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Heike Freire - ¡Estate quieto y atiende!

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Heike Freire ¡Estate quieto y atiende!
  • Libro:
    ¡Estate quieto y atiende!
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    2017
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HEIKE FREIRE es licenciada en Psicología y en Filosofía por la Universidad de - photo 1

HEIKE FREIRE es licenciada en Psicología y en Filosofía por la Universidad de París X. Experta en desarrollo infantil e innovación educativa, es también periodista y escritora. Ha sido asesora del gobierno francés en el Instituto de Educación Permanente de París. Es autora del libro Educar en verde (traducido a cinco idiomas) y colabora habitualmente en revistas y periódicos de reconocido prestigio. Imparte conferencias, seminarios y talleres por todo el mundo, y asesora a familias, escuelas e instituciones. Activista por los derechos de la infancia, colabora con diversas organizaciones, como IDEN, GSIA, Ecologistas en Acción o la Fundación Félix Rodríguez de la Fuente. Actualmente, dirige la revista Cuadernos de Pedagogía.

I. TDAH: el «diagnóstico» de moda

El TDAH se ha convertido en el «diagnóstico» de moda. Tan pronto como un niño o una niña se muestran inquietos o ansiosos, alguien reacciona calificándolos de «hiperactivos». Si se distraen en clase, no atienden a la maestra y sacan malas notas, es probable que algún adulto se pregunte si tendrán un problema.

Según algunas estimaciones; los primeros triplican en porcentaje a las segundas.

Se trata de una auténtica «epidemia» que impide a chicos y chicas adaptarse y «rendir» en la escuela, pero sobre todo disfrutar de su infancia y llevar una vida «normal». Al sufrimiento asociado a la sensación de «no dar la talla», de «fracasar» o de «ser diferente», se añade la frustración y el estigma que supone ser etiquetado con una «enfermedad», cuyo tratamiento genera dependencia física (con los consiguientes efectos secundarios) y requiere apoyo psicológico y pedagógico para hacer frente a las exigencias escolares y familiares. Pero las consecuencias de no ser diagnosticado a tiempo pueden ser aún peores, e incluyen, según los psiquiatras, fracaso escolar, problemas en las relaciones sociales, en el trabajo e incluso con la justicia (el 30 % de los menores de 18 años con problemas legales son hiperactivos). Todo ello en un ambiente de confusión y desconocimiento, aderezado por la polémica entre expertos sobre la realidad de esta patología: algunos afirman que es neurológica, genética y hereditaria; otros, como el neuropediatra estadounidense Fred Baughman, acusan directamente a la industria farmacéutica de crear «ilusiones de biología y enfermedad» se han pronunciado en contra de la supuesta entidad clínica del diagnóstico, cuyos síntomas tienen que ver más con problemas de conducta que con una auténtica enfermedad orgánica o mental. La doctora Eglée Iciarte —psiquiatra, terapeuta familiar y profesora de la Universidad de Alcalá de Henares— asegura que el TDAH se ha convertido en una especie de paraguas para cubrir una amplia variedad de malestares y dificultades de aprendizaje y de conducta que aquejan a los niños y niñas de hoy.

Un cajón de sastre

Las historias de muchos niños, niñas y jóvenes comparten un destino común: el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad, un síndrome supuestamente crónico e incurable que los hace entrar en una espiral de dificultades escolares, aislamiento y fracaso y podría, incluso, dejarlos al margen de la sociedad.

Pero detrás de las siglas que estampan una etiqueta unificadora se esconden realidades muy distintas, vivencias de individuos, familias y escuelas, con sus conflictos y dolores, y las formas en que consiguen resolverlos. He aquí algunos casos:

