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Edward Snowden - Vigilancia permanente

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Edward Snowden Vigilancia permanente
  • Libro:
    Vigilancia permanente
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    ePubLibre
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    2019
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Vigilancia permanente: resumen, descripción y anotación

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Agradecimientos

Aquel mayo de 2013, sentado en aquella habitación de hotel en Hong Kong preguntándome si algún periodista vendría a reunirse conmigo, es para mí el momento en que más solo me he sentido en la vida. Transcurridos seis años, me encuentro en la situación totalmente opuesta, después de que me hayan acogido en una tribu global, extraordinaria y en constante ampliación de periodistas, abogados, tecnólogos y defensores de los derechos humanos con quienes estoy en una deuda incalculable. Al concluir un libro, es tradición que el autor dé las gracias a la gente que le ha ayudado a hacer posible el texto, y desde luego eso es lo que yo pretendo hacer aquí. Aunque, dadas las circunstancias, sería un descuido por mi parte no extender también ese agradecimiento a la gente que me ha ayudado a hacer posible mi vida, defendiendo mi libertad y, sobre todo, trabajando de forma constante y desinteresada para proteger nuestras sociedades abiertas, así como las tecnologías que nos unieron a nosotros y que unen a todo el mundo.

Durante los últimos nueve meses, Joshua Cohen me ha llevado a la escuela de escritores, y con ello me ha ayudado a transformar mis recuerdos inconexos y sucintos manifiestos en un libro del que espero que pueda estar orgulloso.

Chris Parris-Lamb demostró ser un agente agudo y paciente, mientras que Sam Nicholson me hizo unas correcciones astutas y esclarecedoras, además de ofrecerme su apoyo, como hizo también todo el equipo de la editorial Metropolitan, desde Gillian Blake hasta Sara Bershtel, Riva Hocherman y Grigory Tovbis.

El éxito de este equipo da testimonio de los talentos de sus miembros, y de los talentos del hombre que lo reunió: Ben Wizner, mi abogado y —todo un honor para mí— también mi amigo.

En la misma línea, quisiera agradecer a mi equipo internacional de abogados que han trabajado de manera incansable para que siga en libertad. Me gustaría asimismo dar las gracias a Anthony Romero, director de la ACLU, que abrazó mi causa en un momento de considerable riesgo político para la organización, junto al resto del personal de la ACLU que me ha ayudado a lo largo de los años, entre ellos, Bennett Stein, Nicola Morrow, Noa Yachot y Daniel Kahn Gillmor.

Quiero reconocer además el trabajo de Bob Walker, Jan Tavitian y su equipo del American Program Bureau, quienes me han permitido ganarme la vida difundiendo mi mensaje a nuevas audiencias de todo el mundo.

Trevor Timm y mis compañeros de la junta directiva de la Freedom of the Press Foundation me han facilitado el espacio y los recursos para recuperar mi auténtica pasión: la ingeniería destinada al bien social. Me siento especialmente agradecido al antiguo director de operaciones de la FPF, Emmanuel Morales, y al actual miembro de la junta Daniel Ellsberg, que le ha regalado al mundo el ejemplo de su rectitud, y a mí, la calidez y la franqueza de su amistad.

Para escribir este libro se utilizó un software libre y de código abierto. Me gustaría dar las gracias al Qubes Project, al Tor Project y a la Free Software Foundation.

Las primeras pistas sobre lo que significaba escribir bajo la presión de una fecha límite las recibí de los maestros: Glenn Greenwald, Laura Poitras, Ewen Macaskill y Bart Gellman, cuya profesionalidad se basa en una apasionada integridad. Ahora, después de haber pasado yo por un proceso de revisión, aprecio de otra manera a sus editores, que se negaron a sentirse intimidados y asumieron los riesgos que daban sentido a sus principios.

El agradecimiento más profundo se lo reservo a Sarah Harrison.

Y mi corazón pertenece a mi familia, tanto a la más amplia como a la más directa: a mi padre, Lon, a mi madre, Wendy, y a mi brillante hermana, Jessica.

Este libro solo puedo acabarlo tal y como lo empecé: con una dedicatoria a Lindsay, cuyo amor es capaz de convertir el exilio en vida.

1
Mirar por la ventana

Lo primero que hackeé en mi vida fue la hora de acostarme.

