotación

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«Marion, hija mía, te suicidaste el 13 de febrero de 2013 a los 13 años. Bajo tu litera encontramos tu celular amarrado a un hilo, colgado para expresar simbólicamente que cortabas las palabras de quienes te torturaban en la escuela con insultos y amenazas. Escribo este libro para que todas las personas que lo lean extraigan lecciones de tu muerte; para que los padres eviten que sus hijos sean víctimas, como tú, o verdugos, como quienes te destruyeron. Escribo este libro con el fin de que nos tomemos en serio el acoso escolar». Este es el testimonio de Nora Fraisse, madre de Marion. Su historia da luz a un problema universal, el bullying. Marion, 13 años para siemprese adaptó a una película en Francia y conmocionó a 4.1 millones de espectadores en su estreno. La mitad de los estudiantes del mundo ha sido víctima del acoso escolar; en México, 1 de cada 3 alumnos lo ha sufrido. - UNICEF (2018); INEGI (2014)

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Marion, 13 años para siempre — leer online gratis el libro completo

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Índice

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M arion, hija mía, te suicidaste el 13 de febrero de 2013 a los 13 años; te colgaste en tu cuarto con una bufanda.

Bajo tu litera encontramos tu teléfono celular amarrado a un hilo, colgado, para expresar simbólicamente que también cortabas las palabras de quienes te torturaban con insultos y amenazas en la escuela.

Escribo este libro para rendirte homenaje, para expresar mi nostalgia por ese futuro que no compartirás conmigo, con nosotros.

Escribo este libro para que todas las personas que lo lean extraigan lecciones de tu muerte. Para que los padres eviten que sus hijos sean victimizados, como tú, o se conviertan en verdugos, como quienes te destruyeron. Para que las instituciones y administraciones escolares se esfuercen por vigilar, escuchar y buscar el bienestar de los niños que sufren.

Escribo este libro para que nos tomemos en serio el acoso escolar.

Escribo este libro para que nunca más ningún niño sienta la necesidad de colgar su teléfono, ni de suspender su vida para siempre.

«Nos iba a tomar toda la vida»

Marion 13 años para siempre - image 4

E stabas acostada en alto, sobre tu litera. Te toqué la frente; todo indicaba que la fiebre había bajado.

—Parece que estás mejor —dije. Pero no, no estabas mejor.

El día anterior habías regresado temprano de la escuela. Tu abuela fue a recogerte alrededor de la 1:15. Te sentías débil, parecía que tenías gripa. Te quejabas de que te dolía la garganta y te aconsejé que descansaras en la cama de nuestra habitación, de tu padre y mía, y que te tomaras dos pastillas. En la tarde tenías las mejillas calientes y te di una pastilla más. Cenamos en familia y luego te fuiste directamente a la cama. Nada distinto de lo que se hace cuando uno se siente mal.

Al día siguiente no te levantaste a tiempo para la escuela. Llamé para avisar que estabas enferma. Alrededor de las 11 bajaste a desayunar como si nada. Como siempre que te acababas de despertar, no estabas muy conversadora. Jamás olvidaré tu mirada, la blusita negra que llevabas ese día, tu rostro que, sin embargo, no revelaba nada de lo que estabas viviendo. Cuando aman a sus hijos, los padres son ingenuos. Les falta imaginación.

Los miércoles yo no trabajaba. Me ocupaba de ustedes tres. Tú te las arreglabas sola. Eso creías, y yo también. Yo estaba con tu hermana Clarisse, que tenía nueve años, y tu hermanito Baptiste, de apenas 18 meses. Además, tenía que llevar la basura al centro de acopio y llevarle a Zahia la ropa que ya no te quedaba; siempre es útil cuando, como ella, tienes cuatro hijos. Te avisé que saldría solo el tiempo necesario para hacer todo eso y que regresaba pronto.

Estabas acostada en tu cama, en la oscuridad. Abrí la persiana y murmuré que no era necesario que estuvieras a oscuras. Me pareciste cansada, tenías los ojos entrecerrados. Te llevé el teléfono fijo y te pedí que me llamaras si había algún problema. Cerré con llave la puerta de la casa. Estúpidamente, el miedo a un asalto me arañó el alma. Las madres tienen la extraña costumbre de temer lo peor con el fin de exorcizar sus angustias. Tienen miedo de un accidente automovilístico, de una enfermedad, de encontrarse cara a cara con un ladrón. Pero eso no es lo peor. ¿Cómo podrían pensar en lo peor de lo peor, en ese dolor que brota de lo absurdo del mundo, que te provoca el deseo de abandonarlo?

