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Elizabeth von Arnim - Todos los perros de mi vida

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Elizabeth von Arnim Todos los perros de mi vida
  • Libro:
    Todos los perros de mi vida
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1936
  • Índice:
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Todos los perros de mi vida: resumen, descripción y anotación

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Quizá parezca extravagante y un tanto snob contar la propia vida utilizando como pretexto los perros que nos han acompañado, pero Elizabeth von Arnim sabía muy bien que cuando un perro te ama, eso es para siempre, hasta su último ladrido. Así es como me gusta ser amada, y por eso hablaré de perros. Estas son las primeras palabras de este libro de memorias, donde la condesa von Arnim cuenta su historia. La joven madre que en 1898 había escrito Elizabeth y su jardín alemán es ahora, en 1936, una mujer de setenta años, piadosa con maridos y amantes, generosa con los amigos que se aprovecharon de ella, pero muy lúcida a la hora de valorar lo que más importa. Hablando de sus perros, Elizabeth habla de lo que de verdad aprecia en los seres vivos, y son las cualidades de estos animales las que subrayan la mezquindad de los hombres. Desde sus días de juventud, a finales del siglo XIX, hasta la época de soledad en un caserón de la Provenza, pasando por dos matrimonios desafortunados y unos cuantos amores tempestuosos, la vida de Elizabeth desfila en estas páginas con humor y mucha ironía, trotando de la mejor manera al lado de sus queridos perros.

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Luz

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Primera parte

Para empezar, les diré que aun apreciando mucho a mis padres, mis maridos, mis hijos, mis amantes y mis amigos, ninguno de ellos es capaz de ofrecer el amor con que te obsequia un perro. Como yo también he sido madre, hija, esposa, amante y amiga, sé muy bien cuán tornadizos son los amores humanos. Los perros, en cambio, están libres de esos vaivenes del sentimiento. Cuando un perro te ama, eso es para siempre, hasta su último ladrido.

Así es como me gusta ser amada, y por eso hablaré de perros.

§

Hasta la fecha he tenido catorce, aunque no estuvieron repartidos de manera regular a lo largo de mi vida, y hubo un período de bastantes años en que no tuve ninguno. Esto, cuando comencé a reflexionar sobre mis perros, me resultó sorprendente; es decir, que durante años y años no tuviera ninguno. ¿En qué estaría pensando —me pregunté—, para permitirme una vida sin perros? ¿Cómo es posible que hubiera períodos tan largos en los que no me dediqué a hacer feliz a ningún buen perro?

Así pues, a fin de responder a estas preguntas, en los últimos tiempos he mirado hacia atrás y he rescatado momentos del pasado que me han hecho descubrir que la razón fue mi padre. Hubo también razones más recientes que detallaré a continuación, pero él fue la primera. No le gustaban los perros. Hombre justo pero irritable, dotado de paciencia insuficiente, el ruido lo sacaba de sus casillas con facilidad, y los perros suelen ser ruidosos. En consecuencia, no los toleraba a menos que estuvieran en el jardín de atrás, encadenados, pobres animalitos, a la espera de disuadir al ladrón que nunca apareció. Y si, por azar, una visita se presentaba en casa con un perro y este hacía lo que tal vez no debería haber hecho, como roer la alfombra, saltar y ladrar o, lo peor de todo, mostrarse poco contenido, mi padre, decidido a no perder jamás la compostura, se quedaba allí de pie, celebrando su comportamiento con tal sarcasmo, aplaudiendo con tal lentitud y diciendo con afabilidad forzada cosas tales como «Perrito bueno», «Buen chico», o «Espléndido muchacho», que la visita no volvía a repetirse.

A mi madre también le traían sin cuidado, o como era una mujer encantadora y llevaba una vida demasiado feliz y satisfecha para que algo le trajera sin cuidado, más bien debería decirse que simplemente ignoraba su existencia. Parecía no darse cuenta de que estaban en el mundo, respirando el mismo aire que ella, correteando con sus patitas a su alrededor hasta el momento inevitable de la muerte, de modo que dudo mucho que alguna vez se inclinara para acariciarle la cabeza a un perro.

El hecho es que era demasiado hermosa y estaba demasiado ocupada con sus admiradores para disponer de tiempo libre que le permitiera reparar en sus compañeros de viaje de más de dos patas. Criatura adorable y feliz, se pasó la vida canturreando, siempre rodeada de amigos y admiradores, y nunca dio muestras de encontrarse a una distancia corta de esa soledad secreta, de esa necesidad de algo más que los humanos no alcanzan a proporcionar, de ese anhelo de profunda devoción y lealtad que halla en los perros su máxima expresión. Para ella no significaban nada. En lo concerniente a los canes, su mente, por lo demás bastante imaginativa, se quedaba en blanco. Y como los padres eran para mí, como hija, la máxima autoridad, tenían la última palabra. Yo veneraba y temía a mi padre y adoraba a mi madre, su actitud acerca de todas las cosas era la mía y lo que ellos pensaban no solo lo pensaba también yo, sino que lo defendía con pasión.

