Jacquie D'Alessandro
Salvaje y deliciosa
Salvaje y deliciosa (2007)
Historia corta incluida en la antología “Dulce pecado”
Título Original: Constant craving (2006)
Daniel Montgomery metió la bolsa, con artículos de mudanza que acababa de comprar, en la parte de atrás de su todo terreno y luego cerró la puerta satisfecho.
– Una cosa más que puedo tachar de mi lista.
– ¿Y ahora qué? -preguntó su hermano Kevin, sin intentar siquiera contener un bostezo-. Espero que algo que involucre una taza de café. De haber sabido que mi ofrecimiento de ayudarte requeriría que me levantara al amanecer, no me habría ofrecido voluntario.
– Son las diez de la mañana. No puedes llamar a eso amanecer.
– Lo es cuando no te has acostado hasta las cinco de la mañana.
Daniel se obligó a no reír entre dientes, ante el tono hosco de su hermano.
– Quizá deberías haberte acostado antes.
– Imposible. Éste es mi último semestre en la universidad. Es mi deber quedarme hasta tarde.
Al recordar que, ocho años atrás, él había sentido prácticamente lo mismo, no discutió. Se acomodó las gafas, se apoyó en el vehículo y sacó la lista de las cosas que tenía que hacer del bolsillo de la camisa.
Después de tachar la cinta de embalaje y el plástico protector, dijo:
– Todavía tengo que pasar por el supermercado…
– Sí, donde debes comprar café…
– … y cerveza y perritos calientes. De paso, recogeremos más cajas vacías. Con una docena debería bastar. Aparte de mi equipo informático, lo único que queda por empaquetar son mis libros, mis CDs, DVDs y algunas cosas de la cocina, aparte de la ropa -suspiró-. En dos semanas, dejaré Austell atrás.
Kevin enarcó las cejas.
– Y eso es bueno… ¿verdad?
Daniel titubeó, y luego dijo:
– Claro. ¿Por qué lo preguntas?
– Porque sonaste raro. Como infeliz o inseguro, o algo así.
– No, todo está bien. Aceptar el trabajo nuevo y trasladarme a otra ciudad es lo correcto.
¿O no?
Experimentó el extraño nudo en el estómago que surgía cada vez que cuestionaba su decisión de trasladarse. Lo cual era una locura. Claro que dejar Austell era lo correcto.
En los últimos meses había dado la impresión de que su vida había entrado en un curso aburrido y predecible. Faltaba algo… algo que no terminaba de descubrir, pero que lo llenaba de una perturbadora sensación de insatisfacción. Su reciente trigésimo cumpleaños había resultado ser un punto de inflexión, que lo había obligado a reevaluar su vida. Hacer algunos cambios. Probar algo nuevo.
No sólo el prestigioso puesto de dirección, en el departamento de tecnología de la información de Allied Computers, sería un salto cualitativo, sino que estar en un despacho corporativo lo haría salir más. Le daría más oportunidades para una vida social. Lo obligaría a abandonar su rutina.
– Creo que dejar esta ciudad pequeña será estupendo para ti, hermano -dijo Kevin-. No entiendo cómo vas a poder tener una vida social aquí -con el brazo abarcó Main Street.
– Es un desafío -convino Daniel. No ayudaba que su actual trabajo como diseñador de páginas web, no lo obligara a salir del despacho que tenía en su casa. En los dos últimos meses, en especial desde que había roto con Nina, o, más bien, desde que Nina había roto con él, fue como si se hubiera convertido en un recluso que sólo se dedicaba a trabajar. Pero todo eso iba a cambiar.
Alzó la vista y contempló las fachadas antiguas de las tiendas bañadas con los rayos dorados del sol. Podía entender que su hermano de veintiún años no viera el atractivo sereno de Austell, aunque Kevin y él eran opuestos en lo referente a las preferencias de vida. El siempre había preferido lo tranquilo y Kevin había florecido en los entornos de las fraternidades universitarias.
