Adicción
Hace unos años, tropecé con un juego que se llamaba Scrabble Blitz. Era una versión en cuatro minutos del Scrabble en solitario. Lo encontré en una página web llamada Games.com, y empecé a jugar sin la menor idea de que en cuestión de un día —no exagero— me iba a freír el cerebro. Este tipo de cosas no me son ajenas: un verano, cuando era joven, me volví tan adicta al croquet que tuve sueños recurrentes en los que me veía con un mazo de croquet en la mano, dándole a la cabeza de mi madre y pasándola a través de un aro.
Lo mismo me pasó con el Scrabble Blitz, solo que mi madre llevaba muerta muchos años y esta vez se quedó fuera. Empecé a soñar que la gente se convertía en letras de Scrabble que bailaban enloquecidamente. Me distraía en las conversaciones y me ponía a pensar cuántas letras tenía el nombre de la persona a la que no estaba escuchando. Me quedaba dormida memorizando las palabras de dos y tres letras que diferencian a los que estamos enganchados al Scrabble de los que no lo están. (Por ejemplo, mientras ustedes no prestaban atención al Scrabble, se han incorporado al diccionario del juego las siguientes palabras: «qi», «za», y «ka». No me pregunten qué significan, aunque supongo que, siguiendo la tradición de estas cosas, serán nombres de monedas de Indonesia. Por cierto, «bit» y «zas» también son palabras).
¿Se acuerdan de ese anuncio: «Este es tu cerebro. Este es tu cerebro con drogas»? Pues esa era yo. Tenía el cerebro fundido. Me daba cuenta de lo que estaba pasando. Era evidente que estaba cada vez más dispersa, más distraída, más desconcentrada: tenía todos los síntomas de un TDA terminal; me estaba convirtiendo en un chaval adolescente. Al instante me volví experta en cómo Internet puede producir alteraciones permanentes en el cerebro y ofrecía mis opiniones sobre el tema en todas partes, aunque, según recuerdo, nadie mostraba especial interés.
El sitio web de Scrabble Blitz estaba lleno de gente trastornada como yo, que lidiaba con su adicción escribiendo comentarios en el chat, en las pausas de dos minutos entre partida y partida; la pausa de dos minutos era el momento perfecto para irte de allí y dejar de jugar al Scrabble Blitz, pero no te ibas porque el enganche era total y, además, solo ibas a jugar una última partida, o dos. En el chat se decían cosas como: «Soy adicto, lol» o «No puedo dejar de jugar a esto, jajaja». Mi desprecio por este tipo de comentarios me hacía pensar que, en cierto modo, era distinta de quienes los escribían, pero lo cierto es que no lo era: era exactamente igual que ellos, dejando a un lado los «lol» y los «jajaja»; incluso yo he soltado un «lol» y un «jajaja» de vez en cuando, aunque nunca en un chat, y en general, espero, lo hago con ironía, aunque si soy totalmente sincera, no siempre.
El Scrabble Blitz acabó siendo demasiado para el sitio web. Tenía graves problemas de lag. De vez en cuando cerraban la página varios días seguidos, y cuando la reabrían, allí estaban todos los adictos, llenando el chat de comentarios sobre lo mucho que les había costado soportar la vida sin jugar. Empecé a tener el síndrome del túnel carpiano: no es broma. Comprendí que tenía que dejar aquel hábito. Me prometí que lo conseguiría. Solo una partida más. Solo un día más. Solo una semana más. Hasta que un día, como por arte de magia, me salvó lo que en el mundo de las aseguradoras se conoce como un acto de Dios: Games.com cerró definitivamente Scrabble Blitz. Y ya está. Se acabó.
Volví a jugar al Scrabble en línea, una versión blanda y soporífera del Blitz. Me limitaba a dos partidas al día: no más. Estuve varios años deambulando por distintas páginas web de Scrabble —hay varias—, y hace poco encontré un sitio llamado Scrabulous.com. Llevo unos cincuenta días jugando en esta web; lo sé porque hace poco recibí un correo de felicitación de «El equipo de Scrabulous», con motivo de mi partida número cien. Se me pasó por la cabeza, cuando entró el correo, que incluso dos partidas al día eran demasiado. Pero eso no me impidió seguir jugando: tenía el hábito bajo control.