Lo peor de lo peor ocurrió ese día, el miércoles 13 de febrero de 2013. Pasé a dejar la basura, como había previsto, y después fui a la casa de Zahia, que vivía a diez minutos. Como les estaba dando de comer a sus hijos, agregó dos platos para tu hermano y tu hermana. Mientras comían nos pusimos a platicar. Le platiqué del daño que hacía Facebook, de la invasión del celular. De lo sorprendida que estaba de ver que ¡tu cuenta recibió 3 000 mensajes solo en el mes de enero!

De repente pensé en ti, en que estabas sola en tu cama, en los mensajes horribles que habíamos encontrado en tu teléfono nueve horas antes, cuando te vimos, destrozada, apretar el aparato entre tus manos e insistimos en que nos dieras la contraseña. De repente sentí que necesitaba hablar contigo, verificar que todo estuviera bien. ¿Y si te habías caído de la terraza? ¿Y si habías resbalado en el baño? No respondiste el celular, tampoco el teléfono fijo.

Entré en pánico. No era ni la una cuando salí apresuradamente en el auto con los niños, me sentía embargada por un mal presentimiento. Seguí marcándote como una loca mientras manejaba. Dejé a los niños en el auto encendido enfrente de la casa y corrí hasta la puerta, que estaba bien cerrada con llave, como la había dejado, eso me reconfortó. Una vez dentro, te llamé. Me respondió el silencio.

Subí las escaleras de cuatro en cuatro. No estabas en el baño. La puerta de tu cuarto estaba cerrada. Creí que estarías sentada en el suelo, recargada en ella para impedir que yo invadiera tu territorio, así que empujé con más fuerza: lo que bloqueaba la puerta era la silla de tu buró. Esos segundos me parecieron una eternidad. Empujé más, despejé el paso… Y te vi.

Gritando, bañada en lágrimas, me acerqué a ti y traté de alzarte para liberarte el cuello. No pude hacerlo. No conseguí liberarte. Encontré unas tijeras en el baño, corté la bufanda que te asfixiaba y caíste al suelo. Te abofeteé para despertarte, me pareció que estabas consciente. Te di respiración de boca a boca. Llamé a emergencias, rápido. La ambulancia me dijo que se dirigían hacia Massy. No, es Vaugrigneuse, grité, lloré, me sofoqué. Te di un masaje cardiaco, como me dijeron por teléfono. Vomitaste. Había que ponerte en posición lateral unos instantes, para volver a empezar. Masajear, más y más, despiértate, Marion, despiértate, te lo suplico.

Tu hermano y tu hermana estaban solos en el auto encendido, los paramédicos no encontraban el camino. Masajear, masajear. Rápido, avisar a tu padre, que estaba en el trabajo. Tenía que decirle que pasaba algo grave, que tenía que venir.

Llegó un bombero. Me ordenó que saliera para agarrar a Vanille, nuestra perra. Llamé a mi familia, a la gente cercana, a mi mejor amiga. Zahia, preocupada, fue a ver qué pasaba. Se llevó a Baptiste y mi amiga Myriam se llevó a Clarisse. «Marion se desmayó», le expliqué a tu hermana menor. La policía estaba ahí, el alcalde también.

Me insulté hasta quedarme sin aliento. Jamás debí dejarte sola. No debí ir a casa de Zahia. No debí dejar que pusiera lugares en la mesa para Clarisse y Baptiste. No debí quedarme a platicar con ella. Debí tomarte entre mis brazos y mecerte hasta ahuyentar tus ideas sombrías.

Me agobiaba la culpa. ¿Por qué me fui? ¿Por qué te dejé? ¿Por qué no noté nada? ¿Por qué no me dijiste nada? ¿Por qué tú, por qué yo, por qué nosotros?

Tu padre llegó. A las 2:30 nos avisaron que nos habías dejado.

—¿Hay alguna carta?

No, no, respondieron los policías. Estábamos atónitos, aturdidos, como si el hilo que nos unía con la realidad se hubiera cortado de repente. Tenía que ser una pesadilla, una de las peores películas en las que uno se permite sumergirse. Vinieron amigos a acompañarnos, a alimentarnos, a lavar la ropa, a ayudarnos a flotar en ese estado de estupor que formaba una cortina ridícula entre nuestra vida de antes y la que comenzó ese día. La vida a fuego lento. La vida perforada por la pena. La vida sin ti.

La vida de cuatro. La vida que había que reconstruir. La vida que teníamos que tratar de que fuera digna y bella para Clarisse, para Baptiste. Sí, desde luego. Pero la vida sin ti, Marion, la vida sin ti nos iba a tomar toda la vida.

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