Jacquie D’Alessandro
Casi Un Caballero
Serie Regencia Histórica, 03
Título original: Not Quite a Gentleman
© 2008, Alicia del Fresno, por la traducción
Dedico este libro con todo mi amor y mi gratitud
a mi cuñada Brenda D'Alessandro
que no solo es la Mayor Compradora del Mundo,
sino también la Mejor Peluquera del Mundo.
Gracias por hacerme reír
y por cómo manejas esas mágicas tijeras.
Y también a Erika Tsang
por ser una editora tan maravillosa.
Gracias por ayudarme a dar vida a esta
historia y por el amor que le has mostrado.
Y gracias también por obligarme
a limpiar mi casa con tu visita
(mi familia también te da las gracias por eso).
Y, como siempre, a Joe,
mi maravilloso y alentador marido,
por ser mi perfecto caballero,
y a mi hijo Chris,
del que tan orgullosa me siento,
alias el Perfecto Caballero Júnior,
que, como bien sé, terminará convirtiéndose
en la viva imagen del fabuloso caballero
que es su padre.
Querría dar las gracias a las personas que cito a continuación por su inestimable ayuda y apoyo.
A la gente maravillosa de Avon/Harper Collins por su amabilidad, sus ánimos y por hacer que mis sueños se conviertan en realidad, sobre todo a Michael Morrison, Mike Spradlin, Brian Grogan, Carrie Feron, Debbie Stier, Pamela-Spengler Jaffee y a Jamie Beckman.
A Damaris Rowland, mi agente, por su fe y sabiduría.
A Jenni Grizzle y a Wendy Etherington por alentarme a seguir y por estar siempre dispuestas a compartir conmigo una copa de champán y una porción de tarta de queso.
Gracias también a Sue Grimshaw, Kathy Baker, Kay y Jim Johnson, Kathy y Dick Guse, Lea y Art D'Alessandro, y a Michelle, Steve y Lindsey Grossman.
Un ciberabrazo a mis alocadas Connie Brockway, Marsha Canham, Virginia Henley, Jill Gregory, Sandy Hingston, Julia London, Kathleen Givens, Sherri Browning y Julie Ortolon, y también a las Tentadoras.
Un agradecimiento muy especial a los miembros del Georgia Romance Writers.
Y por último, gracias a todos/as los/as maravillosos/as lectores/as que os habéis tomado el tiempo de escribirme o de enviarme vuestros correos electrónicos. ¡Espero seguir recibiendo noticias vuestras!
Cornwall, 1817
Nathan Oliver protegió contra su pecho la valija de cuero gastado llena de joyas robadas y se recostó contra la áspera corteza del inmenso olmo en un intento por recuperar el aliento. Un botín en toda regla… Ya casi he llegado. Ya casi lo he logrado, pensó. Solo tenía que cruzar el claro iluminado por la luz de la luna, entregar el botín al hombre que esperaba al otro lado del bosque y todo habría terminado. Por fin disfrutaría de seguridad económica durante el resto de sus días. Inspiró lenta y profundamente, hasta que el aire llegó al fondo de sus ardientes pulmones, calmando así su pulso acelerado. El corazón le retumbaba en el pecho, y no le costó percibir sus latidos en los oídos y en la boca del estómago. A pesar de que todas eran reacciones ya conocidas, experimentadas durante las docenas de veces que había obrado así anteriormente, en esta ocasión las sensaciones fueron más acusadas… por motivos que Nathan no dudó en dejar despiadadamente a un lado. Maldición, su conciencia elegía sin duda el momento menos conveniente para censurarle. Aun así, y a pesar de todos sus esfuerzos por impedir su intrusión, las dudas y la culpa que le habían acosado desde que había accedido a llevar a cabo ese encargo en particular seguían persiguiéndole. Olvídalo. Lo hecho hecho está. Limítate a terminar con esto, se dijo.
