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Jo Beverley - El Duque de Saint Raven

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El Duque de Saint Raven: resumen, descripción y anotación

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Ante la desesperada situación económica de su familia, Cressida Mandeville acepta la vil invitación de lord Crofton, un famoso experto en la organización de orgías en la Inglaterra de 1816. Sin embargo la joven, que no es tan inocente como parece, tiene otros planes: engañar al repugnante Crofton para recuperar la fortuna de su padre, oculta en una estatuilla erótica esculpida en un colmillo de elefante. Pero justo cuando se dirige a la abominable fiesta de lord Crofton, Cressida cae en manos de un secuestrador. Su captor no es otro que Tristan Tregallows, Duque de St. Raven, quien conoce la mala fama de Crofton y sólo quiere protegerla. Cressida finalmente le confiesa su plan y Tristan se convierte en su aliado y defensor, aunque ninguno de los dos puede prever el largo camino que les espera, ni las inesperadas trampas que les tenderá el amor.

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Jo Beverley El Duque de Saint Raven CAPITULO 1 Verano de 1816 Norte de - photo 1

Jo Beverley

El Duque de Saint Raven

CAPITULO 1

Verano de 1816. Norte de Londres

El salteador de caminos observaba la carretera como si fuera una estatua iluminada por la luna llena. Controlaba su caballo sin hacer el menor esfuerzo, y cuando éste se revolvía y daba tirones con la cabeza, ni un tintineo rompía la quietud de la noche en el bosque.

Su ropa era oscura como las sombras, llevaba el rostro oculto por una máscara negra, y tenía la barba recortada y el bigote al estilo de Carlos I. Hubiese sido invisible a no ser por el manchón de la gran pluma blanca que adornaba su amplio sombrero de cavalier. Esa pluma era la firma de Le Corbeau, el audaz granuja francés que se hacía llamar el Cuervo, y que reivindicaba su derecho a esquilmar a los que viajaban de noche por las carreteras del norte de Londres.

Aunque no se veía a nadie más, el Cuervo no volaba solo. Tenía a sus hombres situados al norte y al sur para avisarle en caso de peligro, o de si se acercaba alguna presa. Él esperaba sus señales en total quietud, a excepción de su pluma agitada por la brisa.

Finalmente llegó desde el sur un ulular atípico de un búho. Se acercaba una víctima adecuada a sus necesidades. No era el carruaje de correos bien blindado, pero tampoco era una carreta o alguien sobre un caballo con la espalda ya combada, que dejaban muy pocas ganancias. Quienes venían desde el sur iban indefensos y merecía la pena el esfuerzo, pues enseguida estarían junto a él.

Se quedó escuchando hasta que oyó el rápido galope de los caballos. Con un agudo silbido, surgió de entre los árboles y se situó frente al carruaje. El asustado cochero tiró de las riendas. Al detenerse el carruaje, Tristán Tregallows, duque de San Raven, con el arma montada, dio órdenes a las dos personas que estaban en el vehículo, y pidió a sus dos compañeros que se mantuvieran de guardia cerca. El corazón le latía con fuerza, de una manera inquietante y agradable a la vez. Tris pensó que era algo tan bueno como el sexo. Lástima que ésta fuese su primera y última noche en este juego.

– Monsieur, madame -dijo como saludo con una ligera inclinación de cabeza, y continuó la conversación con el acento francés del verdadero Corbeau:

– Pog favog, salgan del caguaje.

Mientras hablaba, examinó a sus víctimas lo mejor que pudo, pues el interior de la cabina estaba muy oscuro. Perfecto.

El terror o la amenaza de una apoplejía por parte de sus presas podrían haberlo hecho abandonar, pero en la mira de su pistola tenía a una pareja joven y elegante. La dama se acercó a su esquina del carruaje y más que asustada parecía furiosa. Su boca rígida y sus ojos claros expresaban que estaba indignada por el asalto.

– ¡Malditos tus ojos, carne de horca! -gruñó el hombre.

La voz le confirmó que era de buena cuna, lo cual era estupendo, ya que así no echaría en falta que le robara la mitad de su dinero.

– Eso está en manos del Bon Dieu y sus ministros, monsieur. Usted, por otra parte, se encuentra en las mías. ¡Salgan! Ya conocen mi reputación. Ni los voy a matar ni les voy a quitar todo, a menos que -Tris añadió como una ligera amenaza- continúen desobedeciéndome.

– Venga, salgamos y acabemos con esto -ordenó el hombre, empujando a la mujer con tanta rudeza que se dio un golpe en el interior del carruaje. Ella giró la cabeza hacia su acompañante como para maldecirlo, pero acto seguido abrió la puerta con la cabeza gacha, dócil como un cordero.