Me parecía injusto que mis padres me obligasen a irme a la cama, y encima antes que ellos, antes que mi hermana, y cuando ni siquiera estaba cansado. Fue la primera pequeña injusticia que viví.

Muchas de las aproximadamente dos mil noches del principio de mi vida acabaron en desobediencia civil: llantos, ruegos, regateos… Hasta que la noche número 2.193, la noche en la que cumplía seis años, descubrí la acción directa. A las autoridades no les interesaban los llamamientos reformistas y yo no había nacido ayer. Acababa de pasar uno de los mejores días de mi joven vida, con amigos, una fiesta e incluso regalos, y no iba a dejar que terminase sin más solo porque el resto de la gente tuviera que volver a casa. Así que, a escondidas, me puse a atrasar todos los relojes de la casa unas cuantas horas; el reloj del microondas me costó menos que el del horno, aunque solo fuese porque llegaba mejor a él.

Al no darse cuenta ninguna de las autoridades —en su ilimitada ignorancia—, me sentí henchido de poder y me puse a dar carreras por el salón. A mí, el maestro del tiempo, nadie volvería a mandarme a la cama. Era libre. Y así fue como caí dormido al suelo, después de haber visto por fin el anochecer del 21 de junio, el solsticio de verano, el día más largo del año. Cuando me desperté, los relojes de la casa marcaban de nuevo la misma hora que el reloj de mi padre.


Si alguien se molestase hoy en poner un reloj en hora, ¿cómo sabría qué usar de referencia? Quien sea como la mayoría de la gente de hoy día tomará de referencia la hora de su smartphone. Sin embargo, si miramos nuestro móvil, y me refiero a mirarlo bien, a escarbar por todos los menús hasta llegar a los ajustes, terminaremos viendo que la hora del teléfono está configurada en «ajuste automático». A cada tanto, nuestros móviles, sin avisar —en silencio absoluto—, le preguntan a la red de nuestro proveedor de servicios: «Perdona, ¿tienes hora?». Esa red, a su vez, se lo pregunta a una red mayor, que le pregunta a otra aún mayor y así sucesivamente, pasando por una larguísima serie de torres y cables, hasta que la consulta llega a uno de los auténticos maestros del tiempo: un servidor de tiempo de red ejecutado o referenciado según los relojes atómicos que se mantienen en sitios como el National Institute of Standards and Technology de Estados Unidos, el Bundesamt für Meteorologie und Klimatologie de Suiza o el National Institute of Information and Communications Technology de Japón. Ese largo viaje invisible, que se completa en una fracción de segundo, es el motivo de que no veamos un 12.00 parpadeando en la pantalla del móvil cuando lo encendemos después de que se haya quedado sin batería.

Yo nací en 1983, cuando se acabó el mundo en el que la gente ponía la hora por sí sola. Ese año, el Ministerio de Defensa de Estados Unidos partió por la mitad su sistema interno de ordenadores interconectados; de ahí surgió una red llamada MILNET, que era la que iba a usar el personal de defensa, y otra red para el gran público, a la que llamaron internet. Antes de que acabase el año, existían normas nuevas que definían los límites de dicho espacio virtual; eso dio lugar al DNS (Domain Name System o sistema de nombres de dominio) que seguimos utilizando todavía hoy (los .gov, .mil, .edu y, por supuesto, .com) y a los códigos de países asignados al resto del mundo: .uk, .de, .fr, .cn, .ru, etcétera. Mi país (y yo con él) ya había cogido la delantera, contaba con ventaja. Y aun así, tendrían que pasar otros seis años hasta que se inventara la World Wide Web, y unos nueve años hasta que mi familia tuviese un ordenador con un módem para conectarse a ella.

Por supuesto, internet no es una sola entidad, aunque a menudo nos refiramos a él como si lo fuera. La realidad técnica es que todos los días nacen redes nuevas en el cúmulo global de redes de comunicaciones interconectadas que solemos usar (unos tres mil millones de personas, o más o menos el 42 por ciento de la población mundial). Pese a ello, voy a utilizar el término en su sentido más amplio para referirme a la red de redes universal que conecta la mayoría de los ordenadores del mundo entre sí mediante una serie de los protocolos compartidos.

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