Prólogo
¿Qué es una idea? Una idea es un germen de conocimiento, una comprensión sin pulir, una chispa sin llama. Una idea es una partícula de conocimiento capaz de seguir engendrando conocimiento. Entre un problema, que puede tener muchas soluciones, y una solución, que lo puede ser de muchos problemas, habitan las ideas. Las plumas de los pájaros, por ejemplo, han sido la solución de varios problemas distintos: aislar del frío y de la humedad, volar, seducir, escribir... Y la escritura, otro ejemplo, tiene varias soluciones diferentes: tiza, punzón, pincel, pluma, bolígrafo, imprenta... La idea es el primer estadio del conocimiento, pero quizá también sea el último en el que aún se puede atravesar cualquier frontera libremente y en cualquier dirección. Una idea es una sospecha de conocimiento. De ahí que no requiera aún justificación, disculpa, rigor o acreditación. De ahí la agilidad de sus movimientos y lo liviano de su equipaje. De ahí también que sólo las ideas (que no los métodos, ni los lenguajes ni los contenidos) pueden migrar sin declarar de dónde vienen, adónde van o cuál es el motivo del viaje.
Las ideas están asociadas al cambio y lo cierto es que el cambio no siempre se valora igual en los colectivos humanos. La ilusión de todo ser vivo es seguir vivo, lo que hace que, de entrada, la preferencia natural sea antes el no cambio que el cambio. En la lista de prioridades se anteponen prestaciones como gestionar, asegurar, garantizar, perseverar... Por ello, persiste un malentendido latente en virtud del cual se levanta la veda para cazar ideas sólo cuando las necesidades vitales están ya bien cubiertas o cuando su ruina parece ya inminente. ¿Por qué dedicar talento, esfuerzo y recursos a lo que no sabemos, si con lo que sabemos parece que vamos tirando? La respuesta está en la historia de la realidad y es pura termodinámica: nada que ignore el ruido del mundo se mantiene vivo por mucho tiempo.
Conocer incluso antes que comer. La frase suena fuerte, pero me temo que ni siquiera es exagerada. Renunciar a invertir en ideas nuevas equivale a resbalar de espaldas más de lo que se avanza caminando de frente. Sólo tiene sentido cuando la incertidumbre del mundo se reduce a cero. O sea, nunca. No hay idea inútil que no pueda dejar de serlo ante un pico de la incertidumbre. Lo más cierto de este mundo es que el mundo es incierto y no hay función de la vida humana que se pueda perpetuar con las ideas de siempre. Por ello, conviene invertir en el cultivo de una buena diversidad de ideas cuando las cosas aún van bien. Se diría que hay actividades que de por sí son más creativas que otras. La cosa parece evidente si comparamos el trabajo de un artista con el de un contable. Sólo lo parece. Existen actividades notorias por su creatividad, es verdad, pero no hay actividad humana que esté exenta de crear. Homo creator hubiera sido una denominación más apropiada que la de Homo sapiens. He aquí una frase que nunca debió fugarse del Eclesiastés 1:9:
Lo que fue, eso será, y lo que se hizo, eso se hará; no hay nada nuevo bajo el sol.
Si no hubiera nunca nada nuevo bajo el sol, no existiría ni el sol. Todo concepto trascendente tiene su par a la vez antagónico y complementario. La creatividad tiene también el suyo: es la mediocridad. A más mediocridad menos creatividad. La afición a las ideas no es un lujo (para cuando todo lo demás está ya bien cubierto) ni una urgencia (para cuando todo lo demás ya amenaza ruina). Toda tendencia, personal o colectiva, tácita o explícita, que ignore las ideas apuesta por la mediocridad. La mediocridad no es una disfunción natural o cultural, es una decisión, una tentación que conviene vencer del mismo modo que un pájaro bate sus alas para vencer la gravedad. Prescindir de las ideas es como dejar de batir las alas en pleno vuelo.