Con suma cautela, echó un vistazo desde detrás del árbol, con todos los sentidos alerta. La luna se ocultó tras una nube, sumiéndole en la oscuridad. Una brisa fresca, preñada de aromas marinos, sacudió las hojas, mezclándose con el canto nocturno de los grillos y con el de un búho cercano. Aunque todo parecía en calma, Nathan notó que se le cerraba el estómago, alerta; un instinto que muy buen servicio le había hecho en el pasado. Se quedó totalmente quieto durante dos minutos más, escudriñando, aguzando el oído, pero no detectó nada extraño. Se colocó el bulto bajo el brazo, asegurándolo mejor contra el cuerpo, inspiró hondo una vez más y echó a correr.
Cuando casi había alcanzado ya la protección del bosquecillo del otro lado, se oyó un disparo. Nathan se echó al suelo, dándose un doloroso golpe en el costado. Se oyó un segundo disparo de pistola en rápida sucesión, seguido por un sorprendido grito de dolor.
– ¡Cuidado! -exclamó alguien.
Se le heló la sangre en las venas. Demonios, había reconocido esa voz.
Se levantó, apoyándose en las manos, y corrió hacia el lugar de donde le pareció que procedía el grito. Tras un recodo del sendero, vio en el suelo una figura masculina. Con toda su atención puesta en el hombre derribado, no oyó el ruido a su espalda hasta que fue demasiado tarde. Antes de poder reaccionar, se vio empujado y a merced de un golpe que impactó directamente entre sus omóplatos y le hizo perder el equilibrio. La valija que contenía las joyas salió disparada de sus manos, pero otra mano, enfundada en un guante negro, se hizo con ella. Luego la oscura figura se desvaneció en la oscuridad, agarrando firmemente lo que segundos antes había pertenecido a Nathan. Sin apenas delación, espoleado por las afiladas garras del miedo, se levantó y corrió hasta el hombre que yacía en el suelo. Cayó de rodillas junto a él y miró los ojos colmados de dolor de su mejor amigo.
– Maldita sea, Gordon, ¿qué demonios estás haciendo aquí? -preguntó con la voz empañada por el miedo mientras procedía a efectuarle un apresurado reconocimiento. Cuando tocó el hombro de Gordon, descubrió en él el pegajoso calor de la sangre.
– Estaba a punto de hacerte la misma pregunta -descubrió Gordon.
– ¿Te han alcanzado solo una vez?
Gordon se estremeció y luego asintió con la cabeza.
– Me alcanzó el segundo disparo. Duele como un demonio, pero no es más que un rasguño. No sé si Colin ha tenido tanta suerte. Le he visto desplomarse con el primer disparo.
Nathan se quedó helado al oír el nombre de su hermano.
– ¿Dónde está?
Gordon señaló a la izquierda con un brusco movimiento de cabeza. Al volverse, Nathan vio un par de botas que asomaban debajo de un arbusto. La visión le sacudió como un golpe físico y tuvo que apretar con fuerza las mandíbulas para reprimir el agónico ¡Nooo! que brotó de su garganta. Se quitó el pañuelo con rapidez, lo aplicó a la herida de Gordon y colocó sobre ella la mano de su amigo.
– Apriétalo lo más fuerte que puedas.
Entonces se levantó de un brinco y tiró de las botas con la mayor suavidad, hasta que el cuerpo apareció en el fangoso sendero, al tiempo que en su cabeza se repetía el eco de una única plegaria: «No permitas que muera. No permitas que mi codicia le haya matado».
En cuanto Colin emergió de entre los arbustos, Nathan se arrodilló a su lado. Colin alzó la mirada hacia él, soltó un gemido y Nathan por fin dejó escapar el aliento que había contenido. Su hermano estaba vivo. Ahora tenía que concentrarse en mantenerle así.
– ¿Puedes oírme, Colin? ¿Dónde te han dado? -dijo entre dientes al tiempo que sus conocimientos de medicina se abrían paso a cuchilladas entre el pánico, obligándole a mantener la calma y a concentrarse en la labor que tenía entre manos.
– Pierna -jadeó Colin.
Nathan localizó la sangrante herida en el muslo de Colin y, tras un breve examen, dijo secamente:
– No hay herida que indique la salida de la bala. -Se desató la corbata y aplicó presión para contener el flujo sanguíneo-. Tengo que sacarte la bala lo antes posible. Luego hay que coser a Gordon. Debemos volver a casa. ¿Tenéis caballos?
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