Lucy Gordon
Un amor secreto
Un amor secreto (1999)
Título Original: Farelli’s wife (1999)
Serie Multiautor: 27° Niños y besos
La lápida se alzaba a la sombra de los árboles. Un pequeño arroyo corría cerca y las flores llegaban hasta el pie del mármol blanco. El grabado ponía que allí yacía Rosemary Farelli, amada esposa de Franco Farelli, y madre de Nico. Indicaba que había muerto un año atrás, a la edad de treinta y dos años, y con ella, su hijo nonato.
Había otras lápidas en la parcela mortuoria de los Farelli, pero sólo ésa tenía la hierba muy hollada, como si alguien se viera atraído a esa tumba una y otra vez, alguien que aún no se había reconciliado con el demoledor final que indicaba esa piedra.
Tres figuras aparecieron por el pequeño bosque que rodeaba la parcela. La primera era una mujer de mediana edad con expresión sombría y porte erguido. Detrás de ella iba un hombre que había pasado los treinta años, cuyos ojos oscuros exhibían una desolación terrible. Apoyaba levemente una mano sobre el hombro de un niño pequeño que caminaba a su lado, con las manos llenas de flores silvestres.
La mujer se acerco a la tumba y la contempló un momento. El rostro era duro e impasible. Un desconocido que hubiera pasado por allí podría haberse preguntado si sentía algún afecto por la mujer muerta. Al final se hizo a un lado y el hombre se adelantó.
– Deja que me lleve a Nico a casa -dijo ella-. Éste no es lugar para un niño.
– Es el hijo de Rosemary -el rostro del hombre estaba ceñudo-. Es su derecho… y el de su madre.
– Franco, está muerta.
– Aquí no -musitó al tiempo que se llevaba la mano al pecho-. Nunca -bajó la vista al niño-. ¿Estás listo, piccino?
El pequeño, que era tan rubio como su padre moreno, alzó los ojos y asintió.
– Son para ti, mamá -dijo.
Cuando dio un paso atrás, la mano de su padre reposó de nuevo en su hombro.
– Bien hecho -le susurró a su hijo-. Estoy orgulloso de ti. Ahora ve a casa con la abuela.
– ¿Puedo quedarme contigo, papá?
– Ahora no -el rostro de Franco Farelli se mostró amable-. Debo permanecer a solas con tu madre -no se movió hasta que se fueron. Cuando sus pisadas se perdieron en el silencio, avanzó hacia la lápida y se arrodilló ante ella, musitando-: Te he traído a nuestro hijo, mi amore. Mira cuánto ha crecido, lo fuerte y hermoso que es. Pronto cumplirá los siete años. No te ha olvidado. Todos los días hablamos de «mamá». Lo estoy criando como tú querías, para que recuerde que es tanto inglés como italiano. Habla la lengua de su madre y de su padre -los ojos se le nublaron por el dolor-. Cada día se parece más a ti. ¿Cómo puedo soportarlo? Esta mañana me miró con aquella sonrisa tuya, y fue como si tú te hallaras presente. Pero al siguiente instante volviste a morir, y el corazón se me partió. Ha pasado justo un año desde que falleciste, y el mundo sigue oscuro para mí. Al partir te llevaste el júbilo. Intento ser un buen padre para nuestro hijo, pero mi corazón está contigo y mi vida es un desierto -alargó una mano para tocar el frío mármol-. ¿Estás ahí, amada? ¿A dónde has ido? ¿Por qué no logro encontrarte? -de pronto perdió el control y con dedos nerviosos se aferró al mármol, cerró los ojos y emitió un grito de aguda angustia-. ¡Vuelve a mí! Ya no puedo soportarlo más. ¡Por el amor de Dios, vuelve a mí!
Si Joanne se concentraba mucho, podía bajar el pincel hasta el punto exacto y girarlo en el último instante. Requería una gran precisión, pero había ensayado el movimiento a menudo y, en cada ocasión, ya conseguía hacerlo bien.
El resultado era perfecto, del mismo modo que todo el cuadro era perfecto… una copia perfecta. El original era una pequeña obra maestra. A su lado se alzaba su propia versión, idéntica en cada pincelada. Salvo que sólo podía afanarse lentamente allí donde el genio había mostrado el camino.