La incertidumbre asusta y hay dos maneras de enfrentarse a ella. La primera se asienta en una confianza doble: confiar primero en que existen ideas infalibles y eternas y confiar luego en que las hemos encontrado (o que nos han sido reveladas). Entonces basta con agarrarlas y blindarlas con fiereza para disponer de ellas siempre que convenga. La otra alternativa consiste en no dejar nunca de buscar ideas para crear conocimiento fresco. En la primera alternativa las ideas molestan y aburren, en la segunda las ideas se desean y son fuente continua de gozo intelectual. Se puede leer en las líneas y entre las líneas de cualquier rincón de la historia: cerrar el paso a las ideas sólo trae malas noticias.
Hay ideas que no caducan, pero son ideas que no dependen directamente de la realidad, es decir, son ideas que la realidad nunca puede desautorizar. Es el caso de la matemática y de otras construcciones puramente mentales. Hay otras ideas que envejecen porque su dominio de vigencia se queda pequeño. Es el caso de la ciencia, como la física newtoniana. Sin embargo, las ideas para las que con más frecuencia se invoca una vigencia extemporánea son justamente las ideas que más cambian a lo largo de la historia y a lo ancho de la cultura humana. Las ideas de lo bueno y lo malo cambian más dramáticamente que las de lo verdadero y lo falso. Nuestra afición por las verdades y bondades eternas también parece una tendencia natural irresistible, pero cuantas más esencias se acepten como intocables, menos espacio queda para que las ideas puedan volar a sus anchas. Especial interés tienen ciertas ideas falsas que se imponen en colectivos humanos aun en el caso de que sus miembros gocen de plena libertad intelectual para adherirse a ellas. Así se abre paso un curioso fenómeno, que bien podría denominarse el Síndrome del Malentendido Colectivo. Lo demostraremos en este ensayo con un breve cálculo matemático.
Las ideas se pueden clasificar según cuatro lógicas que vertebran el conocimiento humano: (1) la lógica que distingue entre lo que es información y lo que es ruido; (2) la lógica que distingue entre lo que es verdadero y lo que es falso; (3) la lógica que distingue entre lo que es útil y lo que es inútil, y (4) la lógica que distingue entre lo que es bueno y lo que es malo. Cada una de estas cuatro lógicas divide las ideas en otras tantas cuatro grandes familias: (1) las ideas para pensar el mundo; (2) las ideas para comprender el mundo; (3) las ideas para cambiar el mundo, y (4) las ideas para vivir en el mundo. Las ideas de cada una de estas familias afloran obedeciendo a la llamada de diferentes estímulos. Por ejemplo, las ideas tecnológicas, las que surgen directamente para cambiar el mundo, son ideas favorecidas por lo que aquí denominaremos el gozo palanca, un concepto que ayuda a comprender la historia de la tecnología y que también da alguna pista sobre su futuro.
Clasificar es una manera de comprender. Cuando se clasifica es que ya se tiene una teoría y esta clasificación de las ideas es el espinazo de una teoría de la creatividad. El rifirrafe entre creatividad y mediocridad es continuo en todos los rincones de la actividad humana y la trastienda de los momentos de gloria y de miseria de la historia del conocimiento. Hoy en día incluso aparecen profesiones nuevas, generalmente derivadas de la psicología, con vocación de dar cursos, de entrenar y de aconsejar a creadores. Dudo de verdad de que tal cosa sea posible. Una teoría aspira a ser la misma para todo el mundo, mientras que un consejo depende demasiado de quién lo recibe y, muy especialmente, de quién lo da. Los mejores consejos son los que se da uno a sí mismo después de haber comprendido. Lo demás son trucos. Una teoría de la creatividad sirve además para crear una atmósfera a favor de la emergencia, del tránsito y de la maduración de las ideas, pero sobre todo sirve para reconocer aquellas atmósferas que las reprimen y asesinan. Mi intención aquí no es, pues, dar consejos para el buen creador, sino compartir unas reflexiones de pensador intruso ilustradas, eso sí, con episodios extraídos de la experiencia diaria de un científico disperso.