Lucy Gordon
Palabras en el silencio
Palabras en el silencio (2001)
Título Original: For the sake of his child (2000)
Gina dio unas palmaditas a su pequeño coche en el aparcamiento, como mimándolo. Tenía doce años, y lo había conseguido por poco dinero. Mucha gente se había burlado cuando lo había visto. Pero era suyo. Le servía fielmente, y ella lo adoraba.
Su sonrisa se desvaneció cuando intentó abrir la puerta para entrar. De un lado tenía una pared y del otro un enorme Rolls-Royce, cuyo dueño, evidentemente, se sentía con derecho a apropiarse de más espacio del que le correspondía. No tenía sitio.
Afortunadamente el coche no tenía ninguna barrera entre el maletero y los asientos. Trepando por la parte de atrás, Gina podía llegar al asiento del conductor. No era una solución muy digna, y desde luego no disminuía su malhumor.
– ¿Quién se cree que es? -musitó ella.
Empezó a dar marcha atrás lentamente, conteniendo la respiración. Al principio todo iba bien, pero, de pronto, el pequeño coche se fue de lado y se dio un golpe con el lustroso Rolls.
Horrorizada, volvió a salir por atrás, y se agachó para inspeccionar el daño. Ambos vehículos estaban golpeados, pero el Rolls estaba peor.
– ¡Qué lista!-se oyó decir a una voz masculina-. ¡Me lo acaban de pintar!
Desde aquel ángulo el hombre parecía enorme. Era moreno y muy alto. Tenía los hombros anchos. Gina se puso de pie, pero él era bastante más alto, y le resultaba molesto demostrarle su indignación mirándolo desde abajo.
– Yo no usaría la palabra «lista». «Egoísta y arrogante», quizás.
– ¿Quién?
– Quien haya aparcado este Rolls ocupando dos espacios del aparcamiento, impidiéndome salir.
– ¿Y exactamente cuánto espacio necesita este «cacahuete con ruedas»?
– Todos no podemos conducir un Rolls-Royce -dijo ella, insensible al insulto a su querido coche.
– Casi mejor. Si condujese un Rolls como conduce este… este…
– Se ha puesto en mi lugar. No me ha dejado sitio ni para abrir la puerta. No tiene derecho a aparcar así.
– En realidad no he sido yo. Lo ha aparcado mi chofer.
– Debí de haberlo supuesto.
– ¡Ya veo! Si tener un Rolls es un delito, el tener un chofer debe de ser un crimen que merece la horca, ¿verdad?
– Va todo junto, ¿no? Cualquiera que puede permitirse un chofer, no necesita pensar en los demás. ¿Por qué no le ha impedido que hiciera esto?
– Porque no estaba en el coche en ese momento. Lo acabo de ver. Y estoy de acuerdo en que no ha estado muy brillante. Pero, admitámoslo, le ha dejado sitio suficiente para dar marcha atrás, si hubiera salido en línea recta. Se supone que no necesita hacer un giro tan brusco, ¿o no se lo ha dicho nadie?
– Si me hubiera dejado el espacio que me correspondía, no lo habría golpeado, aunque hubiera hecho muchos giros bruscos.
– Maneja mal el volante -dijo el hombre irritado-. Y es una suerte que lo descubra ahora y no cuando estuviera intentando evitar un camión.
Tenía razón, por supuesto. Y eso era lo peor. Ahora le tocaría pagar una buena factura de taller.
– Entonces, ¿qué vamos a hacer? -preguntó el hombre-. ¿Darnos los datos del seguro, o prefiere un duelo de madrugada?
– No tiene gracia…
– Si lo convertimos en una pelea, yo podría decir algunas cosas acerca de su manera de maniobrar…
– ¿Podría dejar de calumniar mi coche?
– Teniendo en cuenta lo que su coche le ha hecho al mío, las calumnias son lo de menos. Los del seguro probablemente declararán a ese «pequeño conejo» siniestro total.
– Mire…
– Entonces, ¿qué le parece si acepto toda la culpa y pago sus daños y los míos?
Aquello la tomó por sorpresa.
– ¿Haría… eso?
– Sí. A pesar de tener un desgraciado por chofer y un Rolls al que reprender, tengo cualidades humanas.
