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Antonio Skármeta - El Baile De La Victoria

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El Baile De La Victoria: resumen, descripción y anotación

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Premio Planeta 2003 Al salir de la cárcel, un imaginativo joven y un famoso ladrón tienen dificultades para rehacer su vida. El dispar dúo decide que la única salida que les queda es dar el Gran Golpe. Pero en la vida de ambos se cruza la joven Victoria, un talento natural para la danza, hermosa y sensible, asediada sin embargo por el desamparo familiar.

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Antonio Skármeta El Baile De La Victoria A Jorge Manrique Nicanor Parra y - photo 1

Antonio Skármeta

El Baile De La Victoria

A Jorge Manrique, Nicanor Parra y Erasmo de Rotterdam, mi trío de ases

Mientras más profundo es el azul, más convoca a los hombres hacia lo infinito, más despierta en ellos el ansia hacia la pureza y lo intangible.

WASSILY K.ANDINSKY

UNO

El día de San Antonio de Padua, 13 de junio, el presidente decretó una amnistía para los presos comunes.

Antes de soltar al joven Ángel Santiago, el alcaide pidió que se lo trajeran. Vino con el desgaire y la belleza brutal de sus veinte años, la nariz altiva, un mechón de pelo caído sobre la mejilla izquierda, y se mantuvo de pie desafiando a la autoridad con la mirada. Los granizos del temporal golpeaban contra los vidrios tras las rejas y deshacían la gruesa capa de polvo acumulado.

Tras estudiarlo de una pestañeada, el alcaide bajó la vista sobre un juego interrumpido de ajedrez y se acarició largamente la barbilla, pensando cuál sería a esta altura la mejor movida.

– Así que te vas, chiquillo -dijo con un dejo de melancolía, sin dejar de mirar el tablero. En seguida levantó el rey y colocó pensativo la pequeña cruz de su corona en la abertura de sus dientes superiores. Tenía puesto el abrigo, una bufanda de alpaca café, y muchas motas de caspa le pesaban en las cejas.

– Así es, alcaide. Me tuve que tragar dos años adentro.

– Seguro que no vas a decir que pasaron volando.

– No pasaron volando, señor Santoro.

– Pero algo de positivo tiene que haber tenido la experiencia.

– Salgo con un par de proyectos interesantes.

– ¿Legales?

El chico jugó a darle leves pataditas a la mochila donde guardaba sus pocas pertenencias. Se apartó una legaña desde la cuenca de un ojo y sonrió irónico borrando con ese gesto la veracidad de su respuesta.

– Totalmente legales. ¿Para qué me mandó a llamar, señor?

– Dos cositas -dijo el funcionario, golpeándose con la figura del rey la nariz-. Yo estoy jugando con las blancas y me corresponde mover. ¿Cuál es el próximo paso para acelerar el jaque mate de las negras?

El joven miró con desprecio el tablero y se rascó displicente la punta de la nariz.

– .Cuál sería la segunda cosita, alcaide? El hombre repuso el rey en el cuadrilátero y sonrió con tan abrumadora tristeza que los labios se le hincharon como si estuviera a punto de llorar.

– Tú sabes.

– No sé.

El alcaide sonrió:

– Tu proyecto es matarme.

– Usted no tiene tanta importancia en mi vida como para que pueda decir que mi proyecto es matarlo.

– Pero es uno de ellos. -No tenía para qué tirarme desnudo la primera noche a esa celda llena de bestias. Eso marca, alcaide.

– Entonces, vas a matarme.

Ángel Santiago aguzó sus sentidos con el súbito temor de que alguien estuviera oyendo esa conversación y una respuesta suya atolondrada pusiera en peligro su libertad.

Precavido, dijo:

– No, señor Santoro. No lo voy a matar.

El hombre cogió la lámpara colgante que pendía sobre el tablero de ajedrez y le dio vuelta para proyectar su luz como un reflector policial sobre la cara del chico. La sostuvo así un largo rato sin decir nada y luego la bajó, impulsándola para que ésta latigueara su haz de una pared a otra.

Tragó saliva y la voz le sonó quebrada:

– En lo que a mí respecta, mi participación esa noche fue un acto de amor. Uno también se vuelve loco de soledad entre estas rejas.

– Cállese, alcaide.

El hombre se puso a caminar por el cuarto, como si buscara en el piso de cemento más palabras. Finalmente se detuvo frente al joven, y con dramática lentitud se despojó de la bufanda. Sin mirarlo a los ojos, se la ofreció con repentina humildad.

