Susan Mallery
Sin miedo a la vida
Sin miedo a la vida (1999)
Título Original: The wedding ring promise
– Queridos hermanos, estamos aquí reunidos en presencia de Dios…
Molly Anderson dejó de escuchar al sacerdote y suspiró con impaciencia. No le interesaba estar «reunida» ni de pie en lo que prometía ser una ceremonia larga y aburrida. No quería estar allí, y a decir verdad, su hermana, la novia, tampoco había querido que estuviera. Pero su madre había insistido.
– ¿Qué pensará la gente si la pequeña Molly no asiste a la boda? -había dicho-. Janet, que sea una de tus damas de honor. Vas a tener tantas que no estorbará. Si la ponemos al final de la cola, quedará acorralada contra la pared de la iglesia y nadie notará su presencia.
Molly levantó ligeramente la barbilla y agarró con más fuerza su ramo de rosas de color melocotón. Sabía que no debía haber oído aquella conversación, pero no había sido culpa suya. Dio la casualidad de que en aquel momento pasaba delante del comedor, y aquélla también era su casa, aunque todos olvidaran que vivía allí.
No importaba, pensó lúgubremente. Janet no había querido que ella asistiera a su boda y Molly sólo lo había hecho porque la habían amenazado con un «severo castigo» si no cooperaba.
Cambió de postura hasta poder apoyarse sobre el revestimiento de madera de la pared de la iglesia. La ceremonia continuó. Molly observó lo que ocurría sin gran interés. Aquélla no era la idea que ella tenía de una boda romántica. Al menos, los novios deberían estar enamorados, pero Janet se casaba con Thomas porque era un célebre abogado y su familia tenía un bufete de renombre en San Francisco. Thomas se casaba con Janet porque era hermosa. Janet lo conseguía casi todo porque era hermosa. Como novia estaba impresionante, hasta Molly estaba dispuesta a reconocerlo. El traje de seda y encaje acentuaba su cuerpo de modelo y su pelo liso y negro. Saldría perfecta en todas las fotografías.
No era justo, pensó mientras tiraba de la cintura de su vestido de dama de honor, que le quedaba demasiado justo. Además, el estilo de la prenda no le iba en absoluto. Para empezar, era demasiado sofisticado. A sus diecisiete años, era la dama de honor más joven, y también la de menor estatura. Las amigas de Janet eran altas y esbeltas, como su hermana. Molly no pensaba que un metro sesenta fuera poca altura, pero comparada con el resto de sus familiares, casi era una enana. Otra de las razones porque las que no encajaba en la familia…
Sintió un hormigueo en la nuca. Molly se enderezó y al volverse, vio una sombra que emergía de la parte de atrás de la iglesia. La sombra se convirtió en hombre y Molly se quedó sin aliento. ¡Dylan! ¡Se había presentado!
Molly se había preguntado si iría a ver cómo Janet se casaba con otro. ¿Le atormentaría aquella ceremonia? ¿Sentiría deseos de interrumpir el rito y alegar que Janet era suya? Molly estaba desgarrada. Aunque le habría gustado el dramatismo de la situación, no quería que la estúpida de Janet se casara con alguien tan maravilloso como Dylan. Era demasiado… lo era todo.
Consciente de que su madre iba a matarla pero decidiendo que merecía la pena, Molly se escurrió por el pasillo lateral del fondo de la iglesia. Avanzó calladamente y le pareció que nadie se percataba de su marcha. Al llegar a la entrada, se dio cuenta de que Dylan ya había salido.
– Dylan -lo llamó mientras corría tras él. Cuando llegó a las escaleras que bajaban a la acera, se paró en seco. La motocicleta negra de Dylan estaba aparcada delante de la iglesia. Tenía una caja sujeta a cada lado y un bulto atado a la zona de detrás de su asiento-. Te vas -le dijo con un dolor agudo en el pecho. Dylan la oyó y se volvió.
– Hola, peque. ¿Qué tal te va?
Molly agarró con fuerza el ramo de rosas y se quedó mirándolo fijamente.
– Te vas. ¿Por qué?
– Aquí no hay nada para mí -dijo Dylan, encogiéndose de hombros-. Ya no.
