Pamela Aidan
Solo quedan estas tres
Serie Fitzwilliam Darcy, Un Caballero, Nº 3
Título original: These Three Remain
© De la traducción: 2009, Patricia Torres Londoño
En suma, subsisten la fe, la esperanza y el amor;
sólo quedan estas tres.
Pero la mayor de todas ellas es el amor.
1 La variedad infinita que hay en ella
– ¡Arre, arre! -La voz de James, el cochero, resonó con su tono familiar mientras arreaba a los caballos que tiraban del carruaje de Darcy, para que cruzaran la puerta que salía de Londres, tomando el camino hacia Kent. Darcy se relajó sobre los cojines verdes forrados de terciopelo, mientras el vehículo rodaba con suavidad, bajo el experto látigo de James. Le lanzó una mirada furtiva a su primo, que estaba sentado frente a él, con la nariz hundida en el Post. La guerra en la Península Ibérica se había recrudecido, y el general Wellesley, ahora conde de Wellington, sitiaba Badajoz otra vez. El tercer sitio a esa importante ciudad había comenzado hacía tan sólo una semana y ahora empezaban a llegar a Londres los primeros informes de la operación, inundando los periódicos y la imaginación del populacho de nuevas esperanzas y temores.
– ¿Has visto esto, Fitz? -Richard le dio la vuelta al periódico y señaló enérgicamente con el dedo uno de los artículos.
– Sí, ha sido una de las muchas noticias que pude leer esta mañana, mientras esperaba a que aparecieras -respondió Darcy; con sarcasmo. El coronel Richard Fitzwilliam había llegado a Erewile House, la casa que Darcy poseía en Londres, la noche anterior, con el fin de que los dos pudieran salir temprano para emprender la visita que le hacían cada año en primavera a su tía, lady Catherine de Bourgh. Pero Dyfed Brougham, un amigo de Darcy, había aparecido inesperadamente y la velada se había prolongado hasta la madrugada. En consecuencia, Richard había tardado en levantarse y el viaje se había retrasado varias horas.
– Al suelo, tropa. Una tormenta se aproxima por el horizonte… -Richard se llevó la mano a la frente, como si quisiera protegerse de la esperada reprimenda.
– Un reproche bien merecido -afirmó Darcy con un resoplido.
– Sí, pero apelo a tu naturaleza bondadosa y amable… -siguió diciendo Richard. Su primo volvió a resoplar, pero no pudo contener una sonrisa-. Y culpo enteramente a tu amigo.
Darcy soltó una carcajada al oír aquello.
– ¿Mi amigo? Dy apenas me dirigió la palabra cuando te vio en el salón.
– Fue muy atento, ¿verdad?
– ¡Excesivamente!
– Un hombre muy simpático, ciertamente, ¡y bien informado! Siempre había pensado que era un tipo superficial y frívolo. Y nunca había podido entender el cariño que le tenías, Fitz. Una personalidad muy distinta a la tuya.
– Él no era así en la universidad. De hecho, era muy diferente.
– Si tú lo dices. -Fitzwilliam se encogió de hombros y se recostó contra los mullidos cojines del landó-. Y estoy tentado a creerte después de anoche. Antes no comprendía muy bien por qué lo habías autorizado a visitar a Georgiana mientras estamos ocupados en nuestra peregrinación a Rosings; sin embargo, ahora reconozco que ha sido una estupenda decisión.
Darcy asintió con la cabeza.
– Sí, la aprobación de Brougham será muy valiosa cuando Georgiana se presente en sociedad el año próximo.
– Oh, de eso también estoy seguro -afirmó Richard de manera enfática. Darcy lo miró con curiosidad y entonces su primo dejó el periódico y se lo puso sobre las rodillas-. ¿No has notado lo amable que es Georgiana con Brougham? Él la hace reír con una facilidad enorme y son capaces de conversar durante horas, o lo harían, si las normas sociales no lo impidieran. Aparte de nosotros dos, nunca había visto que Georgiana se sintiera cómoda en compañía de otros hombres, especialmente desde… -Richard apretó los labios de repente y, tras de un extraño lapso de silencio, continuó-: Pero tu amigo lo ha logrado y lo ha hecho bastante bien… -Richard dejó la frase inconclusa, cuando vio la expresión que asomaba al rostro de Darcy-. ¿De verdad no lo habías notado?