La asombrosa luz de la tarde que penetraba por las ventanas de la Villa Antonini le mostró lo bien que había ejecutado la tarea encomendada, y lo mediocre que era ésta.
– ¿Está terminado? -el Signor Vito Antonini había entrado en silencio para situarse a su lado. Era un hombre rechoncho, de mediana edad, que había ganado una fortuna inmensa con la ingeniería y que en ese momento disfrutaba gastándola. No paraba de hacerle regalos a su pequeña y sencilla esposa, a quien adoraba, y a quien había comprado esa lujosa villa en las afueras de Turín.
Luego adquirió algunas grandes pinturas para adornarla. Pero como eran valiosas, el seguro había insistido en que debería guardarlas en una caja de seguridad en el banco, algo que él no deseaba. De modo que contrató a Joanne Merton, quien con apenas veintisiete años tenía una gran reputación como copista especializada en pintura italiana.
– Tus copias son tan perfectas que nadie distinguirá la diferencia, signorina -comentó con alegría.
– Me alegro de que te satisfaga mi trabajo -repuso con una sonrisa. El hombrecito y su esposa le caían bien; la habían recibido en su casa como a una huésped de honor.
– ¿Crees que podríamos guardar sus copias en el banco y mantener los originales en mis paredes? -preguntó con añoranza.
– No -se apresuró a contestar-. Vito, yo hago copias, no falsificaciones. Sabes que la condición de mi trabajo es que jamás ha pasado por un original.
Vito suspiró, ya que era un hombre acostumbrado a correr riesgos, pero en ese instante su mujer entró en la sala y Joanne apeló a ella.
– Cretino -recriminó a su marido-. ¿Quieres que esta amable joven vaya a la cárcel? Olvida esa tonta idea y ven a comer.
– ¿Más comida? -protestó Joanne, riendo-. ¿Intentas que engorde, María?
– Intento que no te desvanezcas -repuso la otra-. Ninguna joven debería ser tan flaca como tú.
En realidad no era flaca, sino esbelta. Su intención era mantenerse así, aunque María lo dificultaba.
La mesa rebosaba con los esfuerzos de su afán: pan de ajo con tomate, crema de aceitunas negras y sopa de pescado, seguido de arroz con guisantes.
A pesar de la preocupación por su silueta, Joanne no pudo resistir esos manjares. Le encantaba la comida del Piamonte desde los dieciocho años y había ganado una beca para estudiar Arte en Italia. Era feliz saboreando las comidas con especias o vagando por Turín para empaparse de grandes pinturas y soñar con que algún día contribuiría con una obra suya. Y se había enamorado loca y apasionadamente de Franco Farelli.
Lo conoció por su hermana, Renata, una estudiante de Arte de su misma clase. Se habían hecho buenas amigas, y Renata la había llevado a su casa a conocer a su familia, viticultores con enormes viñedos al norte de la pequeña ciudad medieval de Asti. Joanne había quedado cautivada con Isola Magia, el hogar de los Farelli, sintiéndose cómoda desde el primer momento con toda la familia; Giorgio, el padre grande y atronador que se reía, bebía y fanfarroneaba mucho; Sofía, su esposa, una mujer de rostro y temperamento vivos que recibió a Joanne de forma reservada aunque dándole la bienvenida.
Pero desde el instante en que conoció a Franco supo que era el hombre de su vida. Entonces él tenía veinticuatro años, alto y de huesos largos, con un porte orgulloso que lo diferenciaba del resto de los hombres. De su padre, un italiano del norte, había heredado la estatura, y de su madre, procedente de Nápoles, en el sur, la piel cetrina, los oscuros ojos de color chocolate y el pelo negro.
También en otros sentidos era una amalgama del norte y el sur. Poseía el encanto natural de Giorgio, pero también el carácter volcánico de Sofía, con sus furias rápidas y demoledoras. Joanne había sido testigo de su ira sólo en una ocasión, cuando encontró a un joven que castigaba con saña a un perro. De un puñetazo lo tiró al suelo y durante unos segundos sus ojos irradiaron cólera asesina.
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