– Es vieja, pero abriga.

Ángel la frotó entre los dedos e hizo un gesto de asco.

Para evitar el rostro de Santoro, se detuvo en la foto del presidente de la República, el único adorno en ese muro carcomido por la humedad.

– Es una buena bufanda. De alpaca. Alpaca peruana.

Alentado por un escalofrío, subió la mirada y enfrentó los ojos del muchacho. La frase «acto de amor» había encendido el rostro del muchacho como si hubiera bebido un combustible. Una mancha escarlata le bañaba las orejas.

– ¿Puedo irme ahora, señor Santoro?

El hombre hizo ademán de acercársele en actitud de despedida pero la gélida expresión en el rostro de Ángel lo detuvo. Abrió los brazos en un gesto de resignación, como implorando simpatía.

– Llévate la bufanda, muchacho.

– Me repugna tener una cosa suya.

– Vamos, llevátela. Ten un poco de compasión.

El joven decidió que cualquier cosa sería mejor que dilatar su salida. Avanzó hasta la puerta arrastrando la bufanda. Allí se detuvo, y tras humedecerse los labios con saliva, dijo:

– Usted juega peón seis dama, las negras comen peón, usted entonces va con el alfil delante de la dama. Mate.

De inmediato, el alcaide levantó el conmutador y pidió a gendarmería que le trajeran al reo Rigoberto Marín. Mientras lo esperaba, encendió un cigarrillo y expulsó la primera descarga de humo por las narices. Fue hasta el hornillo y puso la tetera encima.

Repartió del tarro de café instantáneo dosis en dos tazas, les puso abundante azúcar, y cuando el agua hirvió, procedió a verterla en los recipientes y revolvió el contenido con la única cucharita que quedaba de la vajilla estatal.

Oportunamente la guardia hizo entrar al presidiario y el alcaide le indicó la silla y el café. Marín tenía el pelo grasoso y desgreñado, la mirada oscura y huidiza, y su cuerpo flaco estaba en un alerta eléctrico. Bebió el primer sorbo de café casi con un gesto clandestino.

– ¿Qué tal, Marín? ¿Cómo va eso?

– Igual que siempre, alcaide.

– Lástima que no te beneficiaran con la amnistía.

– Yo no soy un simple robagallinas, señor. A mí me tienen adentro por asesinato.

– Tiene que haber sido muy grave, pues te dieron cadena perpetua. Sí, fueron muy generosos contigo. ¿Cuántos asesinatos cometiste?

– Más de uno, alcaide.

– De modo que las posibilidades de que salgas por buena conducta dentro de algunos años son escasas.

– Más bien nulas. Explícitamente no me fusilaron con la recomendación estricta de que por ningún motivo se me rebajara la condena.

– ¿Y no hubieras preferido el pelotón? Porque, al fin y al cabo, esto no es vida, ¿cierto?

– No es vida, pero la vida es la vida. Cualquiera que sea. Ni a un gusano le gusta que lo aplasten.

El alcaide le extendió un cigarrillo y se encendió otro para sí mismo. Marín aspiró profundo, ferozmente ganoso, como un atleta tragaría una bocanada de aire puro.

– Por ejemplo este puchito, alcaide. Con unas pitadas como éstas, ya tengo salvado el día. Dios siempre provee.

Santoro estudió al hombre y le pareció un bandido consecuente. Decidió hablarle claro.

– «Dios siempre provee.» Bien dicho, Marín. Y para probártelo, hoy te tengo un ofertón.

– ¿De qué se trata, alcaide?

– Por supuesto que no pude incluirte en la amnistía, pero perfectamente te puedo sacar de aquí unas semanitas para que me hagas un encargo. Nadie va a sospechar de ti porque haremos como que sigues en la cárcel, castigado en el calabozo. Hasta allí no dejamos entrar ni al Santo Padre.

– No le pregunto de qué se trata, sino de quién.

Santoro se reconfortó tragando un sorbo de su café e indicó a Marín que hiciera lo mismo.

– Ángel Santiago.

Marín pestañeó tupido y luego clavó la vista en la taza de café, como leyendo un jeroglífico.

– ¿El Querubín? -dijo con voz secreta.

– El mismo.

– Un chico tan lindo. Una rnosquita muerta que no le ha hecho mal a nadie.

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