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Lucy Gordon - Aprendiendo a Amar

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Aprendiendo a Amar: resumen, descripción y anotación

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Años atrás, Pippa Davis y Luke Danton habían vivido una intensa aventura. Posteriormente, el destino los separó cuando ella ya estaba embarazada, pero había llegado la hora de que Pippa se reencontrara con Luke. Por el bien de su hija, por supuesto… A pesar del tiempo transcurrido, Luke nunca había sido capaz de olvidar a la mujer que tanto había significado para él. De repente, Pippa se presentó en su casa… acompañada de una pequeña: ¡su hija! Y de pronto, una vez más, todo lo que tanto había deseado se encontraba al alcance de su mano…

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Lucy Gordon Aprendiendo a Amar Título Original For His Little Girl 2000 - photo 1

Lucy Gordon

Aprendiendo a Amar

Título Original: For His Little Girl (2000)

Capítulo 1

LUKE había escogido ese dormitorio porque desde la ventana se divisaba la costa de la dorada California, el mar brillante y el Manhattan Pier. De hecho, había comprado la casa en el Strand debido a la maravillosa vista que ofrecía, y de la que disfrutaba cada mañana. Aquel día, como siempre, se levantó desnudo de la cama y se acercó a la ventana. Estaba a punto de subir la persiana cuando se volvió para mirar con cariño la maraña de rizos rubios que se hallaba desplegada sobre la almohada. Dominique era un encanto, pero las mañanas nunca constituían su mejor momento. Y después de una noche loca como la que habían compartido, se merecía seguir durmiendo. Su «bella durmiente», como solía llamarla: la cara más bonita y el mejor cuerpo de Los Ángeles… «O quizá del mundo», se corrigió, generoso.

Se apartó de la ventana, se puso un bañador y bajó a la enorme cocina del primer piso. De la nevera sacó el vaso de zumo que había dejado enfriar desde la noche anterior, como tenía por costumbre. Se lo bebió lentamente, saboreándolo sin prisas. Cuando terminó, se fue a correr por el Strand y bajó luego a la playa. Un buen baño en las frías aguas acabó con los últimos restos de sueño, preparándolo para empezar el nuevo día.

Luke Danton, de treinta y cuatro años, guapo, hombre de éxito, había disfrutado de los placeres de la vida durante más tiempo del que podía recordar. No sin esfuerzo por su parte, desde luego, ya que era un hombre que trabajaba duro. Pero esos esfuerzos casi siempre se habían visto recompensados.

Estuvo surfeando durante una hora, desafiando las olas. Finalmente se detuvo y se volvió para contemplar el panorama de la playa y su propia casa, motivo de tanto orgullo como alegría. El precio que había pagado por ella había sido alto, pero había merecido la pena. De niño había jugado en aquella playa. Solía vagabundear de un lado a otro hasta que su madre lo llamaba a gritos. Pero en los intervalos entre grito y grito le había enseñado a cocinar, de manera que Luke había descubierto en aquella actividad su verdadera vocación. Y, ya de mayor, había vuelto allí para comprarse una casa justo a un par de manzanas del Manhattan Pier.

Se apresuró a volver para tomar una ducha. Dominique seguía dormida, así que cerró bien la puerta del cuarto de baño. No había un solo gramo de grasa superflua en su esbelto cuerpo: su enorme energía, el trabajo duro y las horas que pasaba en el mar lo mantenían en forma. Su rostro no aparentaba los treinta y cuatro años que tenía. Sus ojos oscuros y su pelo negro hablaban de algún remoto ascendiente hispano, pero su boca de labios llenos, tan predispuesta a la sonrisa, era la de su padre. Max Danton había sido un tarambana durante su juventud y lo seguía siendo, según la mujer que lo amaba y que había engendrado a sus hijos.

– Y tú eres igual -recordaba Luke que solía decirle su madre-. Ya es hora de que consigas un trabajo decente.

El hecho de poseer dos restaurantes y su propio programa en una cadena de televisión por cable no parecía contar como un trabajo decente en su historial. Luke simplemente se reía de aquellas recriminaciones. Quería a su madre de todas formas. Cuando terminó de ducharse, se puso unos pantalones y volvió a la cocina. Dominique ya estaba allí, vestida con la mejor bata de seda de su anfitrión.

– ¿Qué hora es? -le preguntó ella, con un bostezo.

– ¡Casi mediodía! Diablos, ¿cómo hemos podido dormir tanto?