Por consiguiente los perros fueron descartados de la categoría de las pertenencias que, de otro modo, me habría gustado tener. Aunque, ahora que pienso en ello, recuerdo, sorprendida, que una vez, siendo yo muy pequeña, me regalaron un perro y dejaron que me quedara con él.

Perro I.
Bijou

Durante un breve período de tiempo, es decir, el tiempo que un joven rico invirtió en cortejar y casarse con mi hermana, dejaron que me quedara con un perro, pues en el fervor previo al matrimonio aquel joven se dedicó a colmar de regalos a los parientes cercanos de su amada, y a mí me tocó un can.

No hay nada que explique por qué aquel perro fue aceptado en el círculo familiar, salvo que el ambiente general en casa durante aquellos días era de excelente disposición y gran permisividad, pues el pretendiente era deseable, y mi hermana, feliz. Además, es probable que mi padre tan solo estuviera aguardando el momento oportuno, a sabiendas de que tras la boda y la partida del novio todos aquellos regalos podrían ser seleccionados y colocados en el lugar que se les asignase. De cualquier modo, no recuerdo que mi regalo durara mucho más allá del día de la boda, y como yo tenía tan solo cinco años —que no es precisamente la mejor edad para asumir el cuidado y las atenciones que un perro necesita— cabe suponer que nadie se opuso a que fuera regalado. Su estancia en casa fue breve y su aparición y desaparición tan repentinas, que si no fuera por la fotografía que nos hicieron juntos —aquí está—, tengo la impresión de que ni siquiera recordaría que existió.

Pero lo recuerdo. Sé que se llamaba Bijou y que fue el primer perro que tuve. También sé que en aquel momento era una chiquilla tan frívola, tan poco capacitada —si es que lo estaba en alguna medida— para valorar las cosas importantes, que, en realidad, el día de la fotografía estaba mucho más interesada en mis nuevas botas amarillas con borlas que en el animalito moteado que descansaba a mis pies con actitud obediente y solemne. Cuánto he aprendido desde entonces. Cuánto conocimiento he adquirido en lo que a perros se refiere.

Bijou Así pues Bijou fue el primero una presencia vaga y menuda perdida ya - photo 1

Bijou

Así pues, Bijou fue el primero: una presencia vaga y menuda, perdida ya en la noche de los tiempos. Entre él y el segundo perro hubo un abismo de nueve años durante el cual tuve que subsistir a base de gatos. Mi padre, por fortuna, era un amante de los gatos, de modo que en casa siempre hubo algún ser vivo al que no solo no le importaba que lo acariciaran y le hicieran suaves cosquillas, sino que disfrutaba con ello. Yo era la menor de mis hermanos y cuando me quedé sola en casa fui confiada a una mademoiselle cuya labor consistía en educarme y asegurarse de que me lavaba las orejas. No se le pueden hacer cosquillas a una mademoiselle. No se puede esperar que se tumbe de espaldas y se deje acariciar la panza. Además, tampoco me apetecía hacerlo. Por lo tanto, los gatos me resultaron útiles y decidí concentrarme en ellos.

No obstante, concentrarse en los gatos resulta bastante desalentador. Siempre se espera de ellos alguna respuesta y cuesta mucho obtenerla. Altaneros y distantes, sumidos a todas horas en una meditación lejana y misteriosa, se limitan a dejarse adorar sin ofrecer casi nada a cambio. Solo ronroneos. Debo admitir que los ronroneos son encantadores y que hubo un tiempo en el que me habría gustado ser capaz de ronronear como ellos, pero no bastan para saciar la necesidad que el corazón humano tiene de llenar su vacío. A efectos prácticos, siendo como era en aquel momento hija única, estando mis padres absortos en sus intereses particulares y mi mademoiselle al otro lado de la barrera levantada por el francés, la mayor parte del tiempo me sentía extraordinariamente vacía. Además, qué frialdad, qué desaire, eso de llamar a alguien y obtener tan solo una mirada a modo de respuesta. No había halagos que lograran incitar a aquellos gatos si no estaban de humor, y cuando llamamos a alguien, esperamos que ese alguien acuda. Y no solo eso, esperamos que acuda con entusiasmo, dispuesto a lo que sea. Lo que queremos, en definitiva, es una pareja de juegos, un compañero, un amigo. Lo que queremos, de hecho, es un perro.

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