Sí, sería difícil dejar esa ciudad pintoresca con su zona histórica, sus calles silenciosas, su parque bien cuidado y los residentes amigables del lugar donde había vivido los últimos ocho años mientras asistía a la universidad próxima. Austell le había brindado una sensación de permanencia que había echado en falta después de dejar su hogar familiar.
– Bueno, ¿qué es lo siguiente de la lista? -preguntó Kevin-. Dímelo ya, antes de que me quede dormido aquí mismo.
Daniel observó la lista y apretó la mandíbula.
– Césped y tierra.
– Hurra. ¿Y eso para qué es?
– Supongo que no viste mi patio trasero.
– No.
– Considérate afortunado. Otra de las cosas positivas es que tendré vecinos nuevos. Se acabó tratar con Carlie Pratt y sus perros locos, que me despiertan a horas intempestivas y a los que les gusta hacer hoyos en mi patio.
Pero en dos semanas ya no tendría que preocuparse de eso.
Desde luego que no echaría de menos el caos que había vivido en el otro lado de la valla trasera desde que Carlie y los Excavadores se habían trasladado allí hacía tres meses. No le importaría tanto si ella mantuviera el caos en su lado de la valla de madera que separaba los dos patios traseros, pero sus perros, dos cachorros traviesos que prometían crecer hasta alcanzar dimensiones equinas, lograban escapar casi a diario, para detrimento del patio que le pertenecía.
Su agente inmobiliario le había echado un vistazo a los agujeros del tamaño de cráteres que marcaban su césped y había decretado con tono ominoso que eso representaría un descenso enorme en el valor de la propiedad.
«Hay que arreglar ese desorden de inmediato».
Lo había arreglado, pero no pasó mucho hasta que Mantequilla de Cacahuete y Gelatina, M.C. y G., para abreviar, regresaran para causar estragos en su patio otra vez. ¿Desde cuándo a los perros les encantaba excavar agujeros? Era como si esos perros locos pensaran que, en su patio, se escondía un tesoro pirata. Sí, en cada ocasión, Carlie le había ofrecido profusas disculpas, y no podía negar que estaba preciosa mientras lo hacía, pero ya estaba harto. Probablemente, no le habría importado tanto si no quisiera vender la casa.
– No puedo decir que me entusiasme la perspectiva de ir al vivero a comprar césped y tierra -dijo Kevin-. ¿Qué más tienes?
Daniel volvió a consultar la lista.
– Sellos en la oficina de correos.
– Eso no suena a café cargado. ¿Qué más?
– Masilla y yeso en la ferretería.
– Me estás matando.
– Regalo de cumpleaños para mamá.
– Cielos, lo había olvidado.
– Pues me debes una gorda.
– Eso no me gusta nada. Seguro que terminaré rellenando agujeros abiertos por perros, ¿verdad?
– Me temo que sí.
– Pero su cumpleaños es el día de San Valentín. Eso es dentro de… dos semanas.
– Quiero comprarle el regalo hoy y mandárselo por correo antes de quedar agobiado por la mudanza.
La expresión de Kevin fue de esperanza.
– Como siempre, le compramos chocolate para su cumpleaños, veo algo dulce para comer en mi futuro inmediato. Y donde hay chocolate no puede andar lejos un café -se frotó las manos-. Vamos.
Como no podía estar en desacuerdo con que comprar chocolate sonaba mucho mejor que comprar tierra, guardó la lista en el bolsillo.
– Hoy abre una confitería nueva sobre la que leí en el periódico -fue hacia la esquina y Kevin se unió a él-. Se llama Dulce Pecado y se especializa en chocolates -sonrió. Podía ser difícil sorprender a su madre, pero ese año disponía de una ventaja, o eso esperaba, con el nuevo local. Según el anuncio en el periódico, la tienda prometía una asombrosa variedad de confituras de chocolate.
Al girar en la esquina de Larchmont Street, ver a una figura familiar caminando hacia ellos hizo que aminorara el paso. Luego se detuvo de golpe, como si se hubiera topado con una pared.
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