Tris hizo retroceder a César unos pocos pasos para asegurarse de que no pudiesen atacarlo, mientras su mente llena de curiosidad hacía cabalas. El hombre era un canalla. Parecía que la mujer pensaba lo mismo, pero sin embargo le obedecía. Podría ser un matrimonio infeliz, pero esa clase de esposas casi nunca se rebelan por pequeñas cosas.

Procuró controlar su curiosidad. No tenía tiempo para misterios. Aunque fuese tan tarde, en una noche con buena luna podía aparecer otro vehículo en cualquier momento. La mujer bajó los escalones, y con una mano se recogió la falda de color claro y con la otra se agarró a la puerta abierta para equilibrarse. Mientras observaba al hombre, Saint Raven siguió con sus cavilaciones. Ella tendía más a las formas redondeadas que a las esbeltas y elegantes, pero aún en esta difícil situación se comportaba con clase. Llevaba un fino vestido de noche y un ligero mantón, prendas inusuales para viajar. ¡Maldita sea! Tal vez se dirigían a un funeral.

Tenía bonitos tobillos. Cuando ya estuvo en la carretera y la miró, se fijó en su cara en forma de corazón enmarcada por unos rizos oscuros que le sobresalían por debajo de la elegante tela de un turbante a rayas. También llevaba un collar y pendientes de perlas, aunque eran más bien modestos. Hubiese deseado que mostrase signos de poseer fabulosas riquezas. Supuso que tenía que llevárselos, o al menos en parte. ¡Maldición! Si los dejaba partir podía destruir el propósito de esta empresa.

Prestó atención hacia el fornido hombre que la seguía. Sus botas altas, bombachos, chaqueta, y el sombrero de castor podrían parecer informales para algunos, pero Tris reconoció que eran prendas muy de moda entre la gente de clase alta. El chaleco a rayas, el flamante pañuelo y el corte de la chaqueta, le confirmó algo que sería también una advertencia: el hombre de pesada contextura parecía muy musculoso. La luz de la luna le dio de pleno en su cara llena de desprecio. Era gruesa, de mandíbula amplia y con una nariz que parecía que había sido rota más de una vez.

Era Crofton.

El vizconde de Crofton, un hombre de unos treinta y tantos, moderada riqueza y gustos caros, especialmente mujeres, o más bien una gran cantidad de ellas. Era un duro jinete y pugilista al que generalmente se le podía encontrar en cualquier evento deportivo, con hombres o mujeres, y con preferencia de los deportes más violentos. Crofton había asistido una vez a una fiesta para caballeros en casa de Tris y quedó claro que nunca más sería bienvenido de nuevo. Hubiese sido un placer personal hacerle sufrir, pero era peligroso y necesitaba tenerlo vigilado.

Tris se recordó a sí mismo que no debía distraerse, pero le preocupaban algunos detalles. Algo que podría ser relevante. Aún así decidió dejar pasar el tema. Tenía una tarea sencilla entre manos: representar un atraco, de modo que quedase demostrada la inocencia del hombre que estaba en la cárcel acusado de ser Le Corbeau.

– Pog favog, sus monedegos -les dijo sin poder resistirse a mirar a la dama otra vez. Crofton no estaba casado, pero el vestido de la mujer, sus maneras, las joyas y su forma de hablar eran los de una señorita, no una prostituta, ¿tendría acaso una hermana?

Crofton sacó de su bolsillo un puñado de billetes y los tiró al suelo, donde revolotearon por la brisa.

– Arrástrate como el cerdo que eres si los quieres.

– Cuervo -corrigió Tris, tentado a obligar al hombre a recogerlos con los dientes-. Madame…

– No tengo dinero.

Tenía una voz fresca y educada, y seguro que era una señorita. La luz de la luna iluminaba su rostro puro como el mármol.

– Entonces me tendrá que dar sus pendientes, cherie.

Su instinto le decía a voces que algo iba mal y la respuesta a ese misterio sin resolver no debía andar muy lejos. La idea de una dama de buena cuna aferrada a Crofton lo hacía sospechar.

Levantó la vista hacia la mujer, pero ella no lo estaba mirando. Se había ido a contemplar el paisaje iluminado por la luna, negando incluso su existencia, al tiempo que se sacaba sus pendientes de perlas y los tiraba junto al dinero. Entonces lo miró a los ojos con los labios apretados. La misteriosa dama no tenía miedo, estaba furiosa. Tenía que estar con Crofton por propia elección para estar tan enojada por haber sido interrumpidos. Por otra parte, no podía olvidar la manera en la que éste la había empujado y su instintiva e indignada reacción.

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