– ¡No hay nada incorrecto en ello, Richard! Nada que se pueda considerar como un interés particular de Brougham por Georgiana -replicó Darcy con irritación, asegurándole a su primo, y a él mismo, que las insinuaciones que podían desprenderse de las observaciones de Fitzwilliam eran totalmente absurdas-. Y por parte de Georgiana tampoco hay un afecto que supere el cariño normal que se siente por un amigo de la familia.
– ¡Claro que no hay «nada incorrecto», Fitz! ¡Por Dios! -Fitzwilliam hizo una retirada estratégica y se volvió a concentrar en el Post. Darcy suspiró y cerró los ojos. Los últimos dos meses no habían sido la mejor época de su vida, y sus propias preocupaciones podrían haberle hecho pasar por alto lo que su primo estaba señalando. ¡Pero seguramente Fitzwilliam le estaba dando demasiada importancia a cosas insignificantes! Dy había sido muy amable con Georgiana, eso no podía negarlo. Más que amable, en realidad, pues había guardado silencio sobre el desmesurado interés de Georgiana por las descargas teológicas de Wilberforce, cuyos textos la había sorprendido estudiando el día que se habían reencontrado, cuando ella, por desgracia, dejó caer el libro a sus pies. Pero su actitud sólo era una muestra de amistad hacia él y la consecuencia de su irresistible forma de ser y sus amables maneras. Si Georgiana hubiese permanecido inmune a la encantadora personalidad de Dy, Darcy tendría más razones para preocuparse.
No, él había estado más interesado en su propia tranquilidad, después de regresar de su desafortunado viaje a Oxfordshire en busca de la mujer que podría convertirse en su esposa. Los acontecimientos que habían tenido lugar en el castillo de Norwycke habían sido tan desagradables y lo habían dejado tan angustiado que, tras regresar a Londres, había jurado no volver a involucrarse en ninguna aventura en cuestiones matrimoniales, en un futuro próximo. Por ello, se había sumergido en los asuntos familiares y en sus negocios, así como en las actividades sociales más agradables de los hombres solteros de su posición. El primero de esos asuntos familiares había sido la desagradable tarea de informar a su primo D'Arcy del comportamiento de su prometida, lady Felicia Lowden, en Norwycke. D'Arcy se había puesto rojo de furia, pero había que reconocer que, para alivio de Darcy, no se había desquitado con el mensajero portador de las malas noticias. Al contrario, había atribuido la responsabilidad a quien correspondía y enseguida había consultado a su padre, lord Matlock, cómo se podía deshacer el compromiso. Dos semanas después apareció una nota en el Post que informaba que lady Felicia «lamentablemente» había ejercido su prerrogativa. Desde luego el chismorreo fue intolerable, pero era preferible soportar los cotilleos ahora que el escándalo inevitable después. Las familias Darcy y Fitzwilliam respiraron con alivio, mientras que la rama De Bourgh se contentó con una larga carta en la que expresaban su satisfacción, confirmando las dudas que habían tenido desde el principio, pero que no habían expresado, sobre la conveniencia de aquella relación.
Georgiana, su querida hermana, había evitado presionarlo para que le contara detalles de su estancia en la propiedad de lord Sayre. Se había propuesto hacerlo sentir muy cómodo en casa y, con la ayuda de Brougham, que reanudara sus actividades sociales cotidianas. A las dos semanas de haber regresado, Darcy la acompañaba a conciertos, recitales y exposiciones de arte, mientras que Dy lo había arrastrado al salón Jackson, el establecimiento de su maestro de esgrima, a varias reuniones y, unas cuantas noches antes, a un combate de boxeo bastante ilegal en el que se hacían apuestas. Entre el humor sarcástico de Dy y su infalible olfato para la intriga, y el tranquilo cariño de Georgiana, Darcy se había recuperado por completo de aquella terrible experiencia. Algunas veces lo asaltaban oscuros remordimientos. La revelación de la verdadera profundidad de su odio hacia George Wickham, que había estado tan cerca de acabar con la vida de su hermana y había envenenado a Elizabeth contra él, le resultaba casi tan espantosa como el recuerdo de lo cerca que había estado de rendirse a las apasionadas tentaciones que le había ofrecido lady Sylvanie Sayre. Pero tal como Richard había vaticinado, ahora la evocación de todo eso parecía sólo un mal sueño, y a él le resultaba cada vez más fácil ignorar todos aquellos desagradables recuerdos.
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