– Eran más de las cuatro cuando dejamos el club nocturno -se apoyó en su pecho, cerrando los ojos-. Y luego, cuando vinimos aquí…

– Ya -pronunció lentamente Luke, sonriendo, y los dos se echaron a reír.

– ¿Dónde guardas el café? No consigo recordarlo.

– Yo lo prepararé -se apresuró a decir, señalándole una silla-. Tú siéntate, que ya me ocupo yo de todo.

– Con poca leche, por favor -le pidió ella, con una sonrisa soñolienta.

– No sabía que te preocupara tanto tu silueta -comentó Luke mientras empezaba a preparar el café.

En aquel instante Dominique se abrió la bata, exhibiendo su magnífica figura.

– Requiere algún esfuerzo conservar esto.

– Anda, tápate. Todavía estoy agotado después de lo de anoche.

– Oh, no. Tú nunca te agotas, Luke… -se le acercó por detrás, deslizando los brazos por su cintura-. Y yo tampoco estoy agotada… al menos, contigo.

– Ya lo he notado -repuso, sonriendo.

– Nos llevamos tan bien los dos en todos los sentidos… -como él no contestaba, insistió- ¿No te parece?

Luke se sintió aliviado de que ella no pudiera verle el rostro. Una vida entera evitando compromisos le había dejado un permanente sentido de alerta. Y en aquel preciso instante aquel sentido le estaba dando la voz de alerta, advirtiéndole del rumbo que estaba tomando la conversación.

– Lo que sé es que nos llevamos muy bien… en un sentido -pronunció con tono ligero. Volviéndose, la besó en la punta de la nariz-. ¿Y quién necesita más?

– Más tarde o más temprano… -Dominique hizo un puchero-… todo el mundo necesita algo más.

– Yo no -le aseguró, conservando el mismo tono risueño. La besó de nuevo, en esa ocasión en los labios-. No estropeemos una hermosa amistad.

Ella prefirió dejar el tema, pero Luke sabía que no tardaría en volver a la carga. Dominique era tenaz y obstinada. No había cejado hasta conseguir trabajar para la mejor agencia de modelos de Los Ángeles, recurriendo en ocasiones a métodos poco honestos, según sospechaba el propio Luke. Lo que quería, lo lograba. Y, al parecer, quería llegar a un tipo de compromiso más profundo con él.

Gimió en silencio ante la batalla que se avecinaba. No temía perderla, porque por lo que se refería a su supervivencia, contaba con enormes reservas de obstinación y terquedad que asombrarían a la gente que solamente conocía su lado amable y risueño. Pero lamentaba sinceramente malgastar el tiempo en discusiones cuando muy bien podían hacer otras cosas… ¿Pelear? ¡Diablos, no! Nunca peleaba con las mujeres. Había otras maneras de dejarles saber sus intenciones, mucho más sutiles, que le permitían conservar la amistad.

– Pobrecita -exclamó, besándola con ternura-. Tómate el café y vuelve a la cama mientras yo te preparo una comida especial.

– No necesito volver a la cama.

– ¿Ah, no? Pues parece como si todavía necesitaras dormir.

– ¿Quieres decir que tengo aspecto de cansada? -inquirió, horrorizada.

– No, solo soñolienta -la tranquilizó-. Y no es de extrañar, teniendo en cuenta la noche que hemos pasado. Estuviste magnífica.

– Bueno, conozco muy bien tus gustos… -empezó a acariciarlo.

– No hagas eso -le suplicó, representando hábilmente el papel de un hombre temeroso de excitarse físicamente. Aunque, en realidad, se trataba de todo lo contrario. Una vez que sabía lo que Dominique tenía en mente, sus sentidos parecían haberse cerrado en banda, como siempre ocurría cuando oía campanas de boda. Pero no se mostraría tan poco sutil como para permitir que ella sospechara algo. Amabilidad ante todo: ese era su lema. Suave pero firmemente la guió de nuevo hacia las escaleras, murmurando:

– Vamos, cariño, sube a acostarte… y déjame mimarte.

Sabía que aquella era una oferta que ninguna mujer podía rechazar. Y que a él le permitiría ganar un poco de tiempo. Quizá una hora. Si tenía suerte. Después de que Dominique se hubo acostado, Luke salió a la terraza y alzó la vista al cielo, implorando en silencio al ángel protector de los solteros impenitentes. A lo lejos podía escuchar el leve ruido de un avión disponiéndose a aterrizar. Pero, sin embargo, dudaba que ese ángel estuviera abordo…

«Señoras y caballeros, el vuelo 279 de Londres a Los Ángeles tomará tierra dentro de veinte minutos. Son las doce y diez de la mañana hora local…».

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