Era uno de esos días perfectos de primavera por los que era famoso el sur de California. El cielo azul brillante, la temperatura suave, una leve brisa. Sin duda, Janet había previsto el tiempo de antemano. Pero la belleza del día no era nada comparada con lo hermoso que era Dylan Black.
Era alto, superaba el metro ochenta de estatura, y tenía los ojos y el pelo de color castaño oscuro. Su chaqueta de cuero negro hacía que sus hombros parecieran interminables. Los vaqueros se ceñían a sus muslos y a su trasero, y llevaba botas negras y un pendiente. Molly se estremeció al pensar en él. Era la razón de su existencia.
– No puedes irte -le dijo, mientras bajaba corriendo las escaleras para llegar a su lado-. No puedes.
Dylan le sonrió ampliamente, una sonrisa que le hizo olvidarse de respirar. Lo había conocido por primera vez hacía dos años, cuando Janet había empezado a salir con él. Por lo general, Molly nunca había prestado mucha atención a los novios de su hermana, todos habían sido aburridos o estúpidos, pero Dylan era diferente. Su diario era un testimonio de sus virtudes… tal y como ella las veía, al menos. Los chicos de su edad se habían vuelto insignificantes para Molly, y Dylan se había fijado en ella y le hablaba. Bromeaba con ella porque parecía interesada en ir a clase y era inteligente, y la trataba como a una persona de verdad. Por si aquello no fuera maravilloso de por sí, nunca se reía del aparato ortopédico que llevaba en la boca, ni de sus granos o su gordura. Durante los últimos dos años, Molly había estado rezando para que Dylan se diera cuenta de lo superficial que era Janet y se fijara en ella.
La primera parte de su deseo se había hecho realidad. Janet y Dylan habían cortado, pero había sido su hermana la que había terminado la relación y Dylan no había buscado consuelo en Molly.
– Es hora de que cambie de aires -dijo, metiéndose las manos en los bolsillos-. Así es el mundo, peque. Pero voy a echarte de menos.
– ¿De verdad? -la voz de Molly fue casi un graznido.
– Claro. Somos colegas -contestó Dylan, y le obsequió con una sonrisa un poco forzada.
¿Colegas? Molly contuvo un suspiro. De acuerdo, había esperado más, pero se conformaba con aquello.
– ¿Adónde irás? -le preguntó.
– Lejos de aquí -Dylan se encogió de hombros-. He pensado en probar suerte en las carreras -señaló la moto con la cabeza-. No se me da mal montar en este cacharro.
– Eres el mejor -Molly apretó las flores contra su pecho. Ojalá pudiera pedirle que la llevara con él. Tal vez se hubiese enamorado platónicamente de Dylan, pero no era estúpida. Se portaba bien con ella, pero sólo la veía como la hermana pequeña de Janet. Sin embargo, si tuviera la manera de convencerlo para que se quedara… -. No puedes irte -le dijo, recordando algo importante-. Me prometiste llevarme contigo. A correr una aventura, ¿recuerdas? Cuando me hiciera mayor.
Aquella vez la sonrisa fue amplia y sincera. Extendió el brazo y le acarició la mejilla con la mano.
– Sí, lo recuerdo, íbamos a huir juntos en mi moto.
– Sí. Bueno, dentro de poco seré mayor. Si te vas, ¿cómo podré encontrarte para hacer ese viaje? No irás a romper tu palabra, ¿verdad?
– Ven aquí -le dijo con voz ronca, y le abrió los brazos.
Con su chaqueta de cuero gastada y sus botas arañadas, parecía un delincuente. Molly nunca había estado enamorada, pero sabía que nunca sentiría lo mismo por ningún otro hombre.
Corrió hacia él. Dylan la estrechó con fuerza entre sus brazos y el ramo quedó aplastado, pero a Molly no le importó. Nada importaba salvo estar junto a Dylan.
La habían abrazado antes, y hasta la habían besado un par de novios a los que ya había olvidado. Pero habían sido unos chicos y Dylan era todo un hombre. Trató de fijarse en todo para poder recordarlo más tarde, ya que tenía el presentimiento de que Dylan iba a dejarla con poco más que recuerdos.
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