¿Cómo evitar las divagaciones? ¿Qué significa el prejuicio en el contexto del pensamiento? ¿Es el leer más ilustrativo que el pensar? Este libro de fácil lectura proporciona las respuestas, a menudo sorprendentes, a esos y otros muchos interrogantes.
Henry Hazlitt analiza el arte de la concentración, que es la condición sine qua non del pensamiento productivo, y la forma en que la escritura fija las ideas, venciendo la natural fugacidad de estas.
Henry Hazlitt
El pensar como ciencia
ePub r1.0
Leviatán & loto 01.07.14
Título original: Thinking as a Science
Henry Hazlitt, 1916
Traducción: Eduardo Goligorsky
Retoque de cubierta: Cygnus
Editor digital: Leviatán & loto
ePub base r1.1
PREFACIO
E STE libro se publicó por primera vez hace cincuenta y tres años, en 1916. El autor tenía entonces veintiuno de edad. En el más de medio siglo pasado desde que apareció aquella primera edición el conocimiento humano se ha «expandido», sobre todo en el ámbito de la ciencia y la tecnología, a una velocidad que no tiene precedentes en la historia. Yo también espero haber aprendido, en el mismo lapso, mucho más que lo que sabía cuando escribí el libro.
De modo que cuando el nuevo editor me sugirió que volviera a publicarlo me sentí muy halagado, pero a la vez, y sobre todo al principio, muy alarmado: asustado ante la perspectiva de exponer mis ideas juveniles, haciéndome no obstante responsable por ellas.
Releí el libro pensando que quizá bastaría con hacerle alguna que otra pequeña corrección a fin de actualizarlo. Descubrí que si quería que el nuevo volumen pusiera al lector en contacto con los valiosos aportes que se han agregado al tema durante el último medio siglo y que además reflejara fielmente mis ideas actuales, había que hacer algo más que corregirlo: tendría que escribir una obra enteramente nueva.
Pero en el curso de la revisión hice otros dos descubrimientos. Comprobé ante todo que mi libro no estaba tan pasado de moda como había temido. Ello se debía, por lo menos en parte, a la naturaleza misma del tema. La mitad del arte de pensar se reduce a respetar escrupulosamente los principios lógicos y matemáticos. Y esos principios no cambian. Es mucho lo que se ha incorporado a la lógica desde la época de Aristóteles y mucho más lo que se ha agregado a la geometría desde el tiempo de Euclides. Pero ni la lógica aristotélica ni la geometría euclidiana están perimidas. Si todos los hombres son mortales y Sócrates es hombre, continúa siendo apodíctico que Sócrates tiene que ser mortal. Dos entes iguales a un tercero continúan siendo iguales entre sí. Dos más dos siguen sumando cuatro. El cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo continúa siendo igual a la suma del cuadrado de los catetos.
El rápido desarrollo experimentado por la lógica durante el último siglo no ha demostrado que la lógica aristotélica no sirva. Lo que ha ocurrido es que, para decirlo con las palabras del filósofo norteamericano Morris R. Cohen: «Si bien los elementos esenciales de la lógica aristotélica no han sido derribados ni conmovidos, los trabajos de Boole, Peirce, Schröder, Frege, Russell, Whitehead y una multitud de colegas más han producido un cálculo de clases y otro de proposiciones respecto de los cuales la teoría aristotélica del silogismo no ocupa más que una minúscula parcela».
Lo mismo podría decirse de la geometría de Euclides. Contrariamente a lo que suponen muchas personas que solo tienen un conocimiento superficial del tema, las diversas geometrías no euclidianas no han desautorizado la geometría euclidiana, sino que la han complementado. La nueva matemática no ha desplazado a la antigua, sino que la ha colocado en un contexto más vasto. Cuando Colón descubrió el Nuevo Mundo no desmintió la existencia del Viejo.
Del mismo modo, casi todo lo que se ha descubierto en el último medio siglo sobre el arte de pensar enriquece, pero no anula, lo que ya se sabía. El libro de John Locke, Conduct of Understanding, si bien se publicó en 1706, todavía contiene muchos materiales de inestimable valor. Lo mismo se aplica a los clásicos incluso anteriores de los grandes filósofos: el Novum Organum (1620), de Francis Bacon; el Discours de la méthode (Discurso del método, 1637), de René Descartes, y sus Regles pour la direction de l’ésprit (Reglas para la dirección del espíritu, 1629); y el Tratado sobre la reforma del entendimiento (1662), de Baruch Spinoza.
He dicho hace un momento que al releer mi original hice dos descubrimientos. El segundo, íntimamente vinculado a la comprobación de que mi libro no estaba tan obsoleto como había temido, fue el siguiente: aunque es cierto que si hoy tuviera que escribir sobre el mismo tema pensaría en confeccionar un libro completamente nuevo, el reciente solo eclipsaría al antiguo en muy escasa medida. Porque lo que querría escribir hoy sería un curso superior sobre el arte de pensar, en tanto que el primero fue en realidad un curso preliminar. Un libro sobre álgebra no descalifica necesariamente a un libro sobre aritmética, y el álgebra superior no remplaza al álgebra elemental, sino que edifica sobre la base que ella le suministra.
En consecuencia, al presentar esta nueva edición de mi libro, opté por una solución intermedia: introduje en el texto original modificaciones mínimas, que se podrían haber redactado en una página o dos. La mayor parte de ellas son de índole puramente formal, y pertenecen a la categoría de las que habría introducido en ocasión de una nueva corrección de pruebas de la primera edición. En lo que al fondo se refiere, he conservado muchos asertos que hoy me gustaría cambiar, y su enmienda ha quedado relegada al epílogo.
Pienso que el criterio elegido tiene varias ventajas. Permite que el lector sepa cómo fue el libro en su primera edición.
Y aunque tengo plena conciencia de las múltiples limitaciones de mi obra de juventud, sospecho que posee algunas virtudes que quizá se le escaparían a un libro totalmente nuevo que yo pudiera escribir hoy acerca del mismo tema. Entre ellas cabría consignar su entusiasmo juvenil, su tendencia a encarar el pensamiento como una gran aventura, como una expedición audaz en la que se invita a participar al lector. Mi intención primordial fue la de enseñarme a mí mismo a pensar con más eficiencia, autonomía y, de ser ello posible, originalidad. Ya había intuido que «Quien enseña, aprende». Estaba decidido a ser muy honesto con mi lector y a no emplear con él ningún argumento que no me convenciera a mí mismo, así como a no proponerle ningún método o técnica que yo no hubiera experimentado o, por lo menos, que no pensara experimentar por mí mismo. En aquella época desconfiaba tanto como ahora de la pura retórica y de todo voluntarismo del género «puedes-hacer-todo-aquello-en-lo-que-te-empeñes». Espero que mi entusiasmo y emoción se hayan contagiado a algunos de mis primitivos lectores.
Esta ha sido una de las razones de que haya introducido cambios mínimos en la primera edición y optado más bien por añadir, a modo de epílogo, una reseña bastante extensa de las modificaciones y agregados que haría hoy si hubiese de escribir un libro totalmente nuevo sobre el tema. En vez de «Epílogo», ese nuevo material podría haberse titulado incluso «Segunda parte». El orden elegido tiene, además, una ventaja innegable para el lector: coloca el «Curso superior» donde corresponde, o sea a continuación del «Curso elemental».