Esta semana, sin embargo, he tenido un contratiempo importante. Entré en la página de Scrabulous para jugar mis dos partidas de costumbre, y resulta que, para mi sorpresa, ahí mismo, en la pantalla de inicio, había una oportunidad de jugar al Scrabble Blitz. Solo que no se llamaba Scrabble Blitz. Se llamaba Blitz Scrabble. Había vuelto. Funcionaba de maravilla. Y no solo había vuelto sino que ahí seguía toda la gente con la que jugaba antes, con sus bromas tristes sobre la adicción al juego, seguidas de un «lol», un «jajaja» y hasta, de vez en cuando, una . Decidí jugar una sola partida, o dos. Una hora después, seguía jugando. Con el corazón a cien. El cerebro otra vez fundido. Estaba enganchada.
Han pasado cinco días; cinco días en los que he estado o bien jugando al Blitz Scrabble o bien pensando en jugar al Blitz Scrabble. Llevo cinco días viendo bailar las letras en mi cabeza antes de quedarme dormida. Llevo cinco días convirtiéndome de nuevo en un chaval adolescente. Está clarísimo que hay una única solución: voy a tener que entrar en el control parental de mi ordenador —estoy segura de que lo hay— y añadir el Scrabulous a la lista de Sitios a los que No Entrar, o como se llame.
Así que, adiós. Me voy. Me voy definitivamente.
Pero antes voy a jugar mi última partida de Blitz Scrabble. Mejor dicho, la penúltima. O la antepenúltima.
AGRADECIMIENTOS
Gracias, como siempre, a Delia Ephron, Bob Gottlieb, Amanda Urban y Nick Pileggi.
También a Arianna Huffington, David Shipley, Shelley Wanger, David Remnick, Paul Bogaards y Maria Verel.
También a J. J. Sacha.
Y también, por supuesto, a mis médicos.
Cena de Navidad
En casa celebramos una cena tradicional de Navidad. Lo hacemos desde hace veintidós años. Nos reunimos catorce personas —ocho padres y seis hijos— la semana de Navidad, en casa de Jim y Phoebe. Por una noche al año somos una familia, una familia alegre, improvisada, una familia de amigos. Nos hacemos regalos sencillos, pronosticamos los acontecimientos del próximo año y comemos.
Cada uno aporta una parte de la cena. Maggie lleva los entrantes. Como toda la gente a quien se le asigna llevar los entrantes, a Maggie no le gusta demasiado cocinar, pero resulta que es una magnífica compradora de entrantes. Jim y Phoebe preparan el plato principal, porque la cena es en su casa. Este año van a hacer un pavo. Ruthie y yo siempre somos las encargadas de los postres. La especialidad de Ruthie es un pudin de pan delicioso. Yo nunca consigo decidirme por un solo postre, así que a veces hago tres: algo de chocolate (como una tarta con crema de chocolate); una tarta de fruta (como la tarta Tatin) y un pudin de ciruelas que solo como yo. Me encanta hacer postres para la cena de Navidad, y siempre he creído que hago unos postres excelentes. Pero ahora que todo se ha ido a la porra y me he visto obligada a repasar las veintidós últimas cenas de Navidad, me he dado cuenta de que el único postre que todo el mundo tomaba con verdaderas ganas era el pudin de pan de Ruthie; nadie elogió nunca mis postres. Que haya podido pasar veintidós cenas sin darme cuenta de una verdad tan sencilla es uno de los aspectos más desconcertantes de esta historia.
Ruthie murió hace poco más de un año. Ruthie era mi mejor amiga. También era la mejor amiga de Maggie y de Phoebe. Estábamos destrozadas. Un mes después de su muerte celebramos nuestra cena tradicional de Navidad, pero no fue lo mismo sin Ruthie: la vida no era lo mismo, la cena de Navidad no era lo mismo, y el pudin de pan de Ruthie (que hice siguiendo su receta) tampoco fue lo mismo. Este año, cuando empezamos a debatir cuándo haríamos la cena de Navidad, le dije a Phoebe que había decidido no hacer el pudin de pan de Ruthie, porque me daba mucha pena que hubiera muerto, y eso me haría sentir peor todavía.