  • Javier (6 años) es un torbellino, desobediente y provocador. En el colegio se niega a hacer las fichas; en la consulta no para y responde a las preguntas antes que sus padres. Sufre «impulsividad con conducta desafiante». «Desde que toma la pastilla no tenemos niño», afirma su madre.
  • Luis (9 años) aprende con facilidad, pero se distrae en clase, llama la atención, hace el payaso…: «Mis amigos hablan y yo les contesto; entonces no escucho al profe, pero me entero igual porque siempre repite las cosas y después las aprendo», explica sonriendo.
  • Pedro (15 años) fue adoptado con 3 años por una familia española tras varios abandonos en su país de origen: «Antes, en casa, era una pelea continua: provocaciones, insultos…; yo me irritaba, incluso le pegaba —cuenta su madre—. Desde que empezó a medicarse a los 9 años, me obedece más y no he vuelto a ponerle la mano encima».
  • Álvaro (8 años) no atiende en clase, siempre está despistado, se aburre y es incapaz de centrarse en una sola cosa. En cuanto puede juega con la consola o el ordenador. «Me cuesta comunicarme con él —lamenta su madre—, solo está presente frente a la pantalla».
  • Carmen (5 años) procede de una familia «desestructurada», con bajos ingresos y muchos problemas. En su trágica historia vital, el TDAH «es lo mínimo que le podían diagnosticar», asegura su profesora, que la encuentra deprimida y con baja autoestima.
  • Zoe (6 años) es una pequeña activa y charlatana, que busca atención. Cuando sus padres decidieron medicarla, la maestra había conseguido positivar su conducta: «Ahora no da problemas y hace un trabajo más cuidado —asegura—, pero muchas veces está apática y cansada».
  • Marta (12 años) se acaricia el cabello absorta, con la mente muy lejos de las matemáticas. El curso pasado repitió, y este ha suspendido todas las asignaturas. Sus padres, separados desde hace tres años, están desesperados. Al recibir el diagnóstico de déficit de atención se sienten aliviados.
  • Carlos (7 años) tiene dificultades para aprender y quedarse quieto. «No rinde», dice la maestra. Diagnosticado con TDAH y tratado con Rubifén, en el patio ya no juega al balón con sus compañeros: «Se queda quieto y se aleja de nosotros», comentan.
  • Juan Antonio (9 años) es un niño afable y tranquilo. Su maestra se queja: «No lleva el ritmo de la clase y tengo veinte niños más que atender». El neuropediatra dictamina «déficit de atención». Su madre no está de acuerdo: «Es un niño normal, solo necesita más tiempo, ir más despacio».

¿Realmente el TDAH es un trastorno infantil?, ¿o se trata más bien de un síntoma, una especie de indicador de la situación que vive «la infancia»? Aunque trataré de hacer una pequeña síntesis del estado actual de los debates en torno a tan importante pregunta, la intención de este libro es abrir la reflexión hacia una mirada ambiental y preventiva del fenómeno: comprender las razones de su fuerte incidencia en la sociedad; analizar qué tipo de factores —sociales, culturales, económicos, familiares, educativos, urbanos, etc.— están concurriendo en la expansión del trastorno; explorar hipótesis alternativas a la versión «oficial» y estudiar la posibilidad de introducir una auténtica prevención primaria basada en la promoción, el fomento y la protección de la salud y el bienestar infantil, en lugar de en la detección y el diagnóstico precoz (hablaríamos entonces de «prevención secundaria»).

Desde mi punto de vista, la campaña de identificación temprana, retransmitida de forma machacona por los medios de comunicación hace unos años y llevada a cabo por profesionales convencidos de que el trastorno «se hereda tanto como la altura» (sin que a fecha de hoy existan pruebas concluyentes) ha enmascarado la notoria ausencia de una política adecuada de prevención primaria que permita eliminar o mitigar los factores causales de los trastornos antes de que estos aparezcan. El efecto «mediático» podría ser responsable tanto del aumento exponencial en el número de casos como de las escalofriantes tasas de falsos diagnósticos que muchos niños y niñas han sufrido o están sufriendo.

Según algunas estimaciones, en los últimos treinta años el porcentaje de menores diagnosticados con TDAH a nivel mundial ha aumentado cerca de un 300 %. Las autoridades sanitarias estadounidenses (donde el trastorno parece que afecta a entre un 5 % y un 11 % de los niños y jóvenes de entre 4 y 17 años) han alertado repetidas veces sobre el exceso de nuevos diagnósticos, un 53 % más en los últimos diez años. En España, la ya citada doctora Iciarte, una de las primeras profesionales que dio la voz de alarma, manifestó entonces públicamente su inquietud por la escalofriante cifra de diagnósticos erróneos realizados por pediatras y médicos de familia (un 90 % según sus estimaciones) y el uso desmesurado de fármacos. Últimamente alcanza cotas del 40 %, según esa misma fuente.

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