– Gracias -dijo ella.
Un hombre de mediana edad se había aproximado y estaba mirando la escena. Luego se dirigió a él.
– Tú me has metido en esto, Harry. ¿En qué estabas pensando para aparcar así?
– Lo siento, jefe, pero el tipo del otro lado… ahora se ha ido… Pero estaba ocupando la mitad de nuestro sitio, así que pensé que no importaría si… ¡Oh, Dios santo!-de pronto descubrió el daño.
– No importa. Lleva el… coche de esta dama al taller al que voy normalmente y diles que arreglen lo que haga falta. Luego vuelve aquí, y haces lo mismo con el Rolls.
– ¿Cómo entro? -preguntó.
– Por la parte de atrás -dijo Gina entre dientes.
El chofer entró en el coche y lo sacó con precisas maniobras, lo justo para no tocar el Rolls. El hombre miró a Gina como queriendo subrayarle que lo había hecho sin provocar daño alguno, pero se quedó en silencio.
– Lo siento -dijo ella.
– No es su día, ¿verdad? ¿Dónde podemos sentarnos y tomar nota cómodamente?
– Hay un café por allí.
Él parecía fuera de lugar en el Café de Bob, un antro grasoso que hacía comida para gente con poco dinero y tiempo. Debía de medir un metro ochenta y pico, por lo menos. Tenía piernas largas, hombros anchos y un aire de autoridad. Su traje era de Savile Row, como correspondía a un hombre con un Rolls.
Ella se miró la ropa. Su traje gris era adecuado para su trabajo, pero había sido el más barato de la tienda. Intentaba ponérselo con diferentes chales, bufandas y bisutería, para disimular y que pareciera que variaba. Pero aquel hombre debía de codearse con gente que llevase alta costura.
Ella intentaba pensar que él era el villano de la historia, pero era difícil, porque había ofrecido pagar el arreglo.
Era la hora del almuerzo, y el lugar se estaba llenando, pero él encontró una mesa frente a una ventana. Era el tipo de hombre, pensó Gina, que siempre podría encontrar una mesa frente a una ventana.
– Déjeme que lo invite a un café -dijo ella-. Es lo menos que puedo hacer.
– De ninguna manera -él estudió el menú-. Tengo hambre y no me gusta comer solo. Elija algo.
– Sí, señor.
– Lo siento. Estoy acostumbrado a dar órdenes, y es una costumbre que me cuesta romper.
Ella eligió y él llamó a la camarera. Después de pedir dijo:
– Mi nombre es Carson Page.
– Y el mío es Gina Tennison. Le agradezco lo que ha hecho, señor Page. Tiene razón acerca de mis maniobras. Y debí tener cuidado, puesto que me acaban de arreglar el coche…
– Debería demandar al taller. Búsquese un buen abogado.
– No lo necesito. Bueno, es difícil ser un abogado convincente en un taller lleno de mecánicos -dijo ella-. Da igual lo buen abogado que seas, hacen lo que quieren, porque creen que eres solo una mujer tonta que no sabe nada de coches.
Él no contestó, pero sus labios se torcieron.
– Venga, dígalo -lo desafió.
– ¿Hace falta?
Ella se rió, y él también. La risa lo transformó, suavizando los rasgos duros de su cara. Pero enseguida se desvaneció su risa. Daba la impresión de que la alegría lo hacía sentir incómodo, y que necesitase protegerse contra ella.
En reposo, su cara estaba llena de tensión. Tenía los ojos oscuros y con ojeras, y pequeñas arrugas alrededor de la boca. Aquel era un hombre que vivía en tensión, pensó ella, y tuvo la impresión de que sus nervios debían de estar a punto de estallar.
Era difícil adivinar su edad. Treinta y tantos, quizás. Se movía con facilidad, lo que sugería juventud. Pero lo envolvía un aire de gravedad que hacía que su breve e inesperada sonrisa fuera un placer.
– ¿Así que es abogada? ¿Dónde trabaja? ¿Por aquí?
– Sí. Trabajo con Renshaw Baines.
– ¿Con Renshaw Baines? Yo soy uno de sus clientes. Al menos lo seré después de una entrevista esta tarde.
– ¡Oh, cielos! ¡He ofendido a un cliente!
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